La reciente hospitalización del Papa Juan Pablo II hizo temer a algunos el deceso inminente del regente del Vaticano. Mucho se preguntaron por el rumbo futuro de la iglesia católica ante esa eventualidad que, dada la edad y los achaques de Karol Wojtyla, no debe demorar. La iglesia católica está necesitada de un abandono de […]
La reciente hospitalización del Papa Juan Pablo II hizo temer a algunos el deceso inminente del regente del Vaticano. Mucho se preguntaron por el rumbo futuro de la iglesia católica ante esa eventualidad que, dada la edad y los achaques de Karol Wojtyla, no debe demorar.
La iglesia católica está necesitada de un abandono de las oscuridades medievales que aun la ensombrecen y avanzar aun más hacia la modernidad, hacia el camino de progreso iniciado por Juan XXIII. El «aggiornamiento»es más necesario que nunca antes. La cruzada anticomunista ya no tiene razón de ser tras la disolución de la Unión Soviética, la desaparición del campo socialista y el cese de la Guerra Fría.
A partir del concilio Vaticano II la iglesia ha visto más transformaciones en su seno que en los diecinueve siglos de su existencia anterior. Una nueva práctica surgió, más humana, menos dogmática, descartando anatemas y dogmas. El catolicismo abandonó su pretensión de ser la única iglesia verdadera, ya no se refirió más, como pagano, al cristianismo oriental. Se suprimieron de la liturgia fórmulas ofensivas al pueblo judío y el Papa se acercó a las jerarquías anglicana, protestante, ortodoxa e islámica.
La Conferencia del Episcopado efectuada en Colombia en 1968 pareció abrir un nuevo camino. Muchos estimaron que América latina no estaba dividida, en aquel instante histórico, entre marxistas y cristianos, sino entre revolucionarios y aliados de la opresión. Se llegaron a conclusiones muy positivas en torno a la necesidad de una apertura positiva del catolicismo ante la nueva cultura creada por la globalización de las comunicaciones.
Wojtyla ha transcurrido por un período tormentoso de la historia en su papado. Los tiempos de Reagan y Thatcher, de la revolución conservadora, la frustración castradora de Gorbachov, el derrumbe del muro de Berlín y la globalización neoliberal. Ya no estamos en la Edad media y la fe no puede movilizar legiones de caballeros armados pero una cuarta parte de la población mundial es cristiana y de ella, la mitad es católica. Los nuevos tiempos exigen nuevas actitudes.
Pío XII fue acusado de profesar simpatías pronazis. Sus años como Nuncio en Munich y su germanofilia desenfrenada le propiciaron el entendimiento. Pero Juan XXIII fue el Papa más revolucionario de los tiempos modernos. Comprendió la necesidad de una reforma urgente de la iglesia y su audacia innovadora, pese a la resistencia de la Curia Romana, no conoció límites. Muchos cardenales demoraron los preparativos del concilio que Roncalli convocara, con la esperanza de que su fallecimiento interrumpiría la celebración. En el otoño de 1962, Juan XXIII presidió la primera parte de las sesiones donde la Iglesia comenzó a abandonar posiciones tradicionalistas y a entenderse mejor con los principios de la democracia moderna y la justicia social.
Durante el Concilio Vaticano, que comenzara en 1968, emergió un poderoso impulso modernizador, de una parte, y una reacción opuesta condujo a la defensa de los valores tradicionales. Entre los avances alcanzados en aquel período se cuentan la simplificación de la liturgia, el aligeramiento del ceremonial, se buscó un mayor contacto con las masas creyentes, con los gustos y modas de la contemporaneidad.
Viejos problemas y nuevos intentos de solución condujeron a conflictos de conciencia como los relacionados con la contracepción, la unión libre, el aborto, la permisividad hacia el homosexualismo, la procreación por medios artificiales, el celibato opcional de los clérigos, el acceso de la mujer al sacerdocio, la duración del obispado; problemas morales y teológicos planteados por el tiempo presente sin respuestas acordes a las exigencias actuales.
El advenimiento de Karol Wojtyla al trono de San Pedro trajo una parálisis en el proceso renovador. Se detuvieron las respuestas que se incubaban, más proclives al humanismo contemporáneo. Regresaron las teorías dogmáticas. Wojtyla ha reforzado el autoritarismo, la imposición de sanciones a los discrepantes; silenció a los teóricos de la Teología de la Liberación, como Leonardo Boff; separó de su diócesis a Jacques Gaillot, obispo de Evreux, por su liberalismo, entre otras muchas medidas autocráticas.
Wojtyla está terminando sus días, la respuesta estará en su sucesor. ¿Será un reformista como Juan XXIII o un tradicionalista como Juan Pablo II? El Siglo XXI aguarda muchas respuestas del catolicismo que debe ajustarse a los tiempos que corren o sufrir el riesgo de una separación creciente de la sociedad del futuro.