«I would prefer no to» («Preferiría no hacerlo») H. Melville, Bartleby el escribano. 1. Una característica fundamental del 15M fue su decidida opción por la no violencia e incluso por el pacifismo activo. Esa opción fue sin duda un acierto en la medida en que neutralizó todos los intentos del régimen por aplicar su método […]
«I would prefer no to» («Preferiría no hacerlo») H. Melville, Bartleby el escribano.
1. Una característica fundamental del 15M fue su decidida opción por la no violencia e incluso por el pacifismo activo. Esa opción fue sin duda un acierto en la medida en que neutralizó todos los intentos del régimen por aplicar su método clásico de criminalización de los movimientos sociales dividiendo a la oposición entre una oposición legal y pacífica que acepta los marcos de participación existentes y una oposición violenta que intenta destruirlos. El 15M fue para el régimen un monstruo, pues enlazaba dos características incompatibles desde el discurso oficial: su apego a la no violencia y su voluntad de cambiar radicalmente las reglas del juego y los modos de participación política. Para nosotros fue un bello monstruo.
2. A este primer estupor del poder ante el monstruo sucedió la represión según un guión estable: manifestaciones más o menos numerosas, pero sumamente frecuentes y a veces enormemente multitudinarias que transcurrían pacíficamente hasta que, poco antes de la hora de los telediarios televisivos se producía algún incidente -en el que interactuaban policías de uniforme y algunos jóvenes imprudentes- que desencadenaba cargas policiales. Se vuelve así «violenta» la movilización social que se asocia a «disturbios» o «incidentes» independientemente de cuál sea el origen de estos. La violencia policial contamina así al propio movimiento social que la sufre. Como en los casos de violación, la víctima es mancillada por el agresor, de modo que, esta no siente solo indignación sino muchas veces también vergüenza. La respuesta a las auténticas cacerías humanas que han sucedido a la mayoría de las manifestaciones y movilizaciones sociales de los últimos tres años nunca había sido hasta ahora un reflejo especular de la violencia padecida. Tras las Marchas de la Dignidad del 22 de marzo, esto ha empezado a cambiar, pues un sector del movimiento social ha respondido de manera violenta a la violencia de manera más sistemática que otras veces. Algunos sectores se plantean hoy un guión insurreccional.
3. El peligro de una respuesta de este tipo, por comprensible que pudiera resultar, es que hace entrar a una parte de los movimientos sociales en una trampa que está abierta desde el 15M y en la cual, hasta ahora no habían entrado. Hasta el momento, la no asunción de la violencia como método había impedido que el Estado desencadenara un pulso con los movimientos, con el objetivo de (r)establecer claramente el monopolio de la violencia. Disputar el monopolio de la violencia a un Estado es siempre suicida. O se dispone ya de un potencial de violencia capaz de neutralizar al del Estado o se ha perdido de antemano. La insurrección de los años 70 en Italia fue ferozmente liquidada por el Estado en nombre de la lucha contra el terrorismo. La asunción por parte de los movimientos sociales (en particular las Brigadas Rojas y otros grupos de guerrilla urbana) de una línea de lucha armada condujo a la división, la desmoralización y la derrota de ese potentísimo «mayo del 68 de diez años» que había estremecido al Estado capitalista italiano. Es evidente que los dirigentes del Estado español, que hoy ya no pueden contar con el útil espantapájaros de ETA, sueñan con un nuevo brote de violencia organizada que legitime la represión y el mantenimiento de leyes de excepción.
4. Tal vez sea superficial caracterizar la posición del 15M y de la mayoría de los movimientos sociales como «pacifista». En cierto modo, ningún movimiento social que cuestione un orden establecido puede ser pacifista, porque, haga lo que haga, el poder siempre lo tildará de violento. La definición de la violencia no depende, en efecto, del individuo o de los grupos sociales sino del soberano. El soberano se define por su monopolio de la violencia legítima, pero este monopolio incluye también la definición y la interpretación de todo lo que constituye un acto de violencia. En la política como en la práctica comercial ordinaria, solo puede mantenerse un monopolio de una mercancía cuando al mismo tiempo se dispone de los medios para controlar la naturaleza y la calidad de la mercancía. La lucha por un monopolio incluye siempre la lucha contra las falsificaciones y contra la competencia ilícita. Los medios de control de las «falsificaciones» y de la violencia ilícita son, en el caso de la violencia, judiciales y policiales. La violencia es, por un lado la que monopolizan «legítimamente» la policía y el ejército, pero también las actuaciones de otros agentes sociales que policías y jueces definen como «violentas» y que constituyen la «violencia ilegítima» siempre más o menos asociada al «terrorismo».
5. Cuando el debate sobre la violencia se plantea en los términos del «pacifismo» o del «recurso a la violencia», los movimientos sociales juegan en el terreno definido por el poder, pues se hacen la ilusión de que son ellos quienes pueden decidir en este terreno, cuando esta decisión incumbe por esencia al poder soberano. Decidir una vía «insurreccional» o una vía «pacífica» es disputar o aceptar el monopolio de la violencia que para sí reivindica el soberano, cuando ese monopolio no existe ni ha existido nunca en la realidad. La idea de un monopolio de la violencia legítima implica la de un monopolio violento de la legitimidad. La soberanía del Estado se afirma, en efecto, mediante una violencia incomparable a la de cualquier segmento de la sociedad y mediante el consenso que legitima su actuación. Ambos elementos, desde Hobbes son perfectamente inseparables. Sin embargo, es una ilusión pensar que la violencia o la coerción sean posibles sin resistencia: todo poder es un «poder sobre», una dirección de la conducta de otro, «una conducta sobre una conducta» (Foucault) que debe tener siempre en cuenta la conducta del otro. El poder, en sus dos aspectos de legitimidad y de violencia, es siempre una relación, por mucho que se presente a sí mismo como una «sustancia», como una cosa trascendente a la sociedad. Tanto la legitimidad como el «monopolio» de la violencia son relativos y están en permanente disputa. Ningún soberano tiene más poder que aquel por el que aventaja al súbdito y a la multitud de los súbditos. Esto, más allá de los mitos monopolistas weberianos o schmittianos, no significa nunca que la multitud de los súbditos o incluso cada uno de ellos no tenga ningún poder, no sea capaz siempre de resistir en algún modo, en algún grado. Aventajar, superar es siempre estar en relación con alguien que tiene algo de lo mismo.
6. Una decisión de los movimientos sociales o de una parte de ellos por la violencia o la no violencia es imposible y absurda. Imposible, porque sobre la violencia decide el poder y absurda porque el monopolio de la violencia y de la legitimidad nunca existe y es absurdo disputárselo al poder. Lo que sí se puede hacer es ir haciendo evolucionar la correlación de fuerzas, o más bien las distintas correlaciones de fuerzas, que rigen las distintas manifestaciones del poder sin pretender disputar insurreccionalmente o asumir sumisamente un monopolio que nunca ha existido salvo en el mito fundacional del Estado moderno. Con la sabia indiferencia a las ilusiones de la soberanía y del Estado de quienes forman no ya la «extrema izquierda» sino la vanguardia de la «extrema necesidad», se trata de seguir desarrollando materialmente la red de resistencia como red activa de solidaridad con efectos materiales visibles, de crear ya la nueva sociedad que queremos. El ejemplo de la PAH tildada de violenta o hasta de nazi por los responsables del régimen, pero que sigue cosechando legitimidad y capacidad efectiva de acción a cada desahucio que para, ilustra lo que es una acción capaz de salir de la trampa del poder e incluso de poner importantes trampas al poder. Lo mismo puede decirse de las acciones del SAT a la vez simbólicas y materialmente eficaces como las tomas de fincas o la expropiaciones en supermercados. La fuerza real de las distintas Mareas también reside en este tipo de práctica.
7. Por mucho que la brutalidad del poder conduzca a imaginarios insurreccionales, la vía para debilitarlo y vencerlo no es la del pulso en el terreno de la violencia. Hemos visto los resultados desastrosos que ha tenido esa táctica sobre la perfectamente legítima revuelta ucraniana contra el régimen cleptocrático de Yanúkovich. Una revuelta perfectamente justificada, tras asumir medios que legitiman al poder y no despliegan la potencia propia de los movimientos sociales, ha terminado siendo hegemonizada por una facción del régimen cleptocrático postsocialista ucraniano y por peligrosísimas milicias nazis. La insurrección de Euromaidan, en lugar de neutralizar y reducir los fantasmas producidos por el poder de Estado y que contribuyen a la reproducción de este, les han dado entidad, los han «realizado», como esos patéticos espiritistas que en el «ectoplasma» esa materia sutil de la que estarían hechos los espíritus buscaban la paradójica «materialidad de lo inmaterial». Disputar un monopolio que no existe es un acto tan absurdo como el del blasfemo quien, por el mismo acto por el que ataca a Dios o a la religión, reafirma su propia fe. Por ello ante quienes nos piden elegir en la tramposa alternativa del pacifismo o de la violencia, habría que responder como el escribano de Melville le respondía a su patrón: «preferiría no hacerlo».
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