Resulta tan extraño como elocuente: si uno busca en la red rastros de la vida y de la obra de Pablo Sorozábal Serrano (1934-2007), apenas encuentra ninguno. Tras una larga búsqueda en la que tropiezo una y otra vez con su padre, el inolvidable maestro de la Zarzuela, doy con una carta al director publicada […]
Resulta tan extraño como elocuente: si uno busca en la red rastros de la vida y de la obra de Pablo Sorozábal Serrano (1934-2007), apenas encuentra ninguno. Tras una larga búsqueda en la que tropiezo una y otra vez con su padre, el inolvidable maestro de la Zarzuela, doy con una carta al director publicada en «El País» en 1992, una breve necrológica de Rodríguez Tapia y la convocatoria a un homenaje que había de celebrarse -y se celebró, supongo- el día 22 de septiembre de 2009 en el centro cultural Nicolás Salmerón de Madrid. Esa convocatoria resume muy bien, por lo demás, la versatilidad y talento de un hombre que arrugó el ceño a la Fortuna e hizo un corte de mangas a la Celebridad, pero que nunca huyó de la felicidad. De hecho la buscó de manera polígama, políglota y politeísta.
La buscó a través del erotismo e imagino que dejó buenos y malos recuerdos en las mujeres que amó.
La buscó a través de la música, aunque de sus muchas composiciones (conciertos, dúos y lieder) muy poco se publicó en vida y nada se ha recuperado tras su muerte; y sólo se recuerda, si acaso, el extravagante y silenciado himno de la Comunidad de Madrid cuya letra escribió el filósofo García Calvo. Su único LP, ya descatalogado a finales del pasado siglo, se llamaba «Cantos de amor y lucha».
Buscó la felicidad también a través de la fotografía; fue, en efecto, un gran fotógrafo -y un coleccionista de cámaras soviéticas que a veces regalaba a sus amigos-, pero ni siquiera su galería de retratos (los que hizo, por ejemplo, a Carmen Martín Gaite, Chicho Sánchez Ferlosio o Amancio Prada) pueden encontrarse en la red.
Buscó asimismo la felicidad a través de la traducción, sobre todo de obras en lengua alemana, aunque conocía muy bien y traducía también del francés. Como traductor de las imprescindibles Cartas a Felice, de Franz Kafka, se ganó -y aún dura- el reconocimiento de los medios literarios. Desgraciadamente no es posible encontrar, por ejemplo, el artículo que escribió sobre el autor checo, del que Susanne Maria Weber, en la revista digital Observaciones Filosóficas, cita con entusiasmo una enigmática y estimulante frase («Kafka representaba la sabiduría del no») que aumenta nuestros deseos de leerlo.
Pablo Sorozábal, además, buscó la felicidad a través de la poesía, que exploró hasta la víspera misma de su muerte. Su libro «La calle es mentira» mereció el Premio Ciudad de Irún en 1987. Y sin embargo, si uno teclea en google «poemas de Pablo Sorozábal», no sale nada, ni una estrofa ni un verso, como si ese vertedero universal, que contiene ripios de 1.140.000 poetas y 11.000 millones de fotos, tuviese misteriosos bordes por donde se precipitan ciertas voces y ciertos datos.
Y Pablo Sorozábal, finalmente, buscó la felicidad a través de la novela. Publicó dos, las dos enormes, inevitables. La primera, «La última palabra», premio Pío Baroja en 1986, es una desternillante versión erótico-lingüística y castiza de «Las Mil y una noches», una pirotecnia de tropos y de verbos -al servicio de la seducción- que un mundo mejor rescataría del olvido. Eso es lo que acaba de hacer la editorial asturiana Cambalache con la segunda, «Lloro por King-Kong», publicada originalmente en 1991, sin duda la mejor novela sobre la guerra y la post-guerra civil, la más emocionante y mejor escrita, y que en su momento, sin embargo, pasó completamente desapercibida. Sorozábal, consciente de sus méritos, amargamente irónico, atribuía el silencio al título, que la narración impone como una necesidad fatal, pero cuya belleza estremecedora sólo puede apreciarse de manera retrospectiva, una vez se ha leído la última página. Ojalá esta segunda vida que le conceden ahora en Asturias sirva para resucitar no sólo esta novela genial sino la ristra entera de los talentos y las obras del autor.
Pero Pablo Sorozábal no sólo buscó la felicidad. También fue infeliz. No le gustaba el mundo ni la España en la que vivía. Lo conocí un poco y lo aprecié mucho y siempre nos unieron dos cosas: la literatura y la política. A mediados de los 80 los dos colaborábamos en el censurado diario «Egin» y los dos compartíamos un horizonte común en el que un marxismo más o menos ortodoxo se unía a la percepción del País Vasco como un espacio de potencial emancipación general. Sus colaboraciones en «Egin», el único espacio donde podía expresarse libremente, le cerraron sin duda otros foros, pero por eso mismo eran fundamentales para él. Su verbo lacerante, espinoso, luminoso, a veces histriónicamente provocativo (era hijo de actriz), produjo algunos textos memorables, como ese «Elogio del tanque ruso» que, para irritación de su familia, hoy siguen replicando, mientras se olvida todo lo demás, algunas páginas alternativas «estalibanas» en las costuras de internet. A mí, en la distancia, me sigue pareciendo una pieza literaria genial; una explosiva ironía swiftiana que fue concebida, en efecto, como exceso consciente y provocación enrabietada, menos con el propósito de defender una URSS moribunda que de exponer a contraluz las miserias de nuestra «democracia». Pero ese texto, como tantos otros de la misma época, sí indicaba el pulso de su pensamiento político. Sorozábal, no obstante sus raíces vascas, siempre fue mucho más marxista que nacionalista y de hecho -según el testimonio que yo recuerdo- su ruptura con «Egin» y su distanciamiento del movimiento abertzale fueron el resultado de los cambios tácticos e ideológicos, a mis ojos muy sensatos, que más tarde desembocaron en GARA. Lo cierto es que esta ruptura trajo aparejadas otras y en los últimos años de su vida Sorozábal, despechado y regañón, se encerró con sigilo en sus fuentes de felicidad y renunció a intervenir en un mundo que, radicalmente enemigo de toda componenda, pasó a considerar irrecuperable. Es seguro que no le hubieran gustado nada ni las «revoluciones árabes» ni el 15M ni Podemos, pero era tan brillante que no puedo dejar de reírme con admiración cada vez que imagino las maravillas que hubiera escrito contra ellos.
¿Qué Sorozábal es el auténtico? ¿El que buscaba la felicidad por todas las vías o el que se sentía infeliz en la democracia española? Si escribo estas líneas es porque, coincidiendo con la reedición de «Lloro por King-Kong», redescubrí por azar algunas cartas personales que me escribió en 1994. Leyendo esas cartas con placer y pesar -el placer de su inmediatez lingüística, el pesar de la distancia definitiva- Pablo se me presenta de una sola pieza, con todas los retales bien cosidos, el polígamo, el políglota, el politeista, el político, en la trama de un talento literario descomunal y de un alma bronca y limpia, generosa y torrencial. No digo que no me resulte casi revolucionaria su ausencia de rastros en internet, donde pueden encontrarse incluso huellas de extraterrestres y foros de muertos vivientes; probablemente él, orgulloso perdedor, es en parte responsable y sin duda se sentiría muy satisfecho («ese nombre no tiene ningún Yo», dice su último poema), pero me duele: porque sus obras, que no son ya suyas, reclaman miles de lectores y miles de pregoneros. La diferencia entre los genios de derechas y los de izquierdas es que, mientras que a los genios de derechas se les perdona todo, a los de izquierdas sencillamente no se los lee. En un mundo mejor, sí, Pablo Sorozábal podría conservar su carácter, y hasta equivocarse con estrépito, sin que por ello nadie dejara de gozar y aprender con su obra brillante y plural: la música, la fotografía, la poesía, de las que se puede encontrar una muestra soluble en el ritmo y la luz de ese «Lloro por King-Kong», ahora devuelto a la vida, que nos narra -acordeón y visillo- el batacazo civilizacional del franquismo, en cuya estela seguimos viviendo. Sirvan estas líneas de homenaje privado a un amigo muerto; y de iniciativa popular para pedir su inmediata resurrección.
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