«El momento decisivo en cualquier revolución llega cuando las masas rompen las barreras que las excluyen del escenario político, dejan de lado a sus representantes tradicionales y crean sus propios órganos de relación en un nuevo régimen”. León Trotsky
La lucha contra la injusticia, contra la opresión, contra toda forma de inequidad, es tan vieja como la Humanidad misma. La historia de las relaciones entre los seres humanos se escribe no en nombre del amor y la armonía sino a sangre y fuego, todas sin excepción: la de géneros, entre sociedades, entre clases sociales. «La violencia es la partera de la historia«, decía Marx. Sin dudas estas últimas, las diferencias económicas, tienen un peso preponderante, y como acertadamente dijo este pensador decimonónico, supuestamente superado por vetusto, sus luchas constituyen «el motor de la historia«. Si fuera cierto que las mismas terminaron, ¿por qué cada vez hay más controles de los capitales sobre la gran masa trabajadora?
El combate contra las distintas formas de opresión ha tomado los más diversos modos: desde la rebelión de esclavos –respuesta inmediata y visceral– a grupos organizados de personas de la diversidad sexual –luchando contra prejuicios y por cambios legislativos–, desde acciones armadas –a veces sólo con piedras– a proyectos políticos universales (la Revolución Francesa, la Internacional Comunista). El socialismo científico que va surgiendo hacia mediados del siglo XIX es, sin dudas, la más ambiciosa de esas luchas.
El ideario socialista –presuntamente «pasado de moda» según el discurso triunfalista de la derecha neoliberal contemporánea– sigue siendo vigente; las injusticias hacia las que se dirige siguen presentes, por lo que su esencia misma no ha cambiado. Pero sí necesita algunas puestas al día luego de las experiencias transitadas en el siglo XX. Recordemos palabras del ex presidente de Ecuador, Rafael Correa: «El socialismo clásico fue prepotente y arrogante. Siempre nos enviaba a ver tal página para encontrar verdades y soluciones. Nos dieron catecismos. Y eso es un grave error.»
De lo que se trata, está claro, es combatir un estado de injusticia básico: diferencias económico-sociales, exclusión de los más débiles, autoritarismo del más fuerte. La vía de la negociación, del diálogo consensuado –la historia lo enseña una y mil veces– no da mayores resultados. Los tiempos actuales, de neoliberalismo y triundo absoluto del capital sobre la clase trabajadora –»No hay alternativa» llegó a decir Margaret Tatcher– nos han hecho pasar de Marx a Marc’s: métodos alternativos de resolución de conflictos. Pero las diferencias, la experiencia lo evidencia, no se arreglan nunca pacíficamente. Lograr un modificación, por más pequeña que sea, en la estructura del poder, cuesta horrores. No hay ninguna duda que junto a las fuerzas innovadoras que tiene la humanidad, la tendencia conservadora que rige a la especie tiene un peso descomunal. Como dijera Einstein: «es más fácil desintegrar el átomo que un prejuicio«. Nadie cede alegremente una pizca de poder. ¡Nadie! Se le arranca a la fuerza.
Ningún cambio en la dinámica del mantenimiento de los poderes se ha logrado hasta ahora por medio del consenso; si se llega a él es porque hay un juego de fuerzas que avala, permite y legitima sentarse a dialogar en torno a una mesa. Se negocia siempre desde una posición de poder. «El poder nace del fusil«, decía Mao Tse Tung, y la expresión vale para cualquier situación humana. El poder, en cualquier de sus formas, es siempre una expresión de fuerza asentada en una asimetría: tiene más poder el que tiene más fuerza.
La historia reciente del socialismo, de las primeras experiencias de construcción de una sociedad sin clases que hemos tenido en el transcurso del siglo XX, nos dejan muchas lecciones. Una de ellas, aunque suene a trivialidad, es que cambiar la sociedad es una tarea titánica, dificilísima, y su resultado final nunca está asegurado. Cambiar hondamente estructuras sociales puede llevar generaciones (nunca más oportuna la frase de Einstein); el retroceso en los avances conseguidos está siempre el acecho, y en cuanto puede se manifiesta con vehemencia: hace tiempo que terminó el esclavismo, pero aún persisten prácticas esclavistas en más de un lugar del planeta (30 millones de esclavos en el mundo, según la Organización Internacional del Trabajo –OIT–); los derechos de las mujeres están en franco ascenso, pero la violencia masculina sigue siendo uno de los principales factores de muerte de mujeres ¡en la civilizada Europa! Las luchas sindicales de fines del siglo XIX y principios del XX arrancaron al capital jornadas de ocho horas y algunos beneficios para los trabajadores, pero el triunfo neoliberal actual echó por la borda esas conquistas volviendo a la precariedad laboral; hoy, en esta nueva modalidad que constituye el teletrabajo, sin ninguna vergüenza las patronales piden «la milla extra». En la extinta Unión Soviética al menos oficialmente se habían superado los prejuicios religiosos, pero hoy día las guerras santas están a la orden del día en más de una de sus ex repúblicas. Aunque se habla de los derechos de la niñez, crecen la pornografía infantil y el turismo sexual con menores en un mundo donde ya se ve mal castigar físicamente a un niño en la escuela (pero se les castiga en el Sur dejándoles morir de hambre).
Es decir: lograr cambios sostenibles en la dinámica humana no es solo fijar normas nuevas. Ello puede ser parte de un proceso (es su expresión simbólica, si se quiere y sin ningua duda: algo toral), pero las leyes escritas no bastan. Los cambios son procesos lentos, dificultosos, que siguen los tiempos de la errática psicología humana, y que a veces no tienen «lógica» (¿por qué el pueblo nicaragüense echó con su voto a los sandinistas para reemplazarlos por un gobierno pro Washington?, ¿por qué la matanza irracional de los hutus a manos de los tutsis en Ruanda, tan maltrechos unos como los otros por la historia de exclusión de ese territorio?, ¿por qué tantas y tantas veces los votantes eligen a sus propios verdugos?: Trump, Bolsonario, Berlusconi, Macri, candidatos conservadores de extrema derecha…, y un largo etcétera que puede asustar).
Hoy día, tras los pasos –no se debería decir fracasos– de las primeras experiencias socialistas, la pregunta básica gira en torno a cómo construir los instrumentos que posibiliten los cambios: ¿partido único?, ¿incidencia en las democracias parlamentarias?, ¿asociaciones de base?
Articulando esas lecciones aprendidas con el amplio abanico de organizaciones contestatarias que hay hoy en el mundo –instancias de luchas contra la injusticia, contra los poderes autoritarios–, es posible que nos acerquemos a entender por dónde pueden ir las alternativas. «Actuar localmente y pensar en forma global«, puede ser una línea importante a no descuidar. «Ninguna lucha es poco importante«, también marca un camino. Esto es: la arquitectura del gran cambio universal, del omnisciente manual de operaciones para el cambio –o si se quiere: del libro sagrado– debe desecharse. La organización pequeña, puntual, la reivindicación concreta (barrial, sindical, territorial, por intereses específicos) puede servir más al proyecto de transformación. No se trata sólo de denunciar las iniquidades, por cierto; la cuestión es plantear alternativas viables, y poder materializarlas.
Hoy, ante la escala global de los capitales transnacionales, ante la fuerza monumental de la tecnología militar del gran capital, ante los servicios de inteligencia quasi omnímodos con que estos factores cuentan y el hipercontrol de la población planetaria que ya es un hecho incontrastable, para el campo popular –eso que cae bajo el amplio marco de los «alterglobalizadores» (¿socialistas?, para usar una vieja terminología)– la situación se ve bastante difícil. ¿Cómo enfrentarse a todo ese poder? Lo mismo, seguramente, se habrán preguntado los primeros cristianos en las catacumbas del imperio romano.
La organización de base, ese pequeño pasito de hormiga, es el camino. La organización por reivindicaciones parciales, mínimas si se quiere (que nunca son tan mínimas): el pozo de agua pública, o la cooperativa de consumidores, o el grupo de mujeres maltratadas, etc., son puntos de convergencia desde donde empezar. Las izquierdas políticas –todavía maltrechas por los pedazos del muro de Berlín que se vinieron encima– debemos retomar la mística de la organización popular, del trabajo de base. El diálogo parlamentario –sin negarlo, desde ya– definitivamente no alcanza.
Si algo debemos tener claro es que el objetivo que nos mueve consiste en democratizar los poderes; esa es la única posibilidad real de cambio, de cualquier cambio: de géneros, en nuestros prejuicios, sociales, en la economía mundial. En otros términos: genuino y real poder popular. Como dijera Atahualpa Yupanqui: «para que el fuego caliente tiene que ir por abajo«. No hay otra alternativa.
Las movilizaciones populares que se han visto hacia fines del 2019 en distintas partes del mundo (Haití, Colombia, Chile, Honduras, Guatemala, Ecuador, Francia, Egipto, Irak, El Líbano, Estados Unidos, cada una con sus reivindicaciones particulares), silenciadas temporalmente luego por la pandemia de COVID-19 pero que no han desaparecido, marcan un camino. En muchos casos, en Latinoamérica, el grito antiextractivista de pueblos originarios avasallados por la megaminería, las petroleras, los agrocultivos extensivos, las hidroeléctricas que desvía ríos a conveniencia del gran capital, tiene la misma fuera que las explosiones urbanas. La cuestión es cómo transformar todo ese potencial, esa disconforimidad, ese malestar que crea el capitalismo, en propuestas políticas realmente transformadoras. El desafío está abierto.