Muchas veces es más importante la ideología subyacente que la expresa. La última revela conciencia, y puede ser puramente táctica; la subyacente, en cambio, revela el sistema de ideas básico, dominante, tan dominante que sin saberlo nosotros mismos, nos domina. Porque se encuentra en un nivel más básico, menos analizable, revela más claramente los sistemas de pensamiento… y la realidad.
No es la primera vez que he abordado esa “trastienda ideológica” de políticos progresistas, ambientalistas, que invocan la cuestión ambiental, que incluso han ejercido cargos políticos fundamentales en esas áreas, como es el caso de Alejandro Nario, que fuera director nacional de Medio Ambiente.
Por momentos asusta la idea de historia que tiene. Su positivismo crédulo aterra.
Hace un par de años, entrevistado,[1] revelaba toda su preocupación ante el hecho que él mismo graficaba de un “90% del agua que se consume contiene microplástico, es una pandemia global”.
Es una descripción acertada, salvo tal vez la precisión del porcentaje.
Pero el problema no está en los números sino en el origen… del problema. Con un tecnooptimismo con el cual se ha destrozado el planeta, AN considera a los materiales plásticos “una salida maravillosa para sustituir al vidrio”.
Sólo quienes tienen, y han tenido, el signo de pesos en la pupila pueden, podían creer que el plástico era una maravilla para sustituir al vidrio.
Porque había advertencias de décadas atrás acerca del peligro de los termoplásticos, los empleados, precisamente para sustituir al vidrio. “Abarataba fletes”, pero envenenaba, pequeño detalle. “Era más barato”, porque se externalizaban costos y se ignoraba, deliberadamente, su toxicidad. No había que lavar más los envases retornables, como los de vidrio, pero claro que al costo, criminal, de ignorar la montaña creciente de desechos…
La rama petroquímica advirtió la cuestión de los desechos, pero inventó la coartada perfecta para seguir arruinando el planeta: iniciar gestiones de reciclado y recuperación. Las grandes redes empresarias con sus cámaras respectivas, “sin fines de lucro”, como se suelen presentar las de la industria plástica (y tantas otras equivalentes en tantas industrias altamente contaminantes) sabían que no se reciclaba más del 1,5% de lo producido y desechado casi siempre tras un único uso, pero el “tranquilizador de conciencia” estaba echado al público y almas piadosas (pero apolíticas) se encargaron de difundir “la solución”.
El 98,5 % restante, claro, siguió su viaje devastador a la tierra, al agua, al aire.
Se sabía de migraciones de partículas plásticas a sus envasados desde hace décadas. Que la industria, los industriales, criminalmente lo hayan ignorado es otra cosa. Y las instancias gubernamentales han sido pragmáticamente cómplices con los emporios tecnoindustriales dedicados a “modernizar” envases, embalajes, traslados, envenenando a la población, envenenándonos. Nunca fue ignorancia.
Es falso eso de que “luego se descubrieron todos los problemas”.
Porque el recurso de tanta modernización no fue suprimir costos, ciertamente, sino externalizarlos; dejarlos a cargo del “ambiente”, un pagadiós. Así se hizo propaganda por envases tóxicos, pero más livianos, menos necesitados de mano de obra; el costo de la toxicidad o de la acumulación de residuos quedaba para más adelante.
El episodio con el asesor de tantas administraciones estadounidenses, −por lo menos desde la de G. H.W. Bush, pasando por las de B. Clinton y B. Obama− Larry Summers, ha resultado proverbial respecto de la conciencia aviesa de que se ha trabajado, se trabaja con venenos. El bueno de Summers verificó, con toda objetividad –siguiendo los preceptos morales del pragmatismo de “la felicidad para el mayor número”−, que hace menos daño enviar los residuos tóxicos del mundo “desarrollado” (concretamente, de EE.UU.) a los arrabales planetarios. Porque tales residuos suelen ser cancerígenos. Y los cánceres tardan, normalmente, décadas en desarrollarse y matar a su portador; dejar las basuras “en casa” significa que al cabo de ese tiempo tendremos toda una población major contaminada, muriendo de cánceres; en cambio, transportando los restos tóxicos al Tercer Mundo, donde la gente muere habitualmente mucho antes, existe menor expectativa de vida, hay mayor mortalidad infantil, por ejemplo, y donde muchos menos humanos llegan a la tercera edad, esa misma basura causará menos daño, matará menos gente. No es falta de conciencia, ciertamente: es administración racional del daño.
Como la coartada de AN es persistente, o su ignorancia, (descarto mala fe), el exdirector general de Medio Ambiente nos “recuerda” que con el plomo pasó algo similar: “en su momento al plomo se le reconocían muchas virtudes hasta que se descubrió la plombemia.”
La entrevistadora no da fecha de ese “descubrimiento”. Tiendo a suponer que AN se refiere a veinte años atrás, cuando, con el cambio de siglo, aparecieron múltiples casos de plombemia en Montevideo.
Me permito recordarle a Mizrahi y a Nario que la plombemia fue descubierta algunos milenios antes, por lo menos dos.
Hace dos mil años. Con el nombre de saturnismo, los romanos advirtieron que el plomo provocaba lo que hoy llamamos “enfermedad profesional” entre los mineros de metal tan maleable. Justamente, el saturnismo le permitió advertir a algunos arquitectos y constructores de entonces, que las cañerías de plomo no eran del todo confiables y Vitruvio, un arquitecto romano que trabajó en las aguas corrientes de Pompeya, por ejemplo, recomendaba otros materiales para el transporte de agua, menos maleables, es cierto que el plomo, pero más seguros (los que hoy llamaríamos “ecológicos”), como madera, bronce o cerámica.
Se sabía hace dos mil años, director, exdirector de ecología. No abuse.
El retroceso mental no es sólo suyo, sr. Nario. Cuando a principios del siglo XIX, en 1804, se instala agua corriente en la primera ciudad europea, Paisley, una ciudad satélite de Glasgow en Escocia, se volvió a usar plomo, pese a las advertencias del tiempo de los romanos. ¡La modernidad europea no se iba a guiar por verdades antiguas!
Se trató entonces de agua fría. Pero todo puede hacerse peor. Cuando a fines del s XIX “los adelantos de la comodidad” llevaron a instalar agua caliente en los hogares (ricos) se siguió usando plomo. Y allí sí, la plombemia levantó vuelo. En menos de medio siglo, el agua caliente se come cualquier caño de plomo. Es decir, nuestra modernidad occidental estuvo “fabricando” plombemia en su población, sobre todo, la más pudiente (al menos en un comienzo), hasta que, hace apenas unas décadas, se empezó a sustituir el plomo de cañería por hidrobrons o PVC (el PVC tiene similares falencias que el plomo, tal vez peores).
De más está decir que el plomo no es comido por el agua sino por nosotros. Pero para los que tienen plombemia incorporada –un deteriorador del cerebro−, tal vez sea bueno subrayarlo.
La coartada presentada por Nario es falsa, penosa, atroz. Y es el argumento de la industria; cuando a principios del siglo XX se descubre que el aditivo de plomo agregado a la nafta mejora muchísimo su rendimiento, su explosividad, una médica estadounidense advirtió que el plomo (en forma de tetraetilo, TEP) emitido al aire a través de los caños de escape, generaría plombemia, y generalizada.
La industria automotriz negó y/o ignoró tal advertencia, médica. Y por medio siglo tuvimos la “maravilla” de la nafta con plomo. En la década del ’60, el daño era ya indisimulable. Al menos en el Primer Mundo. En la periferia planetaria se siguió usando nafta con plomo hasta terminar con las existencias de TEP. En Argentina, llevó un par de décadas. En Uruguay, unas tres, nada más. Treinta años usando venenos ya condenados. Pero “aprovechables”.
No es que no se sepa, sr. Nario. No hay
peor sordo que el que no quiere…
[1] por Ana M. Mizrahi, LaRed21, 25 julio 2018.