Es sintomático que el año pasado, por estas mismas fechas, el título de mi colaboración, en la que resumía lo más sobresaliente del año 2006, fuera «El retorno de la religión a la política». Y que hoy, un año después, cuando se observa la evolución del mundo a través de una óptica gran angular que, […]
Es sintomático que el año pasado, por estas mismas fechas, el título de mi colaboración, en la que resumía lo más sobresaliente del año 2006, fuera «El retorno de la religión a la política». Y que hoy, un año después, cuando se observa la evolución del mundo a través de una óptica gran angular que, sin perderse en los detalles pequeños o locales, permite analizar los contornos generales de la actualidad política internacional, vuelva a ser el factor religioso el que se muestra como tema dominante y cuya evolución encierra aspectos de gran preocupación para el futuro.
Sucede que, en nuestra experiencia histórica como europeos, la idea de una guerra entre religiones está tan alejada en la perspectiva intelectual que cuesta asumir su realidad. Estamos acostumbrados a analizar causas económicas, sociales, políticas, o incluso territoriales, que den sentido inteligible a las guerras, y consideramos que combatir sólo por la religión es algo propio de un pasado irracional que ya no podría ni debería revivir.
Así que cuando la evidencia nos muestra que el islamismo fundamentalista de Al Qaeda (esa nueva y temible internacional del terrorismo musulmán) invoca la guerra y llama a la violencia para abatir al «gran Satán occidental» y reconstruir un califato universal, nos resulta difícil aceptarlo y tendemos a refugiarnos en la idea de que se trata de un islam «malo», desviado. Y de que hay otro islam «bueno», ortodoxo. No advertimos que el islam, como el cristianismo, se basa en unos textos sagrados susceptibles de mil interpretaciones diversas y que, del mismo modo que Bush convocó una cruzada, interpretando a su gusto la tradición cristiana, el islam es, en cada momento, lo que deciden los grupos o sociedades que de él se reclaman.
Nos cuesta comprender que, de nuevo presentes en el panorama internacional, las guerras de religión surgen, se desarrollan y se extienden por el planeta por un solo y único motivo: la religión. Por cándida que esta idea llegue a parecernos, lo que desde hace un par de decenios está aquejando a la humanidad, desde EEUU a Indonesia y desde Londres a Nigeria o Mogadiscio, es un brutal forcejeo violento, tras el cual subsiste la idea específica de un dios, de una divinidad, de alguna religión cuyas promesas incitan a la guerra, a tomar las armas y a morir esperando un paraíso, soñado e ideal, como recompensa al sacrificio personal de la vida.
Desde nuestro punto de vista cristiano occidental, donde la aparición y la propagación de la religión dominante se hizo dentro de un Estado preexistente -el Imperio Romano-, no es fácil entender la ideología del islam, religión que nace en una sociedad sin Estado y que lo va creando a su modo, a fin de servirse de él para sus propios fines.
Los europeos modernos (a los que España se incorporó, por fin, aunque haya sido tarde y todavía parcialmente) estamos habituados a la separación entre la religión y la política. O entre Iglesia y Estado, si bien matizar estos conceptos no cabe en el breve espacio de estas líneas. El laicismo de la Ilustración confirmó de modo definitivo esa separación. Quizá por eso se nos haga difícil asumir que muchos millones de seres humanos viven en una cultura donde religión y política son inseparables; más aún, no es imaginable hoy un islam activo sólo en un espacio mental íntimo, aislado del espacio público de las relaciones humanas y políticas. Por tanto, para ellos, es natural que la religión determine el rumbo de la política o, dicho de otro modo, que sean incapaces de concebir a la política como algo distinto de la religión.
Los resonantes errores en la política exterior de EEUU, tras sufrir los atentados del 11S, y la irresponsabilidad de una Europa dividida e incapaz de hacer sentir su peso político y moral y su experiencia histórica, han abonado el acelerado crecimiento del islamismo fundamentalista que adopta el terrorismo como instrumento apropiado para sus fines. En cierto modo, pues, esos errores han servido para delimitar con más nitidez el campo donde se mueve lo que quizá sea hoy el mayor peligro para la civilización occidental. Y para la salvaguardia de los valores que nos son propios, de nuestras libertades y de nuestros modos de vida.
La guerra total declarada por Bush contra el terrorismo es inútil, porque ahora no se trata de combatir con ejércitos a Estados o gobiernos hostiles. La lucha tiene y seguirá teniendo lugar, sobre todo, en el plano de las ideas. Aquí es donde se necesita la mayor firmeza: trazar las líneas rojas que no se deben rebasar. Del mismo modo que no aceptamos la ablación femenina, los crímenes «de honor», el castigo físico a la mujer o la subordinación general de ésta al hombre, hemos de expresar y defender con rotundidad que, tanto como la conciencia y la religión obedecen a la libre elección personal y al plano individual, las relaciones políticas y la legislación que nos ha de regir son determinadas por la libre voluntad de los ciudadanos, y no vienen impuestas por ninguna divinidad inaccesible y, por tanto, irresponsable.
Entre el fanatismo de los islamistas y cristianos renacidos, es decir, entre los que ponen en el Más Allá la razón de su comportamiento diario y los que creemos que son las personas las que tienen que regular sus relaciones políticas, de acuerdo con los derechos humanos y el respeto a los demás, siguen las espadas en alto.
Si las ideas expresadas en estas líneas llegan a prosperar, aunque sea muy lentamente, es posible que al concluir los años sucesivos no sea preciso volver a encender las señales de alarma. Pero, no nos engañemos, las perspectivas no son hoy muy halagüeñas. ¡Que el año 2008 nos dé un respiro en esta carrera alucinada que parece no tener fin!