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España

No somos delincuentes. ¿Y ellos?

Fuentes: Rebelión

Soy profesora de Secundaria. Funcionaria. Y no me arrepiento de ello. Tampoco tengo sentimientos de culpa. Es más, no estoy escribiendo esta carta con la intención de justificarme ni de dar explicaciones acerca de mi jornada laboral, las tareas que realizo o el sueldo que gano. Quien esté interesado acerca de esos detalles, que consulte […]

Soy profesora de Secundaria. Funcionaria. Y no me arrepiento de ello. Tampoco tengo sentimientos de culpa. Es más, no estoy escribiendo esta carta con la intención de justificarme ni de dar explicaciones acerca de mi jornada laboral, las tareas que realizo o el sueldo que gano. Quien esté interesado acerca de esos detalles, que consulte los boletines oficiales. Lo digo más que nada para ir ahorrando tiempo y que quien guste de seguir la moda imperante de condenar a la hoguera a todo aquel que se dedique a la enseñanza no pierda unos preciosos minutos buscando argumentos y contra argumentos en este escrito.

Soy una trabajadora como otra cualquiera. Accedí al puesto que ocupo tras un considerable esfuerzo e inversión. A cambio, tengo un trabajo para toda la vida. No pido perdón por ello (siento decepcionarles de nuevo). Por el contrario, un trabajo estable es lo que considero que debería tener todo el mundo. También tengo exigencias y desventajas que no tienen otros trabajadores. Al respecto, he luchado desde que tengo uso de razón y seguiré luchando para que esas condiciones, así como las condiciones laborales de cualquier otro trabajador, mejoren.

Como trabajadora, cumplo con mis funciones y recibo un salario a cambio. No quiero no dar más horas de clase, quiero dar menos. Quiero que en los centros de enseñanza públicos haya mucho personal, muchos recursos, grupos pequeños, profesores que no atiendan a más de 50 alumnos diferentes… Quiero que mi jornada laboral sea razonable, entendiendo por razonable no que se me exprima al máximo posible, sino que me permita, además de trabajar, atender adecuadamente a mi familia, cuidar y educar a mis hijos, estudiar, viajar, ser más culta, descansar… Quiero tener dos meses de vacaciones como mínimo, yo y todos los demás trabajadores. Y que todos podamos disponer de residencias de tiempo libre públicas, de centros de formación públicos, de bibliotecas y ludotecas públicas en las que ocupar nuestro tiempo y crecer como personas. Públicas, digo, no gratis. Pagadas por todos y para todos, como es lo público.

No quiero que no me bajen el sueldo otra vez. Quiero que me lo suban. A mí y a todos los trabajadores. Quiero que se repartan el trabajo y la riqueza. Que los padres y las madres no exijan que los colegios abran de siete de la mañana a nueve de la noche para que sus niños estén recogidos mientras ellos agotan sus vidas en jornadas laborales interminables. Quiero que su exigencia y su derecho sean los de trabajar cinco horas diarias como máximo y poder ser ellos los que pasen con sus hijos el resto del día.

Hay riqueza para todo eso. Es mentira que no la haya. La riqueza de un país es su gente, sus recursos, su capacidad de crear, de construir, de organizar, de decidir y de compartir. Pero no hay riqueza para repartir si el juego consiste en que todo esté en manos de unos pocos. Me da igual que los diputados hagan públicas sus inversiones millonarias. Lo importante no es que las publiquen, sino que las hagan. Porque nadie debería tener un millón de euros, de la misma manera que nadie debe vivir con menos de, pongamos, dos mil euros al mes. Y me trae sin cuidado igualmente lo que opinen los mercados, esos ante los cuales al parecer tenemos que seguir sacrificando víctimas sin descanso. El único mercado en el que creo es la plaza de abastos que debe existir en cada pueblo y en cada barrio. Que el dinero se multiplique a sí mismo es algo tan absurdo y perverso que en las facultades de economía deberían suspender a todo aquel que se lo acabe creyendo.

Soy profesora de Secundaria. Es mi forma de ganarme la vida, simplemente. No soy la culpable de todos los males de la humanidad. Igual que no lo son los inmigrantes, ni los pensionistas, ni los controladores aéreos, ni los liberados sindicales… Los culpables son los que nos criminalizan para ser ellos cada vez más ricos y nosotros cada vez más pobres, los que se rinden a sus pies y los que les jalean cada vez que eligen un nuevo colectivo para el sacrificio. Si ahora nosotros estamos en el ojo del huracán es únicamente porque somos un escollo más para que ellos alcancen sus dos principales objetivos: eliminar cualquier rastro de servicio público de calidad como derecho universal y precarizar al máximo el trabajo asalariado. No hay más. El resto no es más que circo… porque pan, lo que es pan, cada vez nos van a dar menos.

 

 

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.