Alguien tendrá que explicar alguna vez por qué Muñoz Molina es académico. Claro que no sin haber explicado previamente qué significa culturalmente, en el siglo XXI, ser académico. Los conceptos de academia, académico, canon, bestseller, así como el de premio, al que en seguida me voy a referir, son conceptos que una persona honrada no […]
Alguien tendrá que explicar alguna vez por qué Muñoz Molina es académico. Claro que no sin haber explicado previamente qué significa culturalmente, en el siglo XXI, ser académico. Los conceptos de academia, académico, canon, bestseller, así como el de premio, al que en seguida me voy a referir, son conceptos que una persona honrada no admite en su vocabulario. No forman parte de los que rigen su vida culta ni, mucho menos, su vida oculta. Si en España hubiese crítica literaria y un Ministerio de Cultura, tendríamos que preguntar por qué una mala novela, mal escrita, peor compuesta -es decir, descompuesta- y hasta ridícula, como «El invierno en Lisboa», obtuvo el año 1988 el Premio de la Crítica y el Premio Nacional de Literatura.
Pero es que, por ende, Muñoz Molina, moralista entre los más conspicuos que predican desde los púlpitos de «El País», diario independiente de la mañana, aceptó los buenos euros que se repartieron en una de esas operaciones publicitarias que aquí se denominan «premios literarios». ¿Por qué se prestó al chanchullo el moralista? Más aún, ¿por qué abandonó una prometedora carrera en el Benemérita, para sembrar el terror entre lectores inocentes? Con tantísimos interrogantes sin responder, la vida del menor de los Molina se convierte en un enigma. De hecho, sabemos que la biografía que de él está escribiendo el lúcido molinista García Posada se titulará: «Muñoz Molina: un enigma histórico». Pero…
Pero… El enigma histórico Muñoz Molina, como si no hubiese sembrado ya bastante confusión en el solar patrio, decidió hace unos meses añadir un nuevo capítulo de tinieblas a la historia y pronunció una conferencia en la Real Academia de la Historia, que, aunque trataba, según «El País» del 9 de febrero, «del despertar de la novela en la transición», se titulaba, siempre según el rotativo matinal, «Veinticinco años de reinado de Juan Carlos I». Lo que sabemos de ella lo sabemos por el sagaz Juan J. Gómez, al servicio del independiente mañanero, que entrecomillaba -y su rigor está fuera de dudas- numerosas sentencias y decires del laureado inmortal. Es el material que voy a analizar, no sin antes decir que el título me parece una chorraday lo del resurgir o despertar o lo que dijera de la novela en la transición, una solemne gilipuertez, dicho sea sin ánimo de ofender.
En este país se pueden decir las mayores majaderías, y repetirlas ad nauseam, sin que la brigada ad hoc del Ministerio de Defensa intervenga para siquiera llamar al orden a los infractores. En otros artículos, he señalado muchas. Otra de ellas es ésa del resurgir de la novela en la transición, que siempre, para mayor escarnio de la cultura, se relaciona con las ventas. Los valores literarios no tienen importancia, al parecer, para los teóricos del resurgimento. Pero vayamos con los textos muñozmolinianos entrecomillados por Gómez.
El franquismo -lo sabe hasta un estudiante de matemáticas- fue un régimen ilegítimo, como producto de un golpe de estado, desde el principio hasta el fin. Su represión contra los vencidos fue brutal. Se empeñó contra la libre expresión del pensamiento y favoreció a los mediocres sumisos. Todo esto es verdad, y más cosas también son verdad. Pero que, revestido de la túnica del insoportable progre, alguien diga que el mes de «noviembre de 1975, el mes que murió el dictador» era un «tiempo turbio y sombrío lleno de incertidumbre y de miedo» es, además de mentira, una gilipollez. El pueblo español, conformista como pocos, lo pasaba muy bien. La incertidumbre y el valor -no el miedo- era para los disidentes.
Pero para lo que yo de verdad he tomado la pluma es para ocuparme de la solemne chorrada -solemne y memorable- del «sedicente» -lo dicen sólo los interesados y sus acólitos- resurgir de la novela en España por causa de la transición de la dictadura a la supuesta democracia. «Quizás la novela es un arte al que favorecen mucho los tiempos de transición». Si Muñoz fuera lo avispado que dicen en Miguel Yuste 40 y Felipe IV 4, el verse constreñido a empezar por un «quizá» le debería haber sonado a orden celestial de enmudecimiento inmediato. ¡No sigas! ¿Y si no, Muñoz? Y la verdad es que no. Quien que conozca la historia de la novela no habrá verificado en ninguna ocasión la relación «época de tránsito-favorecimiento de la novela».
La única verdadera incidencia de la transición política en la novela empezó, de hecho, antes de la muerte de Franco y no fue positiva. Comenzó con la famosa «apertura», que los tontos del lugar, muchísimos, tradujeron sólo por apertura de piernas y que dura todavía. Libertad, para los españoles, es -sin «quizá»- equivalente a levantar la veda a la chabacanería, el humor de sal gorda, la cultura basura, la falta de valores sólidos, la industrialización del arte, el dominio de las mafias, la trivialización de lo serio y los bingos. Entre la novela que se produce en España en el decenio 1962-1972, es decir, pleno franquismo -aunque no merced al franquismo, claro, sino a los escritores-, y la que se ha producido desde la transición, hay tanta diferencia a favor de la primera que quien no lo sepa ver es que no quiere verlo. De donde se deduce que señalar, «respetando la costumbre», según el enunciado científico de Muñoz, que una novela tan endeble formal y conceptualmente como La verdad sobre el caso Savolta, de Eduardo Mendoza, constituye el punto de partida del pretendido resurgimiento significa algo muy grave: significa el falseamiento de la historia, una dejación total de la probidad crítica, una ignorancia o -peor- silenciamiento de lo que no favorece los propios intereses y un producirse a favor de la mercantilización de la literatura. El resurgir de la novela en España -que los muñoz tan poco han aprovechado- comenzó en 1962, y yo estoy harto de demostrarlo.