Termina la huelga general y, al decir del Gobierno, de los empresarios y los medios, la tónica ha sido la «normalidad». Juan Rosell, presidente de los empresarios españoles, ha hecho públicos, en medio de la huelga, sus tres más fervientes deseos: «que el día se acabe cuanto antes», que «se mantenga la normalidad en lo […]
Termina la huelga general y, al decir del Gobierno, de los empresarios y los medios, la tónica ha sido la «normalidad». Juan Rosell, presidente de los empresarios españoles, ha hecho públicos, en medio de la huelga, sus tres más fervientes deseos: «que el día se acabe cuanto antes», que «se mantenga la normalidad en lo que resta del día» y que «mañana recuperemos la normalidad».
Al margen de lo contradictorio que pueda parecer que recuperemos una «normalidad» que no se ha perdido, que se desee que acabe cuanto antes un día «normal» o que siendo un día «normal» se subraye en todos los medios tan insistentemente su «normalidad», lo que nadie discute, al parecer, es la existencia de esa «normalidad» en la que vuelven los parados a incrementar su nómina y a prolongar las filas los hambrientos; los desahuciados a demandar justicia y los bancos a practicar la usura; los empresarios vuelven a sus risas, al impune ejercicio de su lucro; los indignados retoman sus quimeras, la policía se aposta en las esquinas y el Estado se enroca en su sordera. Es la normalidad.
Un día después, los precios, hábilmente camuflados en las estanterías de los supermercados y armados de guarismos de largo alcance, patrullan los pasillos y los aparadores vigilando de cerca a los consumidores que aún persistan.
Algunos precios, veteranos de otras alzas, instalados en las registradoras, practican allanamientos en las carteras y bolsillos que todavía circulan, decomisando salarios de fabricación casera y esperanzas falsificadas.
Se ha sabido de precios que han formado piquetes y recorren empresas y negocios amenazando con violentas represalias a quienes se nieguen a especular ganancias y sumar dividendos.
Y turbas de facturas, siempre encapuchadas, asedian y saquean salarios familiares cargando con todo lo que de valor encuentren, sean expectativas preciosas o confianzas en efectivo.
Persisten los recortes de distinto calibre quemando empleos en la calle y provocando disturbios en todos los balances.
Cientos de miles de personas permanecen detenidas en las comisarías de la impotencia y otras tantas han sido traducidas a audiencias y juzgados compulsivos acusadas del delito de ser y, lo que es peor, en consecuencia.
Algunos de los heridos en los llamados intercambios de reajustes ya se están recuperando, y se investiga el caso de algunos empleados arrollados por grandes despliegues de medidas que se dieron a la fuga tan pronto atropellaron a los infelices.
Y es que la «normalidad» necesita más golpes de cordura, más embates de lucidez, más huelgas generales.
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