No, no creo que paranoia. La realidad misma nos sirve la suspicacia en argentada bandeja. Pocas horas después de la reciente catástrofe en Haití, la Flota Rusa del Norte apuntaba a la Marina norteamericana, con sus «armas de terremotos». Ahora, al referir esa posibilidad, traída a colación por agencias de prensa, medios digitales alternativos […]
No, no creo que paranoia. La realidad misma nos sirve la suspicacia en argentada bandeja. Pocas horas después de la reciente catástrofe en Haití, la Flota Rusa del Norte apuntaba a la Marina norteamericana, con sus «armas de terremotos».
Ahora, al referir esa posibilidad, traída a colación por agencias de prensa, medios digitales alternativos y personalidades como Manuel Freytas, analista de estructuras del poder, especialista en inteligencia y comunicación estratégica, algún que otro interlocutor nos la ha etiquetado de simple «teoría de la conspiración». Y es lógico que la razón humana se resista a admitir tamaño desafuero, que en última instancia se revertiría contra su creador, dada la concatenación universal de los fenómenos naturales, planteada por el pensamiento dialéctico más avanzado y harto corroborada por la ciencia.
Pero, aun blandiendo el beneficio de la duda, y tal vez fundamentalmente por ello, recordemos que el HAARP (High Frequency Active Auroral Research Program: Programa de Investigación de Aurora Activa de Alta Frecuencia) es una investigación financiada por la Fuerza Aérea de EE.UU., la Marina y la Universidad de Alaska, para entender, simular y controlar procesos ionosféricos que trastrocarían las comunicaciones y los sistemas de vigilancia. «Representa un calentador de la ionosfera, y actúa sobre ella como la antena más poderosa que jamás haya existido» (Freytas).
Conforme al reporte de Rusia, que cuenta con una versión, este artilugio emplea tecnología de Pulso, Plasma y Sonido Electromagnético Tesla, junto con bombas de ondas de choque; teóricamente, podría modificar el clima del orbe, desviar los jetstream o corrientes a chorro de la alta atmósfera hacia donde se tenga interés, e intensificar tormentas y prologar sequías sobre territorio de un supuesto enemigo, «sin que nadie advierta el peligro». Dispondría, asimismo, de la capacidad de desintegrar objetos y generar combustiones y enfermedades biológicas… Todo un «juguete» del imperialismo.
Y hablando del imperialismo: si tal vez a estas alturas no se pueda aseverar con absoluta certeza que el desastre fue provocado -incluso hay quien afirma que a Washington le conviene el rumor-, no resulta nada difícil comprender hechos como el que la precariedad de las condiciones de vida, secuela del colonialismo y del neocolonialismo, de la expoliación de las transnacionales y de una burguesía «nacional» subordinada a la oligarquía global, hace que el pueblo haitiano haya tenido que deforestar el territorio para las mínimas operaciones domésticas, para la más prosaica subsistencia, a tal punto que el menor movimiento telúrico acarrea enormes deslizamientos de tierra y numerosos entuertos consiguientes. Y que una ciudad como Puerto Príncipe, de chabolas repetidas en toda su extensión, se derrumbe como castillo de naipes ante los ojos alucinados de sus habitantes. Y del mundo.
De un mundo que, si sensato, no osará negar al menos las probabilidades de un acto del HAARP, proverbial instrumento del estadio superior de un sistema cuyo «florecimiento», en palabras del filósofo cubano José Ramón Fabelo Corzo, al fraguarse con absoluta independencia de las necesidades reales de la población del orbe, trae aparejada una contradicción cada vez más aguda con lo que debía constituir una tendencia natural a la conservación de la especie. Contradicción que se expresa en una cada vez mayor polarización del «desarrollo». «Todos los años aumenta el PIB global del planeta, pero también aumenta, por ejemplo, el número de desnutridos y muertos de hambre».
En el fondo, «la incompatibilidad entre capitalismo y vida tiene su expresión más diáfana en la contradicción entre la necesidad permanente de expansión del primero y el carácter finito de la biosfera, en la que aquel crecimiento ha de tener lugar». De ahí, la desertificación, la deforestación, la erosión, la desaparición de especies. «El capitalismo nunca podrá salvar la miopía congénita que caracteriza al mercado: el interés a corto plazo, sin importar el costo natural y humano que su consecución presuponga».
¿Y un terremoto inducido -como peldaño de un poderío que mantenga el mercado en un puño- no figuraría en ese costo? Dejemos la pregunta planeando sobre la conciencia de quienes, «razón» en ristre, más bien en bandolera, se resisten a aceptar siquiera tales barruntos. Como si estos respondieran a una sospechosa paranoia. Paranoia de izquierda.
Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.