La prestigiosa psicoterapeuta norteamericana, Virginia Satir, decía que necesitamos cuatro abrazos al día para sobrevivir, ocho para mantenernos sanos y doce para crecer. A la civilización del miedo sólo le faltaba desaconsejarnos el abrazo imprescindible. Sin embargo ya es un poco tarde. Para cuando vino la prescripción, nosotros ya estábamos pegados los unos a los […]
La prestigiosa psicoterapeuta norteamericana, Virginia Satir, decía que necesitamos cuatro abrazos al día para sobrevivir, ocho para mantenernos sanos y doce para crecer. A la civilización del miedo sólo le faltaba desaconsejarnos el abrazo imprescindible. Sin embargo ya es un poco tarde. Para cuando vino la prescripción, nosotros ya estábamos pegados los unos a los otros. Ya es difícil separarnos. No deseamos que el miedo siga escribiendo la historia humana. Triste futuro si la otra piel nos resulta extraña, si los cuerpos se temen y rechazan, si el abismo se instala.
El abrazo raramente resulta perjudicial. Máxime en estas situaciones críticas, da vida. Permaneceremos pegados, abrazados, ahí nos atraviese el «bichito» de lado a lado. Este mediático virus de la «gripe A» no es letal, pero sí la neurosis que le precede.
Si las epidermis se distancian, estamos acabados. El único virus en verdad alarmante es el de la histeria colectiva, y su primo el individualismo. La única enfermedad fulminante es ese alejamiento, ese desafecto del ser humano con su congénere, con el hermano animal, con los demás reinos de la vida, con la Madre Tierra. Si de algo no puede prescindir este mundo es del abrazo fraterno, del tacto sincero y cordial.
Lejos de desaconsejarlo, la enfermedad proporciona motivo para el contacto, para transmitir con nuestras manos la salud y la energía necesarias. En la urgencia de un cuerpo, otra alma puede asomar en la punta de sus dedos sanadores. El milagro de la sanación es sólo dejar que el verdadero amor alcance las yemas. Si bien el vacío, bien plásticos y guantes se interponen, ¿por dónde correrá el amor? Ese amor reparador que a todos nos habita, puede incluso atravesar el caucho, mas no el miedo que hizo vestir los dedos.
Poco sabemos de este tipo de azotes, pero sí lo suficiente como para observar que la mayor plaga es el descuido de la otra persona. En esta apoteosis de pánicos y desmemorias alentada por medios irresponsables, podemos llegar a olvidar la relatividad del cuerpo, materia debilitada por el miedo, materia que la histeria torna aún más vulnerable.
Cada año mueren sólo en Europa 40.000 personas por la gripe común. No tememos a un virus estrella que ocupa todas las portadas de los informativos, pero que en realidad en todo el mundo sólo ha causado al día de hoy diecisiete muertes confirmadas. Tememos la muerte lenta, la civilización depredadora de la salud, incapaz de poner fin a su dañina oferta de asfalto, hacinamiento, contaminación y ruido. Las megaurbes como México D.F. son un mega problema para la salud. En vez de cuestionar el enorme perjuicio ambiental, la raíz de las nuevas enfermedades que generan tan nocivos entornos, sólo se invierte en paliativos: mascarillas, medicamentos… Sin embargo, para que ceda esta suerte de azotes, deberán probablemente caer también máscaras de fuera y adentro.
Busquen los laboratorios su fórmula mágica, el medicamento adecuado destinado a sanar, no a hacer fortuna. Reciban los cuerpos que lo soliciten sus vacunas, pero no olvidemos la medicina preventiva, la fórmula, esa sí infalible, de la tierra cercana, del aire limpio, de los alimentos sanos, de la paz en la mente, del amor en el corazón…
Sólo la pandemia de la solidaridad y la hermandad librará a la humanidad de éste y futuros azotes que se pueden gestar en la sombra. Volemos, si así se tercia, a la patria hermana. México no puede colgar el cartelito de «no pasar». No construyamos más fronteras humanas, ya se elevan demasiadas. No creemos en el aislacionismo. ¡México, que tanto nos has dado, estamos contigo! ¡Gente querida, ahora más que nunca, te abrazamos!