Traducido para Rebelión por Juan Vivanco
Con el secuestro de la cooperante italiana en Kabul ha llegado el momento -aunque con enorme retraso- de que el mundo de las ONG se haga preguntas y reflexione seriamente sobre su razón de ser y el hecho de que desde hace varios años la connivencia entre cooperación y ejércitos ha desnaturalizado el alma de las ONG y, sobre todo, la de quienes trabajan en ellas.
Aunque no estoy nada seguro de que el mundillo de la cooperación sea capaz de hacer esta dura reflexión y autocrítica, ocupado como está en inflar unos resultados cada vez más modestos e ineficaces, mientras infla -pero de verdad- los sueldos de sus empleados.
Se ha perdido por completo ese espíritu, un poco pionero e ingenuo, de quienes trabajaban en las ONG durante los años ochenta y a principios de los noventa. Para recaudar fondos y cumplir los requisitos impuestos por los donantes, el alma de quienes trabajan en la cooperación se ha corrompido de un modo irreversible.
Atraídas por unos sueldos desorbitados, dignos de directivos de empresa, hay personas que pasan como si nada de trabajar en una multinacional a hacerlo en una ONG; por otro lado, las propias ONG a menudo son verdaderas multinacionales: CARE, sin ir más lejos, pero la lista es muy larga.
La responsabilidad no recae únicamente en quien manda su curriculum para encontrar trabajo, sino sobre todo en las propias ONG, que buscan un personal cada vez más especializado, con experiencia de años y características propias de un directivo de empresa, recurriendo a métodos empresariales de selección del personal. La consecuencia natural es que se crean verdaderas compañías humanitarias con un personal internacional muy bien remunerado, lo mismo que, en proporción, el personal local. Esto origina localmente distorsiones en el mundo del trabajo y la lógica envidia de quienes no trabajan en una ONG internacional.
Las ONG contratan en el mercado de trabajo a las personas más preparadas y les pagan unos sueldos que ni las empresas ni los bancos locales se pueden permitir.
Recuerdo que hace años, cuando estaba en Camboya, en las entrevistas de trabajo para contratar a un ayudante, a mi pregunta de por qué querían trabajar en una ONG los aspirantes casi siempre me contestaban cándidamente que los sueldos eran mucho más altos que el sueldo medio pagado por las empresas locales.
Es una corrupción mental que practican la inmensa mayoría de las ONG internacionales.
Si a todo esto le sumamos la creciente y preocupante colaboración entre ONG y ejércitos en los países que acaban de padecer una guerra, llegaremos a la conclusión de que ya no queda ni rastro de lo «no gubernamental», y que las ONG premiadas con fondos se han convertido en el brazo humanitario de la política exterior de sus países, pero de una política de guerra «humanitaria» y neocolonial.
Antes de que sea demasiado tarde -si no lo es ya- las ONG conscientes deben plantearse cuál va a ser su futuro y cómo van a detener esa marcha alocada de la cooperación hacia la gestión de tipo empresarial y la militarización.
Hay que saber decir no a los requisitos que imponen los donantes institucionales y privados, buscar otras formas de recaudar fondos y tener la humildad de reducir los objetivos, es decir, dedicarse a actividades más modestas y concentradas y recortar considerablemente los sueldos de los cooperantes.
Pero también debe cambiar el método de selección de aspirantes, desterrando de una vez por todas los criterios empresariales.
No es fácil, desde luego, renunciar a unos fondos millonarios (en euros), pero es la única manera de distinguir y aislar a las ONG empresariales y militaristas, cuyos cooperantes estarán cada vez más expuestos a secuestros y atentados, como ocurre con los «contratistas» y soldados.
Porque cada vez es más difícil distinguir entre cooperantes, «contratistas» y soldados.