La apuesta inmoderada, a la que asistimos, en provecho de una planetaria desregulación alimenta un caos que bien puede hacer que la globalización escape a los intereses de quienes la pusieron en marcha. Dos señales auguran ese horizonte: si la primera es el designio de olvidar el papel que los Estados, colchones mitigadores de tensiones, […]
La apuesta inmoderada, a la que asistimos, en provecho de una planetaria desregulación alimenta un caos que bien puede hacer que la globalización escape a los intereses de quienes la pusieron en marcha. Dos señales auguran ese horizonte: si la primera es el designio de olvidar el papel que los Estados, colchones mitigadores de tensiones, han desempeñado en el pasado, la segunda invita a escarbar en las secuelas de la contabilidad creativa. ¿No puede ocurrir que la universalización de las prácticas ocultatorias conduzca a un escenario en el que lo principal no sea ya la inadecuación de las fórmulas abrazadas, sino, antes bien, una insorteable imposibilidad de conocer lo que sucede? Al amparo de un capitalismo que va perdiendo los frenos, ¿no será que el sistema ha dejado de emitir señales de dolor que permitan identificar sus dolencias?
El optimismo desenfrenado que acompañó al fin de la historia fukuyamiano se ha desinflado al calor del caos del que hablamos. Esto ha sucedido en las propias sociedades opulentas del Norte, en las que las generaciones más jóvenes han comprobado cómo la sensación de progreso que acompañó a sus padres y abuelos se ha difuminado. En el Sur, entre tanto, se revela por doquier la incapacidad del capitalismo global para resolver problemas básicos en términos de justicia y relación llevadera con el medio. Aunque todo lo anterior, además de obligar a reflexionar sobre la idoneidad contemporánea del mercado, augura un renacimiento de los movimientos de contestación, prefigura también un escenario propicio para una suerte de obsceno darwinismo social como el que blande una nueva derecha que, alejada de efluvios ultramontanos, preconceptos religiosos y nacionalismos esencialistas, ha hecho de un liberalismo extremo su sustento fundamental. Cobijada tras el libre comercio y los alardes tecnológicos -que acabarán por aligerar, como por arte de magia, todos los problemas-, esta nueva derecha postula una estricta selección natural que debe dejar en el camino a quienes no estén a la altura de las circunstancias, esto es, a los desheredados de siempre. Que el fenómeno no es ni marginal ni coyuntural lo testimonian por igual las querencias del actual presidente norteamericano y el hecho de que buena parte de la socialdemocracia haya aceptado los cimientos de ese discurso.
El liberalismo exultante bebe, claro, de un olvido: el de que en el magma del capitalismo global no operan agentes con similares capacidades y oportunidades. Cuando se esquiva este hecho, es fácil que las críticas, a menudo fundadas, contra el intervencionismo keynesiano conduzcan a la inequívoca conclusión de que el capitalismo y el mercado en sus versiones más extremas configuran la panacea resolutora de todos los males. Por detrás rezuma otra superstición: la de que existe un desarrollo natural de las fuerzas productivas que, casualmente vinculado con el capitalismo, debe quedar al margen de toda corrección. Semejante parafernalia obedece, claro, al propósito de ratificar atávicas exclusiones y desigualdades.
Agreguemos que el razonamiento de nuestro liberalismo destemido gusta de abrazar la idea de que, en aquellos casos, numerosos, en los que las evidencias sugieren que el capitalismo no ha dado respuesta convincente a los problemas más elementales, ello es así, sin más, por cuanto no se han aplicado consecuentemente sus reglas. Otro de los estigmas del momento es el que conduce, en fin, a una suerte de radical negacionismo en lo que hace a cuestiones tan enjundiosas como el cambio climático y la carestía de las materias primas energéticas. Quiere uno creer que el empeño de negar con firmeza que la especie humana está dañando, de manera acaso irreversible, sutiles equilibrios revela, del lado de nuestros liberales, una incipiente conciencia en lo que atañe a la incapacidad del mercado, de la mano de su designio de privilegiar los intereses individuales, para aportar remedios a agresiones medioambientales y procesos de agotamiento de recursos cuya magnitud ha retratado la abrumadora mayoría de los expertos.
Aunque no faltan quienes esperan hacer negocio del cambio climático, no parece que tales esfuerzos vayan a torcer la apuesta general. Uno de los adalides del liberalismo exultante, el presidente checo Vaclav Klaus, sostiene impertérrito que, como «los marxistas» antaño, «los ecologistas» de hoy quieren sustituir caprichosamente «la evolución espontánea de la humanidad» por «una planificación centralizada y mundializada». Mientras, los defensores del capitalismo global siguen ofreciendo maltrechas respuestas a retos que cada vez son menos los nuestros. Ahí está su empecinamiento en sostener que la globalización es la principal garantía de crecimiento, en abierto desprecio de las opiniones de quienes -al margen de dudar de lo anterior- muestran una cristalina conciencia de las numerosas lacras que acompañan a los proyectos que se remiten en exclusiva al mentado crecimiento. Como bien decía Manu Chao en uno de los programas de Voces contra la globalización, «este neoliberalismo salvaje no es una propuesta de futuro. Sólo funciona a corto plazo. Quienes están ahí arriba no son sino depredadores».
Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid.