Si tuviéramos que definir el momento actual con una palabra, esa podría ser la de incertidumbre. Muchos ciudadanos no sabemos bien qué pasa, qué va a pasar y si hay alternativas viables. Sin embargo, hay algunos que sí lo tienen claro: los grandes poderes financieros y los dirigentes de los Estados más importantes saben lo […]
Si tuviéramos que definir el momento actual con una palabra, esa podría ser la de incertidumbre. Muchos ciudadanos no sabemos bien qué pasa, qué va a pasar y si hay alternativas viables. Sin embargo, hay algunos que sí lo tienen claro: los grandes poderes financieros y los dirigentes de los Estados más importantes saben lo que pasa porque saben lo que hacen. Mediante la acumulación de capital y de recursos naturales, reducen la capacidad de los competidores económicos medianos y la de los estados nacionales de bienestar. Estamos ante una ofensiva directa del gran poder financiero contra el poder político, la fase más decidida de una guerra iniciada a principios de los 80 por Reagan y Thatcher con la fórmula del capitalismo popular. La caída del comunismo soviético, una alternativa tan falsa como real, les allanó el camino.
Las nuevas élites económico-políticas consolidan su posición difuminando los límites democráticos. Lo hacen aprovechándose de la pasividad, por ahora, de unas sociedades que han gozado relativamente de la democracia representativa y de las migajas que les ha dejado ese capitalismo popular en forma de créditos fáciles, seductores productos financieros y participaciones en sociedades anónimas. Aquí, hasta el pensionista se ha hecho accionista. Convirtiéndolos en pequeños capitalistas, Reagan y Thatcher modificaron la mentalidad colectiva de los ciudadanos y desarmaron sus veleidades contestatarias.
El mantra de los neoliberales es la reducción del déficit público y la profundización de lo que llaman «reformas estructurales». Si durante su aplicación hay más paro, como sucede en España, la respuesta no es replantearlas, sino acelerarlas. Para ellos, la causa del declive económico no son las reformas y los recortes, sino el hecho de que aún son insuficientes, por lo que hay que incidir en ellos. La pregunta es ¿hasta cuándo? ¿Se sabe cuál es el límite, cuál es el punto a partir del cuál esas reformas y ajustes comenzarían a dar sus frutos? Ni lo saben, ni creo que les importe demasiado.
Ciertamente, hay que recortar el gasto innecesario y hay que rediseñar el Estado en la medida más razonable. Pero hay que saber dónde se recorta, porque una cosa es el gasto público y otra el gasto social. Muchos dirigentes políticos que nos obligan a ajustarnos el cinturón y a pagar más impuestos no recortan sus gastos suntuarios. Entran en los servicios públicos antes que suprimir el Senado, las Diputaciones Provinciales, las prebendas de los parlamentarios, la multiplicidad de asesores y cargos de confianza, por no hablar del despilfarro en obras públicas innecesarias. Y todo ello combinado con ayudas permanentes a los banqueros, amnistías fiscales y privilegios de los cargos públicos que encima votamos y pagamos con nuestros impuestos.
Recortar, sí, pero ¿hasta dónde? Sólo recortando gastos se puede aguantar un poco más, pero sin ingresos no se puede vivir. El gasto hay que ajustarlo siempre porque no se puede vivir por encima de lo posible, pero el punto focal hay que situarlo en el ingreso. En realidad, las invocaciones mesiánicas al control del déficit público por parte de algunos líderes políticos delatan su incapacidad para generar ingresos.
¿Hay opción? Sí, hay una corriente de pensamiento que propone una mayor estatalización de la economía, más control político sobre los mercados y más democracia. Es decir, más intervención pública para estimular la economía. Es una corriente con autores reconocidos y estudios publicados. Pero es una opción teórica que, por acción u omisión, no acaba de llegar al conjunto de una ciudadanía cada vez más individualista. En el terreno político, únicamente Syriza, en Grecia, emerge como la expresión de un rechazo social a esta deriva neoliberal. De momento, las grandes movilizaciones están aún por llegar, aunque en España hemos tenido recientemente algunos conatos puntuales.
Otra opción es la que plantea, por ejemplo, la región vitivinícola de Tesalónica: autogestionarse para comerciar directamente con el exterior pasando de las normas de un Estado griego y de una Unión Europea que consideran deslegitimados. Es decir, organizarse al margen del sistema.
En todo caso, las élites económico-políticas están unidas en un objetivo común: enriquecerse y aprovisionarse por lo que pueda pasar. En cambio, los ciudadanos no somos aún capaces de contestar colectivamente a esa ofensiva neoliberal que nos está entrampando. A diferencia de otros momentos históricos, carecemos de referentes intelectuales y políticos influyentes, así como de organizaciones verdaderamente participativas. El tiempo dirá cuál de los dos límites se agota antes: el de los recortes del Estado del bienestar, o el de la paciencia de la ciudadanía que los sufre.
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