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Entrevista al poeta Marcos Ana

«No sé si mis versos eran buenos o malos, sé que eran versos necesarios»

Fuentes: Diagonal

La vida de Marcos Ana es un poema colectivo de hombres y mujeres que, según Saramago, «cerrando los labios y los dientes bajo los extremos de la tortura, reinventaron la dignidad humana en los lugares donde, según el catón de los criminales, deberían acabar perdiéndola». David Fernández Fernando Macarro Castillo nació en 1920 en una […]

La vida de Marcos Ana es un poema colectivo de hombres y mujeres que, según Saramago, «cerrando los labios y los dientes bajo los extremos de la tortura, reinventaron la dignidad humana en los lugares donde, según el catón de los criminales, deberían acabar perdiéndola».

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David Fernández

Fernando Macarro Castillo nació en 1920 en una aldea salmantina, al regazo de una familia de jornaleros «pobrísimos». Con seis años, de la mano de su hermana Margarita, viaja a Alcalá de Henares, donde se pone a trabajar, y a los 15 participa en el congreso que funda las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU). La Guerra Civil marca su adolescencia: el 8 de enero de 1937 los junkers alemanes bombardean Alcalá y él recoge de entre los escombros el cadáver de su padre. Aunque aún es menor, decide enrolarse en la defensa de Madrid «como una manera de comprometerme más por la muerte de mi padre». Y en 1939, tras escaparse del campo de concentración de Albatera, que retratara Max Aub en su Laberinto mágico, es detenido en Madrid, acusado de dirigir la JSU. No saldría de prisión hasta 1961, después de unas campañas internacionales clamando por su libertad, siendo el preso de la guerra civil que más años pasó entre rejas. Sus años de cautiverio, con dos sentencias de muerte a cuestas y sufriendo tras los muros la muerte de su madre a los pies de la prisión, nada más conocer la segunda de ellas (dictada tras presentarse como responsable de una publicación en la cárcel para festejar el Primero de Mayo de 1943), fueron siempre una demostración de dignidad.

En la cárcel fue el aliento constante de los demás presos, a quienes incitaba a levantar la cabeza y no bajar los brazos. Estuvo 22 años encarcelado, mientras sus versos salían como pájaros libres de la prisión, en boca de compañeros o escondidos entre papeles, hasta conseguir liberarle a él. Así se fue forjando este poeta -cuyo nombre es un homenaje a sus padres-, uno de los más humanos e íntegros que vio el siglo XX. Él recuerda: «El día en que salí en libertad, los compañeros se amontonaron a la puerta del patio y recuerdo que me decían: ¡no nos olvides! Eso que para ellos era una esperanza, para mí es un compromiso que yo cumpliré toda la vida. Porque allá donde voy, ellos vienen conmigo. Y por eso me siento un hijo de la solidaridad y dedico a ella todo mi tiempo».

América Latina en el corazón

Al salir de prisión, cruza el charco para agradecer la solidaridad que le brindaron los pueblos latinoamericanos. Allí le espera un recibimiento multitudinario y conoce a Neruda, a buena parte del exilio español y a tantas otras figuras políticas y culturales que le hacen estrechar unos lazos inquebrantables.

«En las cárceles chilenas, uruguayas y argentinas -nos cuenta- pasaban mis poemas clandestinamente a sus prisiones y decían «¡como Marcos Ana hay que resistir!», y no puede haber nada más gratificante que te digan esas cosas, que te dieras cuenta de que un papel que tú habías escrito en una prisión servía para alentar el corazón de otros, en circunstancias semejantes». Y concluye: «No sé si mis versos eran buenos o eran malos, lo que sé es que eran versos necesarios, porque contribuyeron a movilizar al mundo por mis compañeros».

La vida en la cárcel

Para Marcos Ana hubo dos partes en su vida en prisión. «La primera duró hasta el ’44, que fue un periodo de supervivencia, donde no sólo morías en paredones de eje cución, sino que te encontrabas por la mañana cuando despertabas con compañeros al lado que habían muerto de hambre, o de frío, o producto de las torturas, o de infecciones… Fue una época terrible en la que te comías la hierba que salía entre las baldosas del patio. Y la segunda época es a partir de que el ejército soviético rompe el espinazo del ejército alemán en Stalingrado. Entonces los guardianes estaban desmoralizados, porque comprendían que la guerra no la iban a ganar ellos. Se acercaban a nosotros justificándose, y hablándonos mal de otros guardianes… Y así hicimos de la cárcel una universidad».

En la cárcel vivían en comuna, perfectamente organizados entre compañeros, y se daba la paradoja de que «a veces, al salir a la calle, había quien quedaba completamente hundido en la soledad». En Burgos, el poeta funda una tertulia, La Aldaba, de la que pronto nace su propia revista. «Allí empecé a escribir mis poemas», apunta, «que luego los sacábamos por esos caminos milagrosos que abríamos en la noche de nuestras cárceles. Nunca publiqué en ninguna editorial; los que los sacaban a la luz eran los comités de solidaridad». Con el tiempo, la ilusión y el esfuerzo, los reclusos consiguieron montar una obra de teatro sobre la vida de Miguel Hernández. «En la prisión luché mucho contra esa división entre presos políticos y comunes. Había entre los presos políticos una tendencia a menospreciarlos. Y ellos eran presos sociales, gente joven que estaba presa por haber robado un poco de pan.

Cambiamos la política allí y empezamos a incorporarlos en nuestras clases de cultura. Cuando comenzaron a dejarnos jugar al fútbol, yo creé el equipo de Los Aguilillas, que eran todo presos comunes, y nos llevábamos todos los campeonatos. Son presos sociales, producto de una situación como la que vivimos hoy», apunta. «Y luego ocurrió el fenómeno de que muchos de ellos volvían a la cárcel al año, o a los seis meses, por trabajo clandestino».

El árbol y sus frutos

«Yo sólo con una noche condenado a muerte podría escribir un libro (los ruidos, los pensamientos que tienes, una mosca, una hormiga… las gotas de agua cayendo en el silencio). La fuerza de las ideas era lo que me hacía sobrevivir». Su libro Decidme cómo es un árbol recopila estremecedoras anécdotas sobre su vida. Manuel Vázquez Montalbán quería ser quien escribiera sus memorias.

Pero el destino quiso que el barcelonés encontrara la muerte antes de poder realizarlas. Y Marcos Ana se decidió a escribir el libro con la intención de que «el mensaje llegue. Es un libro que he hecho, no pensando en mis camaradas ideológicos, sino pensando en esa inmensa mayoría de gente que no nos conoce y que tiene de nosotros una imagen prefabricada durante años y años, y que algunas veces resulta infame. Y luego también pensando en la juventud, algo que a mí me obsesiona, porque si no logramos que las nuevas generaciones estén en contacto con nuestras ideas y recojan la bandera…». Dice que cada día le escriben muchos jóvenes, muchos de ellos despolitizados, lo que para él es su pequeña recompensa. «Son más bien jóvenes asombrados», dice. «Yo había vivido en el subsuelo de este país y ellos no conocían la historia». Advierte con humildad que «la experiencia puede llegar a ser contrarrevolucionaria. Por eso tengo discusiones con compañeros de mi generación, porque pienso que no se ha encontrado un lenguaje para llegar a la juventud. Y si no actualizas tu experiencia, se convierte en un estorbo para los impulsos y la iniciativa de quien viene detrás. Además, les quieren hablar desde arriba, y enseñándoles los caminos…».

Cuando salió de prisión tenía 41 años y, a pesar de haber sufrido una experiencia tan dura, mantenía intacto su corazón de niño. Una entrañable y estremecedora historia con una prostituta al salir a la vida ha dado pie para que Pedro Almodóvar se comprometa a hacer una película sobre su historia.

 

http://www.diagonalperiodico.net/spip.php?article7303

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