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Objeto y sujeto de nostalgia imperial

Fuentes: Rebelión

Continuemos ahora con el objeto y el sujeto de esta reflexión nuestra sobre la nostalgia imperial (ver «Las paradojas de la nostalgia (imperial)»). En algún momento de su vida como colaboracionista del invasor, durante la ocupación de Francia por los nazis, el gran escritor Louis-Ferdinand Céline (1894-1961)i, sostuvo que el nacionalsocialismo había hecho grandes cosas, […]

Continuemos ahora con el objeto y el sujeto de esta reflexión nuestra sobre la nostalgia imperial (ver «Las paradojas de la nostalgia (imperial)»). En algún momento de su vida como colaboracionista del invasor, durante la ocupación de Francia por los nazis, el gran escritor Louis-Ferdinand Céline (1894-1961)i, sostuvo que el nacionalsocialismo había hecho grandes cosas, para proteger los valores más entrañables de la burguesía europea, empezando por su concienzuda labor destructiva de la mayor parte de los proyectos revolucionarios que se habían gestado a finales del siglo XIX. ¡Y todo había quedado en nada! La malhadada ingratitud de esta burguesía era proverbial, pues no había levantado ni un dedo para aceptar y proteger el presente que ahora tenía ante sus narices, sobre todo después de haber sacado de su horizonte económico y político a la comunidad judía, aniquilándola.

Según Céline la destrucción de la burguesía imperial europea había hecho avanzar considerablemente, el proceso hacia la madurez de todo lo concerniente a una nueva cultura, en la que la predominancia del más fuerte, del mejor adaptado, había hecho su ingreso para no arrepentirse. Este legado del nazismo sería llevado, hasta sus últimas consecuencias, por la burguesía imperialista en diferentes partes del mundo. Para muchos que pensaban, y piensan como Céline, el nazismo vino a resolver el grave problema que ofrecía una burguesía imperial, nostálgica, e incapaz de afrontar con vigor los retos presentados por la ola revolucionaria de inspiración judía que recorría Europa (Marx era judío, no lo olvidemos). Las distintas formas de vivir la nostalgia, hacían que el objeto detonante de la misma, se volviera ubicuo, y de que tal ubicuidad fuera vivida por los sujetos que la experimentaban (la nostalgia), como una forma de escapismo, de afán traslaticio hacia mundos inaprensibles, evasivos y delirantes.

Así, la cultura de entreguerras, los fabulosos años veintes, encontró a la burguesía imperial, tratando de darle forma, afanosamente, en los bares, los parques, las plazas, los burdeles y los palacios, a un objeto nostálgico que había perdido sus contornos con la Primera Guerra Mundial, y que, ahora, solo el arte, la literatura, la música, podían reelaborar. La caída del imperio ruso, tumbado por los bolcheviques con ayuda de los alemanes, qué duda cabe, seguido por la caída del imperio austro-húngaro, y el progresivo desmantelamiento del imperio británico, no era concebida por la mayoría de las personas, en ese momento, como un simple derrumbamiento institucional, militar o político. Las autocracias que sostenían a los dos primeros imperios, sobre todo, habían hecho crecer sus intereses imperiales no necesariamente a partir de una expansión geográfica, sino en esencia, desde un entramado étnico, religioso, económico y social muy difícil de desentrañar.

La estrategia victoriana de crear alianzas políticas sustentadas en vínculos familiares, apoyados en ritos geoestratégicos que dejaban al resto de los europeos boquiabiertos, respecto a las reales y efectivas posibilidades de la monarquía británica, en términos globales, saltó en pedazos frente a la brutalidad de los nazis. La Primera Guerra Mundial sepulta, entre otras cosas, todas esas alianzas que los británicos habían diseñado con Victoria, pero deja intactas las estructuras de valores, costumbres, convicciones y proyectos de un imperio en decadencia que es, finalmente, arrasado con la Segunda Guerra Mundial. La nostalgia imperial en Gran Bretaña está constituida por el rito del retorno a estas estructuras, que ahora se encuentran inutilizadas, tras la cortina de hierro ideológica creada por los Estados Unidos, frente a la Unión Soviética, después de la última guerra referida.

Valorado desde los cambios experimentados en la vida cotidiana, el objeto de nostalgia en Gran Bretaña, entonces, no puede ser reducido a la pérdida de un desdibujado imperio, en franco retroceso, sino desde el punto de vista del deterioro de las estructuras valóricas mencionadas. Reestructurada la geografía imperial, deshechas las antiguas plataformas militares, y revisada a fondo la estructura económica y social de los viejos imperios europeos, el objeto de nostalgia para la burguesía imperial es precisamente un cuerpo de valores espirituales, éticos, humanísticos y de civilización que se minó con las dos guerras mundiales, sin llegar a desparecer por completo.

Los grandes maestros de las artes y de la cultura centro-europea tenían claro el recuento de las pérdidas, pero ignoraban, y esto era lo más terrible, cómo resarcirse de ellas, cómo iniciar un nuevo proceso de ensanchamiento cultural que les permitiera tender puentes hacia la modernidad sin perder lo que se había construido en el pasado, con tanto esfuerzo y sacrificio. De acuerdo con Hermann Broch, la reconstrucción de la memoria era lo más doloroso, en estas circunstanciasii.

Debido a ello, el objeto de nostalgia, es decir la estructura de valores, el universo cultural, la atmósfera imperial levantada a lo largo de tres siglos, sobre componentes étnicos, económicos, sociales, políticos y éticos de dura raíz capitalista, experimentó un extrañamiento inasible para una intelectualidad que se desbandaba hacia direcciones diversas, toda vez que la tiranía con sus expresiones específicas en Rusia y Alemania, dieron la alarma de que estaban dispuestas a arrasar con lo construido, sin contemplaciones a la hora de precisar los instrumentos y los resultados. La cultura y la vida cotidiana conocidas fueron demolidas hasta sus cimientos, dejando a intelectuales, artistas y ciudadanos de a pie, en el total desamparo, sin otros puntos de referencia más que aquellos ofrecidos por la emigración, el refugio político o el exilio interior, esto es, el silencio cómplice, un mutismo desacostumbrado que sería llenado con los gritos, las marchas y las consignas de los nazis y de los fascistas. O eventualmente con el suicidio.

La burguesía imperial, aquella que le diera sentido al objeto de nostalgia referido en la época de Victoria, de los Habsburgo y de los Romanov, sería acusada de no haberse hecho nunca responsable de la fallida empresa ideológica emprendida por sus intelectuales y políticos liberales, del abanico de fracasos que trajeron consigo al terror nazi y al terror estalinista. Esta burguesía se vio arrinconada, diezmada y finalmente aniquilada. Pero otro sector de la burguesía, integrado por empresarios, industriales, comerciantes, intelectuales y científicos, muchos de ellos de clara procedencia judía, constituía, en el fondo, un frente imperialista, cuyo liderazgo lo componían la aristocracia industrial de los Krupp, la I.G. Farben, los Ford y muchos otros que se sirvieron de los nazis, para descalabrar la tolerancia revolucionaria de la primera (la burguesía imperial), que amenazaba con traerse abajo lo que realmente importaba a la segunda (la burguesía imperialista), es decir al sistema económico.

El gulag soviético y el lager alemán, a pesar de sus sustanciales diferencias operativas, institucionales y políticas, fueron la respuesta a esta ola revolucionaria que desestabilizó a Europa con los últimos combates de la Primera Guerra Mundial. Si la revolución alemana hubiera triunfado, es un hecho, el fascismo y el estalinismo hubieran sido contenidos, y la humanidad se hubiera ahorrado cien millones de muertos. Pero los dueños del sistema económico, en alianza con los tiranos de Rusia, no estaban dispuestos a realizar este tipo de concesiones a la historia, cuando ésta amenazaba con venírseles encima.

El sujeto nostálgico, el poeta, el pensador, el burgués liberal, tolerante y, con frecuencia, resignado, como lo definía Sigmund Freud (1856-1939), tuvo que desmontar su tolerancia para poder sobrevivir, y de pronto se halló con que, sus antiguos aliados de clase, se habían vuelto despóticos, fanáticos, saboteadores, aterrorizados por el supuesto crecimiento de la ola revolucionaria que recorría a toda Europa desde 1917. La burguesía imperialista no estaba dispuesta, en ningún momento, a sacrificar su gestión del sistema económico, por la deletérea supervivencia de una burguesía díscola, liberal, acomodada y tolerante, que veía con resignación, casi con simpatía, las rebeldías, y apuros revolucionarios, de grandes contingentes de trabajadores dispuestos a tomar el poder para cambiar el mundo conocido. El apoyo a los nazis en Alemania y el endurecimiento de la represión contra la generación que hiciera la revolución bolchevique en Rusia, no eran fortuitos, como lo demostraría luego la participación de ambas potencias ideológicas en la guerra civil española en 1936. Había llegado el momento en que la nostalgia imperial era rebasada por la nostalgia imperialista, en aquellos aspectos más conspicuos de la gestión del sistema económico, es decir, la esclavitud de la fuerza de trabajo (literalmente hablando), la más fanática y brutal intolerancia política y el aniquilamiento físico de quienes pensaran y actuaran distinto.

Para estas situaciones, el liberalismo radical clásico no tenía otra respuesta que su perplejidad. La historia le había dado parcialmente la razón respecto al nefasto papel jugado por el Estado, y la socialdemocracia emergente, no encontró coartadas para escamotear las acusaciones de frivolidad ante los porrazos lanzados por la maquinaria nazi. Lo que debía entenderse por capitalismo regulado, una de las largamente acariciadas ensoñaciones de los socialdemócratas, había rodado por las calles de Berlín y Munich, cuando los nazis le hicieron ver al mundo la efectiva maquinaria de terror que podría llegar a ser el estado burgués. En Rusia, por el contrario, tal ensoñación había sido sepultada hacía rato y se había llegado a convertir en una reliquia, ante la evidencia aplastante de que la burocracia soviética, no era más que una mala caricatura del capitalismo de estado.

La nostalgia imperial de la clase media centro-europea, inglesa y rusa debió reconocer en el mandato de la historia, el diagnóstico inapelable de que los instrumentos del totalitarismo se habían apoderado de la vida cotidiana de las personas, y de que éstas, los sujetos nostálgicos, conocidos ahora como los inadaptados, los conversos, los comunistas, los judíos, los gitanos, los homosexuales, y todos los demás que no encajaran en los esquemas autoritarios debían ser eliminados, porque así lo demandaba la gestión económica del sistema. Si dentro de unos veinte años, cerca de 2500 millones de personas en el mundo estarán viviendo en chabolas, covachas o tugurios (con toda su aterradora secuela de limitaciones), deberíamos preguntarnos cuál será la respuesta del sistema económico nuevamente, para que su gestión no se vea entorpecida por esa masa de inadaptados, porque aquel entiende la pobreza, el hambre y el desempleo, como una forma de inadaptación. Este será el momento en que la nostalgia imperialista haga de nuevo su aparición.

Si en realidad el juicio de Nuremberg fue solo un juicio contra los verdugos, y no contra los verdaderos responsables, gestores y creadores de la infausta máquina de asesinar en que llegó a convertirse el régimen nazi, aún está pendiente la tarea de llevar al banquillo de los acusados a quienes se inventan guerras y asesinan niños, mujeres y ancianos con total impunidad, sirviéndose de los métodos, los recursos y las excusas imaginadas por los nazis en su momento. Es decir, quien hoy crea que la dictadura nazi fue un simple soplo del infierno y ya se ha olvidado por completo, podría estar equivocado de manera escandalosa. La nostalgia imperialista sueña sin agotarse con recuperar aquellas posibilidades, con diseñar nuevos escenarios donde la máquina de asesinar pueda ponerse en funcionamiento otra vez sin limitaciones de ninguna especie.

Son dignos de ensoñación la impunidad, la violencia, el crimen organizado, la inexistencia de entramados policiales, la destrucción irreversible del planeta, las guerras y las incursiones militares ahí donde la gestión del sistema económico se encuentre en entredicho. Para ello no se escatima ninguno de los recursos que llevó a extremos demenciales el régimen nazi. Las dictaduras militares latinoamericanas de los años setenta del siglo veinte, aprendieron maravillosamente la lección. Pero es en los centros de poder, a escala internacional, donde la industrialización de la muerte imaginada por los nazis ha logrado niveles de paroxismo. Son, hoy día, sus sutilezas emocionales, morales, psicológicas y productivas las que recuerdan los abultados excesos llevados a cabo por la dictadura de Hitler.

En el lager alemán y en el gulag ruso se llegó a convivir con la muerte de tal forma, que los mismos condenados se ayudaban entre sí para que la sentencia se cumpliera de la forma más rápida posible, según nos recuerda Vasili Grossman en una de sus novelasiii. La resignación ante la muerte, en estas circunstancias, provoca una especie de solidaridad entre los muertos-vivientes que hacen fila hacia la ducha de Ciklon-B, pero también evoca una aterradora indiferencia, una escalofriante indulgencia ante el hecho inevitable de lo que no se puede cambiar. Como el sistema económico produce bajas, éstas deben ser asumidas como inevitables. Este es el costo de su buen funcionamiento. La eficiencia del lager y del gulag, de esta manera, atrae nuevas formas en el ámbito social, que llega a ver el genocidio como un procedimiento de ajuste, entre muchos otrosiv. Se trata de daños colaterales que deberíamos asumir con resignación y parsimonia.

La nostalgia imperialista que la globalización y el neoliberalismo han logrado articular de manera magistral, expresada en una ensoñación del planeta como si se tratara de un extenso campo de golf, donde todo es posible, adquirió proporciones ilimitadas una vez que el mal llamado bloque socialista desapareció del escenario. Para los gestores del sistema económico burgués, esta transmutación del planeta en su predio de caza privado y exclusivo, tiene profundas raíces totalitarias a pesar de que las transnacionales se hayan desentendido de los raquíticos márgenes erigidos por los estados nacionales. Los nazis ya habían imaginado ese fantástico campo de entretenimiento que, hoy, la nueva gestión del sistema económico ha hecho realidad.

El ogro filantrópico, como lo había llamado alguna vez nuestro querido Octavio Paz, ha probado siempre que de filantrópico no tiene en realidad nada. En alianza con estrategias impulsadas por los mejores y más brillantes ideólogos de la globalización, el estado ha llegado a tener un nivel de ingerencia en la vida cotidiana de las personas, que los sueños de la vieja burguesía imperial no se asemejan, ni remotamente, con los logros alcanzados por las nuevas burguesías transnacionales en materia de eficiencia productiva, militar, corporativa, política y tecnológica. Lo más sorprendente de este asunto, sin embargo, es que estas burguesías, no logran despojarse de sus ensoñaciones de dominio absoluto sobre la gestión del sistema económico, allí donde los resultados de la economía política, indican que su eficiencia todavía tiene un marcado carácter nacional.

Es decir que, las pretensiones norteamericanas, por ejemplo, de una dominación total y absoluta sobre el sistema capitalista, a pesar de lo que puedan apuntar sus corporaciones transnacionales sobre la validez y funcionamiento del Estado como dispositivo institucional, tienen que tomar en cuenta, lo quieran o no, los procesos de expansión económica que están ocurriendo en otros lugares como la Unión Europea, China y Brasil, en momentos en que el mercado consumidor es cada vez más restrictivo y el empobrecimiento de la población mundial se dispara de forma exponencial.

De la misma forma en que los anhelos más sentidos de la vieja burguesía imperial se han evaporado, respecto a la fanática protección de su privacidad, porque la tecnología del consumo así lo ha dispuesto, en nuestros días, el Estado de factura decimonónica agoniza, no porque los componentes multinacionales lo hayan enriquecido y estén provocando su implosión, sino porque las guerras neocolonialistas (en Irak, Afganistán, Egipto, Libia, Siria y otros lugares) siguen constituyendo un entramado ineludible para la reproducción del imperialismo, como mecanismo de expansión capitalista.

Si el neoliberalismo renquea, o fracasa finalmente, como estrategia de corto plazo, para sustentar a la globalización; en el largo plazo, es la burguesía imperialista, con sus afanes de control universal, aunque ello signifique la destrucción del planeta, la que tendrá la última palabra, pues las antiguas preocupaciones de la burguesía de la primera revolución industrial, relacionadas con el control de su privacidad, han dejado de tener relevancia, desde el momento en que la existencia diaria de los seres humanos, sobre todo la de los pobres y desvalidos, ya no les pertenece. La vida cotidiana, como nunca antes en el sistema capitalista, llegó a convertirse en una mercancía que tiene un valor inversamente proporcional al precio de los aparatos que la acompañan. Si el individuo no consume, no existe, con lo cual el dictum cartesiano se vuelve una verdadera losa, sobre la vida de aquellos pueblos donde ni el agua es posible de encontrar. Es decir, son pueblos descartables.

En estos casos el ogro filantrópico de los socialdemócratas, la dicta-blanda de los liberales radicales, la dictadura del proletariado, o la simple presencia de un autócrata o de un führer no definen el perímetro en el que tiende a moverse la plataforma institucional del Estado contemporáneo en condiciones de globalización y neoliberalismo. La instauración de la democracia al estilo occidental en los países árabes, regidos en la antigüedad con criterios clánicos, étnicos y tribales, después de guerras crueles y sangrientas para proteger sus recursos naturales, no están gestando un estado de nuevo cuño en esos países, sino un mostrenco institucional sin pies ni cabeza el cual, inevitablemente, derivará, tarde o temprano, en otra refriega guerrerista en la que siempre quien lleva las de ganar es la corporación multinacional.

Si, como hemos visto, el objeto de la nostalgia imperial y el objeto de la nostalgia imperialista son diferentes, el sujeto nostálgico en ambos casos es igualmente diverso, con lo cual no debería presentarse ninguna clase de confusión; pero resulta que en términos de la gestión económica del sistema, y en el ámbito de la civilización burguesa, la mayor parte de las personas tienden a visualizar ambas dimensiones (la nostalgia imperial y la nostalgia imperialista) como si fueran una y la misma cosa. La exégesis que aquí hemos intentado realizar toma en cuenta los aspectos históricos más sobresalientes, para llamar la atención del lector sobre el hecho de que no es lo mismo el resentimiento amargo y desteñido de un Joseph Roth, porque su patria (Austria) ha desaparecido entre las sucias garras del nazismo, y la sangrienta alegría de un Ronald Reagan que valora con entusiasmo su política guerrerista contra la revolución sandinista en Nicaragua, entusiasmo que es el resultado de su nostalgia por los «mejores momentos de la guerra fría».

De igual manera, alguien podría sostener que la distinción con la que aquí estamos elucubrando es una falsa distinción pues, al fin y al cabo, la burguesía es la misma en todas las épocas históricas discernibles. Pero, es que no es suficiente sostener que a Joseph Roth lo aniquila su alcoholismo en 1939, si olvidamos que dicha adicción es el resultado de una depresión melancólica descomunal, ante lo que ha significado para él presenciar el desmantelamiento progresivo de la cultura del viejo imperio de los Habsburgo. Roth creía sinceramente en la restauración de la monarquía austro-húngara. Esta clase de nostalgia tiene la misma textura emocional y mental de la nostalgia que sobrecogió a muchos de los viejos comunistas estalinistas, quienes creyeron que con la caída de la Unión Soviética se les había acabado la vida.

Hoy, este conjunto de emociones, ideas, sentimientos y actitudes sigue vigente. Como es el caso de quienes continúan haciendo películas sobre el fusilamiento de la monarquía de los Romanov en la antigua Rusia, durante la revolución bolchevique. Los nostálgicos monárquicos como Joseph Roth o como Stefan Zweig, en su mayoría procedentes de enriquecidas familias judías centroeuropeas, añoraban el mundo que se les había ido de las manos con las dos guerras mundiales, en sus aspectos culturales más sobresalientes, porque la multiplicidad étnica del imperio también aseguraba una variedad lingüística y literaria que no se ha sostenido ante los embates actuales del inglés como lengua imperial, sin los contenidos culturales del latín o del griego clásicos que caracterizaron a la Viena de fin de siglo.

Esta burguesía imperial, enriquecida por actividades industriales convencionales, tales como el carbón, la minería, los textiles y el comercio, adquirió sus gustos y rituales aristocráticos a partir de sus estrechos lazos y alianzas con las familias imperiales, los grandes terratenientes y constructores navales. Tanto en Austria-Hungría como en Inglaterra y Rusia, estas alianzas económicas y sociales, tenían su contraparte política e ideológica en acciones imperiales que buscaban reproducir ese universo cultural a escala mundial, sin reparar en costos humanos o materiales. Para ello contaban con un sistema económico, apuntalado por la gran burguesía industrial, cuyo motor era la ganancia ilimitada y que no conocía de geografías o de espacios reservados para los pueblos pobres, si estos poseían riquezas que no sabían cómo explotar. Pues bien, ese universo imperial desapareció, en términos materiales, ideológicos y militares, con las dos guerras mundiales, como bien lo hacía notar Evelyn Waugh en una de sus novelas más inteligentes y sensiblesv.

La burguesía imperialista, por su parte, aquella que sostuvo, impulsó y llevó a Hitler al poder, aterrorizada ante la posibilidad del triunfo revolucionario en Alemania, entre los años que van de 1918 a 1923; que lo nutrió con ideas, emociones, acciones, omisiones, hombres y dinero, nunca fue juzgada en Nuremberg como hemos dicho. Esta burguesía, a la cual el filósofo francés Alain Badiouvi llama una «camarilla de gángsters» que se ha apropiado de las dos terceras partes de la riqueza que se produce en el planeta, casi sin levantar un dedo, regenera, con los mismos pelos y señales, la dinámica de la explotación, las respuestas políticas, policíacas y militares, del capitalismo liberal clásico del siglo XIX, ante los embates de los movimientos sociales que se han operado en diferentes partes del mundo. Lo cual hace que nuestra tesis sobre la nostalgia imperialista tenga sentido, pues el espíritu revolucionario, así como las espectaculares cuotas de explotación y la traumática concentración del capital, recuerdan con mucho el escenario presentado por la revolución industrial durante la segunda parte del siglo XIX, con las consabidas y sustanciales diferencias tecnológicas del caso.

En este escenario, la mediana burguesía, la clase media a la cual Badiou llama el ejército industrial de reserva de los más ricos, que no alcanzó a traducir en acciones su propia nostalgia imperial, terminó haciendo el papel de recadero de los grandes imperios, proveyendo sus talentos, su capacidad profesional, diplomática y política, ahí adonde a las transnacionales se les ocurrieran enviarlos, para atender sus guerras, enfrentar los conflictos regionales, en gran medida provocados por ellas, y, finalmente, plantar la cara a las descomunales broncas financieras que hoy tiene entre manos el gran capital multinacional.

Si a este proceso lo bautizó Fukuyama como el fin de la historia, tenía toda la razón, pues con la desaparición del socialismo histórico, se han asomado las peores características del capitalismo decimonónico, arrastrando en el camino algunos de los aspectos esenciales del liberalismo radical clásico, que le brindaron a la burguesía imperial, originalmente, cuando menos, la ética de la productividad que tanto elogió Marx en su momento. El mal llamado «neoliberalismo» que en nada se parece a su punto de partida, es más bien la ética de la regeneración capitalista, ahora en manos de una burguesía claramente imperialista, que no quiere nada con la ética del liberalismo clásico, y mucho menos con la estructura de valores de una burguesía imperial, nostálgica de su cultura, imaginación, independencia, y sentido del deber.

Esa burguesía imperialista incluso niega la necesidad de la existencia de los estados nacionales, cuestiona con crudeza la supuesta inoperancia ideológica y política de los nacionalismos, y ha llegado al extremo de legitimar sus guerras, sus invasiones, provocaciones y humillaciones de pueblos enteros, como fue el caso de Irak, y lo es ahora de Afganistán, para citar tan solo algunos ejemplos, en virtud de que las riquezas poseídas por estos países, realmente no les pertenecen si la «humanidad» (léase los ricos y poderosos) las está necesitando para su supervivencia.

Por supuesto que, cuando hablan de «humanidad» se refieren a la humanidad capitalista, la única con el derecho a vivir en este planeta, pues todos los demás pueblos, los de África, Asia y América Latina, solo pueden sobrevivir sobre la base de que se unan al carro histórico de la acumulación capitalista. Como bien lo prueba también Fukuyama, entonces, la lógica de la nostalgia imperialista ha encontrado realizadas sus delirantes ensoñaciones, con la caída del socialismo real, que, en ningún momento, fue producto del triunfo de un sistema económico y social más efectivo. El fracaso del socialismo histórico es en realidad el fracaso de la humanidad como un todo, pues el fin de la historia será, de una u otra forma, el fin de la vida sobre el planeta.

Los anarquistas, los comunistas, los estalinistas, los rebeldes de todas clases, los que protestan, los que discuten, los pequeños burgueses nostálgicos, los apegados a la autoridad del estado, los discriminados y los oprimidos, hallaron hoy en las organizaciones populares anti-globalización y anti-neoliberalismo, una nueva trinchera de lucha, que les traiga de vuelta la capacidad para combatir y abrirles espacio a sus ideas, emociones, sentimientos y sueños por una sociedad más justa, equitativa y fraterna. La fatídica trinidad CIE, es decir capital-iglesia-estado, apuntalada por las burguesías imperialistas, guerreristas y voraces, que se despojaron hace rato, según ellas, de esa antigualla que se llamaba «moral burguesa», no tiene forma de traducir lo que está ocurriendo en los países árabes, por ejemplo. El recorrido realizado por los movimientos anti-capitalistas, tiene hoy un registro histórico que no necesita de mucha teorización, pues el dilema sigue siendo socialismo o barbarie.

Rodrigo Quesada (1952), historiador costarricense, profesor catedrático jubilado de la UNA-Costa Rica.

Notas:

i Michel Bounan. El arte de Céline y su tiempo (La Rioja, España: Pepitas de Calabaza Eds. 2012. Traducción de Diego Luis Sanromán) La frase exacta de Céline era: Cuando pienso que lo perdimos todo para salvaguardar los intereses de la burguesía europea…¡mierda! (p. 73).

ii Herman Broch. Geist and Zeitgeist. The Spirit in an Unspiritual Age (New York: Counterpoint. 2002. Traducción, introducción y notas de John Hargraves) Capítulo 2.

iii Vasili Grossman. Vida y destino (Barcelona: Galaxia Gutenberg. Círculo de lectores. 2007. Traducción de Marta Rebón).

iv Daniel Feierstein. El genocidio como práctica social. Entre el nazismo y la experiencia argentina (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica. 2007).

v Evelyn Waugh. Brideshead Revisited (London & New York: Alfred A. Knopf. Inc. Everyman’s Library. 1993).

vi Alain Badiou. Le Réveil de l´histoire (Paris: Nouvelles Éditions Lignes. 2011) P.12.