Belén Gopegui, Un pistoletazo en medio de un concierto. Acerca de escribir de política en una novela . UCM-Editorial Complutense Madrid, 2008, 62 Como se señala en la presentación del volumen, en septiembre de 2006 se encargó al director del Departamento de Literatura de la Universidad de California, San Diego, y a la sección de […]
Belén Gopegui, Un pistoletazo en medio de un concierto. Acerca de escribir de política en una novela . UCM-Editorial Complutense Madrid, 2008, 62
Como se señala en la presentación del volumen, en septiembre de 2006 se encargó al director del Departamento de Literatura de la Universidad de California, San Diego, y a la sección de castellano de la misma Universidad, hacer una lista de candidatos entre escritores, cineastas y críticos a fin de seleccionar al representante español que iba a intervenir en la celebración de la serie de conferencias financiadas por el legado de James K. Binder. Como queda estipulado en la donación de este hombre de negocios, que estudió su doctorado con uno de los fundadores del departamento, Roy Harvey Pearce, los conferenciantes deben alterarse por orden riguroso entre ciudadanos de Francia, Alemania, Italia y España. Hasta el momento habían intervenido Tzvetan Todorov, Klaus Scherpe y Gianni Celati. La candidatura de Belén Gopegui fue aceptada de manera unánime. Las razones que esgrime uno de los responsables de la decisión, autor del prólogo del ensayo, apuntan que el comité quiso reconocer el singular modo en que Gopegui «aborda las complejas relaciones de la literatura con su tiempo, insólito en las letras españolas porque se aleja del voluntarismo al uso sin renunciar, por ello, a que la novela sea algo más que un objeto de consumo y entretenimiento», y porque la autora de El padre de Blancanieves parece hacerse de modo continuado una pregunta esencial en la narrativa contemporánea: qué significa escribir una novela hoy, desechando en su respuesta el costumbrismo, el bestseller y las variantes «de la novela realista que establecen una relación ingenua o malintencionadamente transparente con una realidad que a Gopegui le parece inverosímil». Los narradores de sus novelas buscan los «pliegues epistemológicos de la realidad, para cuestionar aquello que se acepta como lógico y natural, siendo las más de las veces irracional y, sobre todo, injusto» (p. 8). El comité, además, quiso poner de relieve no sólo la imaginación emancipadora del trabajo literario de Gopegui sino «el coraje y la exigencia intelectual de las posiciones que defiende».
Tomando pie en Coetzee, la autora de Lo real habló en su conferencia a través de Diego, «un militante político de alguno de los grupos de izquierda que hay en España». ¿Por qué? Porque » (…) desconfiaba un poco de mi misma, pensaba que si tomaba la palabra directamente podría acabar, casi sin darme cuenta, queriendo complacer a un Mr. Binder imaginario que se encontrase entre los dueños del discurso dominante» (p. 51). Así, pues, a través de la voz de Diego, «un joven revolucionario de nuestros días», Gopegui construye su conferencia a partir de un fragmento del capítulo 22 de la segunda parte de Rojo y negro de Stendhal -«La política […] es una piedra atada al cuello de la literatura y que la sumerge en menos de seis meses. Cuando sobreviene la política en medio de los asuntos de la imaginación, es como un pistoletazo en un concierto(…)»-, reflexión que se reproduce, casi en su literalidad, en el capitulo 23 de la segunda parte de La cartuja de Parma. De ahí, de una sesgada lectura por lo demás parcial del texto de Stendhal, y de otras causas complementarias, una consecuencia cultural no desdeñable que suele tomarse por «lógica y natural»: «Existen, por supuesto -señala Diego-Gopegui-, numerosos novelas que abordan la política. Sin embargo, casi todas lo hacen tras haber asumido esa prohibición. Disculpándose, incluyendo, como se dice a veces, la política en el subtexto y no en el texto, o bien incluyendo sólo cierta política». Analizar críticamente la naturalidad de esta situación, el trasfondo ideológico de esta poética, fue el objetivo de la conferencia y de los debates que la acompañaron.
Pero, bien mirado, resulta sorprendente la afirmación anterior. ¿Hay prohibición de la política en la literatura? No. Más bien, casi siempre, existe prohibición no enunciada con claridad de una política determinada, una prohibición que impide escribir acerca de individuos que pretendan instaurar un nuevo orden de cosas sin ser tachados de enfermos (mentales o no), ingenuos o totalitarios. Es eso, precisamente eso, lo que suena como un pistoletazo en un auditorio donde se está interpretando el concierto para clarinete de Mozart, el K 622. Gopegui expone, además, un argumento de interés, cuyo valor veritativo parece poco discutible, para explicar la generación de novelas políticas que desdeñen registros amplios y terminen por considerar novela política la que se ocupe sobre todo de la política: «Este problema pendular no se ha debido creo yo, a la torpeza de los novelistas políticos, sino a cómo están distribuidas las posiciones. Cuando más débil es una posición, menos capacidad tiene para elegir el campo de batalla: el campo se lo impone el canon dominante» (p. 23) [la cursiva es mía].
Gopegui-Diego no sólo teoriza sobre tendencias y perspectivas sino que realiza un ejercicio de crítica literaria (siempre difícil, frecuentemente oscuro, de difícil comprensión en ocasiones, retórico muchas veces, impreciso, muy dado a multitud de interpretaciones, lo contrario precisamente de lo que hace Belén Gopegui), un ejercicio magistral decía de crítica literaria -cultural, filosófica, ideológica, estaba a punto de escribir- a propósito de una novela de Philip Roth, Me casé con un comunista, publicada en primera edición en 1998. Su conclusión final es tan sensata como infrecuente: «Lo que quiero decir es que en esta novela, como en todas, pienso yo, pero en ésta con más motivo, el concierto no debería ser propiedad exclusiva de los dueños del discurso dominante. En esta novela al menos uno de los dueños del concierto soy yo, y lo que escucho es un relato inverosímil». (p. 27). Ni más ni menos.
La tesis de fondo: la novela del siglo XX, casi toda ella matizan Diego-Gopegui, es de una gran inverosimilitud. O, si lo profieren, dialécticamente, cara complementaria de la misma moneda trucada, de una gran verosimilitud a partir de las dos reglas indiscutidas del discurso dominante, de sus dos postulados ideológico-euclidianos: la obligada preponderancia de los personajes negativos, distintos claro está del antihéroe -«al antihéroe no le salen las cosas, pero todavía quiere, o querría en algún momento, que le salgan» (p. 35)- y, segunda norma-postulado, del prestigio del destino frente a la desprestigiada voluntad en la novelística reciente.
No se trata de que la novelística del siglo XX siempre haya generado novelas malas, sino que en cualquier caso han sido insuficientes. Con excepciones, desde luego, apunta matizadamente Diego-Gopegui. Juntacadáveres y El astillero de Juan Carlos Onetti son ejemplos de ello. ¿Por qué insuficientes? Por la prohibición de la política. Falta en ellas, casi siempre, la otra mitad: «(…) Claro que me importa, claro que me interesa que las novelas me hablen de la mitad de la mirada y del medio corazón y de copas que flotan en el aire. Lo que reclamo es la otra mitad» (p. 28). Ese esa mitad complementaria, normalmente olvidada, la que Gopegui y Diego reclaman con sensatez y radicalidad.
De la claridad y profundidad político-filosóficas de Belén Gopegui («…saben que mis posiciones políticas son claras o, mejor dicho, rojas») son muestras nítidas sus respuestas en el debate recogido en el libro que comentamos, así como su breve e interesante reflexión sobre el concepto de totalitarismo.
Por lo demás, la historia que cuenta en la penúltima de sus respuestas, la resistencia de Pamela Lyndon Travers (Helen Lyndon Goff en realidad) a que Mary Poppins cayera en las manos y miradas abductoras de Disney, merece ser incorporada a la historia universal de la dignidad y el coraje, aunque, con esperancismo no sólo teórico sino práctico, activista, apunta Gopegui «la novela construye, en efecto, espacios de resistencia. Pero no siempre la resistencia es un lugar deseable ni útil. Resiste el organismo, aplaza o soporta la fatiga y un día ya no resiste más y muere. Quizá ya no nos quede mucho tiempo. Por eso, además de seguir resistiendo, tratamos a veces de exigir que la presión disminuya» (p. 57).
Luis Martín-Cabrera afirma en su presentación que Gopegui escribe para que nos sintamos más acompañados en la lucha, menos solos, que la poética de su narrativa da cuenta de «una lucha de clases que no termina todavía y recuerda que la cultura es más un campo de batalla que un jardín francés». Suena, lo admito, a marxismo clásico, a Lukács, a Althusser, a Thompson, a Sacristán incluso, pero, además, suena a verdadero, porque, como Gopegui señala, cada día deberán escribirse más novelas que rompan «no sólo el hielo del alma, sino también las vitrinas del lugar donde todo se vende, novelas del otro lado, de allí donde se admite que las reglas podrían ser distintas: novelas que no ocurran en la urna de cristal de los sentimientos protegidos, los valores aceptados, la sumisión sin resto de melancolía» (p. 59). Esas novelas, escritas para las individualidades colectivas y para las colectividades individuales, no forman parte de la historia de la literatura. Están fuera.
Por ahora.