Se informa de la crisis como fruto del azar, sin causas ni responsables, y con una sola receta para salir de la misma: planes de austeridad, ajustes y recortes. Para el reputado economista y estadístico, José Manuel Naredo, sí que hay un origen claro de la actual recesión en el estado español: «ahora estamos pagando […]
Se informa de la crisis como fruto del azar, sin causas ni responsables, y con una sola receta para salir de la misma: planes de austeridad, ajustes y recortes. Para el reputado economista y estadístico, José Manuel Naredo, sí que hay un origen claro de la actual recesión en el estado español: «ahora estamos pagando las consecuencias del festín inmobiliario de los últimos años, impulsado por la coalición de un neocaciquismo disfrazado de democracia y el binomio formado por el poder financiero y las grandes constructoras».
Naredo, que incluida la última ha estudiado con detalle tres burbujas inmobiliarias, ha realizado estas reflexiones en el segundo taller de la Academia de Pensamiento Crítico de Socialismo 21 y El Viejo Topo, titulado «¿Es España diferente? El modelo inmobiliario español y sus consecuencias económicas, ecológicas y sociales».
En Europa se distinguen dos modelos inmobiliarios. El primero, por el que han apostado Alemania o Suiza, se basa en la regulación de la propiedad y la actividad inmobiliaria, el alquiler, la vivienda social y la conservación del patrimonio. «Los países que se han movido dentro de este paradigma se han visto menos afectados por la crisis», subraya Naredo. Pero el estado español, y muy singularmente el País Valenciano, se han apuntado al segundo modelo, que les ha hundido en la recesión; reclasificaciones de suelo y plusvalías a mansalva, y vivienda libre y en propiedad (con absoluta independencia de las necesidades demográficas) son los rasgos de esta alternativa.
El economista, autor de «Luces en el laberinto» (2009) y «Raíces económicas del deterioro ecológico y social. Más allá de los dogmas» (2010), explica en su último libro algo en lo que se insiste poco: las raíces franquistas del modelo inmobiliario español. «La especulación de unos pocos se impuso durante el franquismo a la planificación urbana y la ordenación del territorio al servicio de la mayoría», explica Naredo, quien añade que Madrid se convirtió en uno de los ejemplos más logrados de este fenómeno. Además, la vivienda libre y en propiedad fue desplazando -en un proceso que culminaría en la democracia- a la vivienda social y el alquiler (antes de esta transformación, en Barcelona, Valencia o Bilbao se daba un predominio absoluto del arrendamiento). Para rematar, salta a la vista la raigambre franquista de las grandes constructoras españolas.
Por ejemplo, Naredo sitúa en «los años del desarrollismo» franquista la primera ola de «urbanismo salvaje» en el litoral, un proceso de urbanización sin precedentes (el parque de viviendas aumenta en esos años un 40%) y la demolición o reedificación de los edificios de los cascos históricos. Fenómenos, todos ellos, que se consolidarían en décadas posteriores.
Éste es el origen del disparatado paradigma inmobiliario. ¿Y los efectos? Devastadores. En plena burbuja, España consumía casi 60 millones de toneladas de cemento anuales y más de una tonelada de cemento por hectárea de media. Lo que está detrás de estas cifras -explica el profesor de la Escuela de Arquitectura de Madrid- es «la masiva destrucción de suelo y de sistemas agrarios, reclasificados de manera casi sistemática, para la obtención de plusvalías».
Se padece actualmente la resaca del boom en forma de recortes, paro y exclusión. Pero entonces, entre 2001 y 2007, la orgía se celebraba sin freno. El estado español construía más viviendas que Francia y Alemania juntas, aunque la población de estos países fuera el triple que la española y la superficie territorial, el doble. «La burbuja, concluye José Manuel Naredo, no guarda relación con la demografía ni con las necesidades básicas de la población; a medida que crece la construcción de viviendas, lo hacen también los precios, en función de las expectativas de negocio».
La denominada crisis de las deudas soberanas también se explica -en el caso español, donde el endeudamiento privado supera ampliamente al público- por el monocultivo del ladrillo. Si en 1995 (antes de la burbuja), la deuda hipotecaria de las familias españolas en relación con su renta disponible era inferior a la de franceses, alemanes, japoneses, británicos, estadounidenses y canadienses, en 2006 (en pleno boom) superaba a estos. Los ciudadanos españoles habían hipotecado irremediablemente su futuro, en un país salpicado de «operaciones» urbanísticas y «megraproyectos», y que ocupaba una posición de vanguardia en kilómetros de autovía, líneas de tren de alta velocidad y ruinosos aeropuertos provinciales.
Sin embargo, a juicio de Naredo, peor que los daños económicos, sociales y ambientales del modelo, es «el estrés psicológico y la bancarrota moral, individual y colectiva provocada»; una corrosión de los principios que conducía al agio generalizado y alcanzaba cotas de corrupción como las registradas en el Ayuntamiento de Marbella. Ahora, «con un modelo inmobiliario agotado -subraya Naredo-, en lugar de reformarlo para volver a la vivienda social (de la que carece el país) y regular el stock de pisos vacíos, se opta inexplicablemente por la reforma del mercado de trabajo o de las pensiones».
Actualmente, recuerda el autor de «El modelo inmobiliario español y su culminación en el caso valenciano» (2011), «el gran patrimonio inmobiliario está en manos del sector financiero, que está en peligro de padecer una crisis de solvencia; Ésta se hará evidente cuando los balances contables vayan recogiendo el desplome del sector del ladrillo, es decir, la desvalorización de promociones, viviendas y solares»; «una de las salidas será, a buen seguro, la creación de bancos malos, en los que las entidades financieras podrán hacer sus enjuagues, provisiones, maquillajes y guardar sus pasivos; ya están subastando a la baja su patrimonio inmobiliario y, presumiblemente, acabarán saldándolo como sucedió en Japón». Esto, bancos y cajas de ahorros. Los ciudadanos, mientras, continuarán soportando desahucios al no poder afrontar sus hipotecas.