A los que pensaban que el 21 de diciembre podía haber sido el fin del mundo, va dedicada esta pequeña cita de Slavoj Zizek en su intervención -repetida por los centenares de voces del «micrófono humano»- en Occupy Wall Street: «En abril de 2011 el gobierno chino prohibió que apareciesen en TV, películas o novelas […]
A los que pensaban que el 21 de diciembre podía haber sido el fin del mundo, va dedicada esta pequeña cita de Slavoj Zizek en su intervención -repetida por los centenares de voces del «micrófono humano»- en Occupy Wall Street: «En abril de 2011 el gobierno chino prohibió que apareciesen en TV, películas o novelas todas aquellas historias que hiciesen referencia a realidades alternativas o viajes en el tiempo. Esta es una buena señal para China, puesto que significa que la gente aún sueña con alternativas, así que hay que prohibir este sueño. Aquí no se piensa prohibir nada de eso, porque el sistema en el poder incluso ha suprimido nuestra capacidad para soñar. Fijaos en las películas que vemos todo el tiempo. Es fácil imaginar el fin del mundo, un asteroide que destruya el planeta y ese tipo de cosas. Pero no se puede imaginar el fin del capitalismo.»
Esta breve cita nos muestra hasta qué punto hemos confundido el capitalismo con lo más estable que se puede pensar. Marx, en el Capital, había hecho del Capital un enorme monstruo, una especie de gigantesco e infinito Gólem *, creado por nuestras propias manos y que a la vez nos sirve y nos domina, nos alimenta y amenaza, con la brutalidad de la divinidad de los monoteismos, nos libera de todo poder mundano y nos oprime de manera exclusiva e ilimitada. Lo fundamental es que, como el Dios de Feuerbach, el Capital es un producto humano, que sólo vemos como ajeno por la necesaria ilusión fetichista que produce la combinación entre expropiación del trabajador (respecto de sus medios de producción) y relación social mercantil en la que las cosas parecen intercambiarse solas y llevar su propio comercio independientemente de los humanos que sólo son sus portadores. Como producto humano que es, como algo más que un producto humano, como nuestra propia potencia colectiva contemplada como algo ajeno debido a la distorsión óptica que produce la relación capital, el Capital es inseparable de nosotros y nosotros mismos somos inseparables de él. Todo cambio radical en -y de- la relación capital deberá producirse desde dentro de esa misma relación: la perspectiva imaginaria, fetichista, que nos relaciona con el Capital, sólo podrá superarse a partir del desarrollo desde dentro de esta relación -y contra ella: «dentro e contro» como afirma la tradición operaista- de una perspectiva de lo común que supere la atomización característica de la relación mercantil. En cierto modo, esto es algo que todos sabemos, hayamos o no leído a Marx. Por eso, nuestro deseo de liquidar la relación capital que hoy nos asfixia se manifiesta como deseo de «fin del mundo», de que caiga un meteorito o vengan los marcianos a liberarnos de una pesadilla que no podemos quitarnos de encima. Una vez asociados existencialmente al capital, este se presenta para nosotros como una sustancia infinita y eterna respecto de la cual los mundos son plurales y efímeros. Con el fin del mundo, no estamos, sin embargo, soñando realmente nuestra propia muerte. Freud afirmaba que soñar su propia muerte es imposible, pues todo sueño de la propia muerte incluye al sujeto como espectador de ella. El mundo se puede acabar, porque sabemos que la potencia secuestrada y movilizada en la relación capital, una vez autodeterminada, liberada como relación comunista, es capaz de crear muchos nuevos mundos y de rescatar la propia naturaleza, o el propio entorno natural de la vida humana hoy supuestamente amenazado. En lugar de dedicar tiempo a tonterías supuestamente inspiradas por unos códices y calendarios mayas de difícil e incierta lectura, más valdría recordar que, como recuerda Jared Diamond, los propios mayas liquidaron su civilización permitiendo que una aristocracia -o cleptocracia- de nobles y sacerdotes se mantuviera demasiado tiempo en el poder. Algo parecido les ocurrió a los habitantes de la Isla de Pascua. A veces, una revolución es el único medio de salvar un mundo y una civilización. Para nosotros, de todas formas, el fin del mundo ya ha llegado, pues con el capitalismo no existe propiamente mundo, sino subsunción real de toda forma de vida bajo el capital: producción masiva de externalidades negativas (contaminación, destrucción de especies etc.), sacrificios generalizados y sobre todo muchos sacrificios humanos. Tenemos que elegir entre refundar la civilización cambiando de régimen social y acabando con los grandes sacerdotes del capital o dejar que una casta que persigue intereses delirantes la liquide definitivamente poniendo incluso en peligro nuestra propia existencia como especie.
En cuanto a la naturaleza, que nadie se preocupe por ella: la humanidad no la destruirá, será ella la que destruirá a la humanidad, en cualquier caso, pues el propio concepto de naturaleza implica esa desproporción entre la potencia del infinito y la de lo finito, por enorme que este sea. «En la naturaleza no se da ninguna cosa singular sin que se dé otra más potente y más fuerte. Dada una cosa cualquiera, se da otra más potente por l que aquélla puede ser destruida» (Spinoza, Etica IV, axioma). Por grande que sea la potencia humana subsumida en el Capital, mayor será siempre la del resto de la naturaleza. De ahí la debilidad intrínseca del gigantesco Gólem hecho de nuestra propia sustancia: el Capital es una ilusión de omnipotencia, basada en una enorme potencia real. Sin embargo, mientras esa potencia real no se articule con el resto de la naturaleza y siga creyendo que el hombre es «un imperio dentro de otro imperio» según la bella expresión de la Cábala que recoge críticamente Spinoza, avanzaremos aceleradamente hacia el desastre. Si el capitalismo sigue vampirizando nuestra potencia, destruyendo nuestro entorno y nuestros propios comunes sociales, no tardará la naturaleza en ocuparse de esta realidad demasiado débil y exangüe.
* El Gólem es un ensueño de los cabalistas que Gershom Sholem describió con precisión. No se nos ocurre, sin embargo, relato más breve y elegante de la historia del Gólem que el poema de Jorge Luis Borges del mismo nombre:
Si (como afirma el griego en el Cratilo)
el nombre es arquetipo de la cosa
en las letras de ‘rosa’ está la rosa
y todo el Nilo en la palabra ‘Nilo’.
Y, hecho de consonantes y vocales,
habrá un terrible Nombre, que la esencia
cifre de Dios y que la Omnipotencia
guarde en letras y sílabas cabales.
Adán y las estrellas lo supieron
en el Jardín. La herrumbre del pecado
(dicen los cabalistas) lo ha borrado
y las generaciones lo perdieron.
Los artificios y el candor del hombre
no tienen fin. Sabemos que hubo un día
en que el pueblo de Dios buscaba el Nombre
en las vigilias de la judería.
No a la manera de otras que una vaga
sombra insinúan en la vaga historia,
aún está verde y viva la memoria
de Judá León, que era rabino en Praga.
Sediento de saber lo que Dios sabe,
Judá León se dio a permutaciones
de letras y a complejas variaciones
y al fin pronunció el Nombre que es la Clave,
la Puerta, el Eco, el Huésped y el Palacio,
sobre un muñeco que con torpes manos
labró, para enseñarle los arcanos
de las Letras, del Tiempo y del Espacio.
El simulacro alzó los soñolientos
párpados y vio formas y colores
que no entendió, perdidos en rumores
y ensayó temerosos movimientos.
Gradualmente se vio (como nosotros)
aprisionado en esta red sonora
de Antes, Después, Ayer, Mientras, Ahora,
Derecha, Izquierda, Yo, Tú, Aquellos, Otros.
(El cabalista que ofició de numen
a la vasta criatura apodó Golem;
estas verdades las refiere Scholem
en un docto lugar de su volumen.)
El rabí le explicaba el universo
«esto es mi pie; esto el tuyo, esto la soga.»
y logró, al cabo de años, que el perverso
barriera bien o mal la sinagoga.
Tal vez hubo un error en la grafía
o en la articulación del Sacro Nombre;
a pesar de tan alta hechicería,
no aprendió a hablar el aprendiz de hombre.
Sus ojos, menos de hombre que de perro
y harto menos de perro que de cosa,
seguían al rabí por la dudosa
penumbra de las piezas del encierro.
Algo anormal y tosco hubo en el Golem,
ya que a su paso el gato del rabino
se escondía. (Ese gato no está en Scholem
pero, a través del tiempo, lo adivino.)
Elevando a su Dios manos filiales,
las devociones de su Dios copiaba
o, estúpido y sonriente, se ahuecaba
en cóncavas zalemas orientales.
El rabí lo miraba con ternura
y con algún horror. ‘¿Cómo’ (se dijo)
‘pude engendrar este penoso hijo
y la inacción dejé, que es la cordura?’
‘¿Por qué di en agregar a la infinita
serie un símbolo más? ¿Por qué a la vana
madeja que en lo eterno se devana,
di otra causa, otro efecto y otra cuita?’
En la hora de angustia y de luz vaga,
en su Golem los ojos detenía.
¿Quién nos dirá las cosas que sentía
Dios, al mirar a su rabino en Praga?
Lee todo en: El golem – Poemas de Jorge Luis Borges http://www.poemas-del-alma.com/jorge-luis-borges-el-golem.htm#ixzz2Fls7r4WW
Blog del autor: http://iohannesmaurus.blogspot.be/2012/12/nosotros-los-nuevos-mayas.html
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