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Repensar la política antes de refundar la izquierda

O: «Qué hacer» antes de cómo hacerlo

Fuentes: Nº 158 de Tempos Novos

La quiebra de la izquierda en España, como consecuencia del abandono de la movilización social y de su absorción en las instituciones ha dado lugar a que, un poco por todas partes, una y otra vez, surjan propuestas y proyectos de creación de nuevas organizaciones que sean instrumentos útiles para salir del marasmo. Estas intenciones […]

La quiebra de la izquierda en España, como consecuencia del abandono de la movilización social y de su absorción en las instituciones ha dado lugar a que, un poco por todas partes, una y otra vez, surjan propuestas y proyectos de creación de nuevas organizaciones que sean instrumentos útiles para salir del marasmo.

Estas intenciones no tienen en sí mismas nada de objetable.

Una vez conocemos las formulaciones concretas de los diferentes esbozos de proyecto alternativo, sin embargo, encontramos siempre las mismas o parecidas ideas de base que, una y otra vez, fracasan, desde que hace ya decenios comenzasen a inspirar los intentos de renovación política. Esta inquietante recurrencia se debe a que tienen su origen en una y la misma cultura política.

Todos estos proyectos comienzan por la «cuestión organizativa». Todos ellos parten del análisis, o simplemente recogen la experiencia habida, de la facilidad con la que los dirigentes de las fuerzas políticas de la izquierda se han profesionalizado y han aceptado la lógica del poder institucional, la racionalidad impuesta por los presupuestos hacendísticos, los aparatos funcionariales, y las demandas «del mercado» o de la «economía» etc. Y a partir de esta experiencia, los diversos proyectos de regeneración tratan de concretar propuestas organizativas cuyo objeto es el control de los cargos, tanto de los internos a la fuerza política como de los institucionales. Una síntesis de estas medidas, que son en sí completamente racionales y sensatas, recogería probablemente, entre otras: la rendición de cuentas regular de los cargos ante las asambleas partidarias, la rotatividad de cargos, el mandato único, la posibilidad de remoción del cargo en el momento en que la base partidaria o la ciudadanía le pierda la confianza, sin necesidad de tener que probarle nada en contra -no tiene por qué ser algo solo posible en caso de comportamientos ilegales, tales como la corrupción, sino algo realizable en cuanto los fideicomisarios pierden el crédito habido ante sus comitentes-, etc, etc. Estas ideas que tratan de reforzar los mecanismos de democracia y soberanía partidaria y ciudadana, podrían ser, también, completados por algunos otros más, propios de la tradición histórica de la democracia. Por ejemplo: el sorteo de los cargos. Esta forma de elección pertenece en exclusiva a la tradición de la democracia y constituye un desideratum y una aspiración perenne, para escándalo y gallináceo encocoro de los aristocratizantes defensores de la teoría de elites de todos los tiempos -por ejemplo, el liberalismo-. En una institución verdaderamente democrática ningún miembro dotado de regular intelecto puede estar en condiciones de no saber desempeñar de la forma correcta las directrices políticas elaboradas por el colectivo. De no ser eso así, se produce lo que se denomina falta de transparencia política, que consiste en el secuestro de los conocimientos que son condición indispensable para la práctica de la actividad política misma -incluidos los que constituyen el, «know how» – y esto es, por sí mismo, revelador de una flagrante inexistencia de democracia. ¿Por qué razón el dirigente de turno ha de tener más capacidad que cualquiera de nosotros, la chusma plebeya, de extraer conclusiones para la política de los informes y los análisis elaborados por técnicos economistas y abogados? La política democrática no solamente es «coram populo», es praxis protagonizada por la plebe.

En resumen, y con independencia de que estas medidas se diseñan una y otra vez para luego no ser aplicadas, o ser violadas por los profesionales de la política, todas ellas son, sencillamente, imprescindibles. Su incumplimiento nada dice en contra de su necesidad. Nadie puede pretender salir al paso de todas estas nuevas propuestas democráticas en nombre de la «eficiencia», etc. Donde se incumplan o no se den, no existe ya la democracia.

Pero estos «contrapesos y contra balances» no deben hacernos olvidar que, hasta aquí, no hemos sometido a reflexión qué es lo que entendemos como el objeto de la actividad política. La actividad política considerada por esos modelos institucionales democráticos se limita al conjunto de actividades que se generan desde las instituciones políticas del estado -municipios, autonomías, administración central…-. y a los eventuales congresos de estructuras profesionalizadas de hacer político como pueden ser los sindicatos, verdaderos organismos paraestatatales financiados por fondos del estado.

Una vez la política queda así reducida y naturalizada…el miembro del partido que ha conseguido hacerse con el desempeño de la ejecución de tareas en esos ámbitos pronto se percata de que «en realidad, sólo se hace lo que él hace», de que no existe otra actividad que la que él ejecuta. Como él está a los compromisos internos que se fraguan en el seno de las instituciones del estado, que en ausencia de movilización organizada, son los únicos procedimientos de sacar algo, la conclusión del profesional es siempre la misma: eso es lo que hay; y más coloquialmente, y entre los amigos: «no hay más cera que la que arde» y «todo el pescao está vendido», etc. El cargo electo en las instituciones, el profesional político, interpreta los tejemanejes en los que participa como saber político sustantivo sólo para iniciados -arcana imperii-. Y las posibles fiscalizaciones de su actividad por parte de las bases, como un estorbo. Utiliza su posición preeminente para asegurarse ser «imprescindible», y se perpetúa, e incluso lo hace autojustificándose con buenas razones.

El lector mismo añadirá a esta explicación sobre las causas de esta reproducción de la profesionalización y secuestro de la política, otros elementos igualmente reales. Por ejemplo, la resistencia a abandonar el ascenso de posición social que significa el desempeño de estos cargos para los políticos profesionales procedentes de las clases populares, y, también, en casos, el enriquecimiento mediante la corrupción, etc. Pero yo deseo poner de relieve aquella causa principal que es, además, otra de las consecuencias de la reducción de la política a la actividad institucional.

En el caso poco probable de que un dirigente del tipo «tribuno de la plebe» -del tipo Anguita o Beiras- se enfrente al colectivo de profesionales de la política, el aparato de dirigentes profesionales, convertido en conjunción astral, lo fulmina y se desembaraza de él, a pesar de su verbo feliz y de su hermoso busto romano.

Política Municipal, autonómica, estatal, parlamentos varios…instituciones políticas del estado. Pero ¿y «el mundo»?¿Tenemos algo que decirle al mundo? ¿Qué podemos decir y proponer al activista de base, o al ciudadano, que no desea ser profesional político, ni cargo electo en las instituciones del estado -que no quiere no significa que no se le deba obligar, llegado el momento; precisamente él es, seguro, y precisamente por no quererlo, el mejor, el más de confianza-, sino que desea poder llevar propuestas de organización y acción a los vecinos de su escalera, o a los de su barrio y comunidad, o a los hipotecados como él, o a las trabajadores de su lugar de trabajo, o a los de su asociación cívica, ya sea vecinal, deportiva, o recreativa; al que quiere crear nuevas instancias de organización molecular directa de personas para que puedan deliberar y desempeñar , ellas mismas, la actividad que sea -desde la protesta y reivindicación a las más positivas-?

En el modelo político considerado por las propuestas democratizadoras habituales, el mundo, la vida cotidiana, el acaecer diario del hacer de las gentes está, simplemente fuera de consideración.

Esta falta de capacidad para ver la vida humana, en toda su densidad, de dejarla pasar, y luego, ver las cosas como en imagen invertida, e interpretar que es la gente la que «pasa de la política», es consecuencia de una cultura política común, compartida, sumamente arraigada, que impide ver y hacer otras cosas. Y esta cultura política que expulsa de la consideración política la vida cotidiana de la gente, opera así porque carece de la capacidad de percibir el mundo existente, precisamente, en términos de cultura, de orden cultural en el sentido antropológico de la palabra: la cultura como usos y costumbres que ordenan la acción y producen y reproducen la vida cotidiana; la cultura entendida como el conjunto de saberes y habilidades técnicas y tecnológicas

valores, expectativas y aspiraciones, finalidades y objetivos que orientan nuestra praxis individual en su totalidad y posibilitan que produzcamos y reproduzcamos nuestra vida. Cultura, ella misma existente y producida debido a la férrea, aplicada, constante voluntad práxica de los individuos que formamos la sociedad

Porque la cultura, así entendida como el conjunto de saberes que nos permiten actuar cotidianamente en todos los ámbitos de actividad en los que participamos, desde el trabajo hasta el consumo, desde el estudio al esparcimiento, desde la actividad en solitario a la que exige participación colectiva inmediata, existe y se perpetúa como consecuencia del esfuerzo y del empeño constantes que ponemos en ello todos y cada uno de los sujetos, y debido a que nos empleamos a fondo asumiéndola con convicción. La cultura entendida como el Espíritu Objetivo, o la totalidad de saberes civilizatorios, heredados y acrecidos, sólo existe por el compromiso profundo en su reproducción y actuación por parte de todos y cada unos de los Espíritus Subjetivos individuales, que son la consciencia intelectual y actualizadora, práxica de aquel. Este es un matiz de no poca importancia. Porque, según eso, hasta la perpetuación y reproducción de la cultura existente es algo sólo realizable por la consciente aplicación a ello de los sujetos, y sin esta voluntad, la cultura decaería.

De hecho esta miopía cultural de la izquierda que nos hizo aceptar todo cambio cultural como positivo o, si más no, como indiferente, nos sometió a la mayor derrota de la historia desde la Revolución francesa, a saber, no el hundimiento de la URSS, sino la provocada por la incomprensión de que tras la segunda guerra mundial un nuevo capitalismo de bienes de consumo para la vida cotidiana de las personas necesitaba ahormar una nueva cultura de vida, de usos, de costumbres, adecuada a sus nuevas capacidades productivas. Que los valores del individualismo capitalista penetraban la vida cotidiana de la gente. Esa nueva cultura fue celebrada como «el progreso» por la izquierda.

Esa nueva cultura inducida por el capitalismo, sin resistencia alguna por parte de la desprevenida izquierda, es la base material, esto es, la condición indispensable, que posibilita la producción y reproducción de la economía capitalista, la cual no es sino la sobrestructura de aquella base material. También es, en consecuencia, el Talón de Aquiles del capitalismo. El desapego de los sujetos respecto de esa cultura cotidiana de vida y su compromiso con otras formas de vida determinaría que el capitalismo, hoy aparentemente tan sólido, se desvaneciera en el aire. Sin esas actuales formas de vida, y sin esas expectativas que nos empujan, en nuestro fuero interno, al vivir que llevamos, sin el compromiso individual tan firme en la activa, protagonista, auto actuación de unas formas de vida, imprescindibles para la producción y reproducción el capitalismo, éste es inviable. Porque el capitalismo, sus saberes técnicos, sus saberes organizacionales, sus actividades, sus principios, sus ideales de vida, etc, es una cultura: es esa cultura.

En la tradición política de la izquierda hubo mentes agudísimas, escasas y desatendidas, que habían preconizado el desarrollo de prácticas políticas inspiradas en estas ideas. Políticas cuyo objetivo es el cambio de la cultura existente y el desarrollo de una cultura popular autodeterminada. Esto es, la creación de verdadera política, que sustituya a esas otras tecnologías de intervención ingenieril sobre la sociedad desde las instituciones y aparatos del estado. Antonio Gramsci, que proponía una estrategia de lucha en el nivel micro de la sociedad civil con objeto de imponer la «Reforma moral e intelectual» de la misma. «Moral», es decir, mores, costumbres de vida, usos y prácticas de la vida cotidiana. Unas costumbres, un ethos, que determinaran el verdadero vivir libre. Esta finalidad exige la lucha directa en la sociedad civil, por la hegemonía de los propios principios y valores axiológicos, sin lo cual no es posible generar una nueva cultura. La cultura nueva será, solo puede ser, el resultado de los miles y miles de pequeñas microacciones deliberadas y ejecutadas por la praxis de millones de seres humanos. El sujeto social del futuro se construye, y esto se logra creando una nueva cultura

Hay que recordar aquí a Arthur Rosenberg que recuperaba también estas ideas que están en la entraña del pensamiento político clásico. Rosenberg nos recuerda que la democracia, desde Aristóteles, es el nombre de un ethos, no de un procedimiento electoral. Además Rosenberg nos explica que la democracia es el nombre de un movimiento de masas, que es el que genera esa cultura, y en donde reside la misma. Movimiento que lucha por constituirse en poder político soberano. La democracia entendida como sólo un procedimiento electivo nada tiene que ver con la tradición de la democracia. El procedimentalismo democrático es una reducción de la democracia producida por el liberalismo.

Es imperativo recordar al viejo Georg Lukacs y a Pier Paolo Pasolini, quienes se percatan de que el capitalismo de producción de bienes de consumo para la vida cotidiana exige la manipulación y aniquilación de las culturas autónomas populares existentes y su sustitución por otras cuyo desideratum sea el consumo. Y que esto implica la destrucción de la base cultural en la que se generaba la izquierda. Y al historiador Edward P. Thompson quien comprende que la clase obrera es una construcción cultural fruto de la organización para la lucha y para el ejercicio de la vida en común, que integra en su seno, en coherencia con esto, un proyecto político inspirado en la democracia jacobina. Entre nosotros, cabe recordar que fue Manuel Sacristán quien introdujo e intentó hacer, sin éxito, la mediación política de estas ideas. Y creo que se puede cerrar aquí la nómina sin hacer afrenta por olvido a nadie más.

En el encabezado de este artículo yo proponía que, antes de ponernos reflexionar sobre los procedimientos organizativos nuevos, era aconsejable que pensáramos sobre lo que debía ser considerado el objetivo primordial, fundamental de la actividad política: «qué hacer». El objeto de la actividad política es, según esta reflexión apuntada aquí, la actividad cultural, la praxis creadora de una nueva cultura democrática de vida. Este es el objetivo político primordial, verdaderamente democrático además, porque es irrealizable sin que se concierna en él la mayoría de las individualidades de la plebe, que son consideradas por otras formas de entender la política como un agente político despreciable. En consecuencia, cuando se hagan propuestas organizativas habrá que tener presente la necesidad de sacar al mundo la política y de invitar a protagonizar la práctica política y la creatividad cultural a cuantos más personas, mejor … Pero, una vez aquí, creo que llega a su fin el propósito que tenía este artículo.

 

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