Bettina Stiekel (ed) Los niños preguntan, los premios Nobel contestan. Barcelona, Ediciones Oniro 2004, Traducción de J. A., Bravo, 223 páginas. Si su estudiosa hija o su aplicado hijo, o su tutorado o tutorada, en cualquiera de sus posibles versiones, ha acabado la enseñanza primaria o está en los primeros cursos de […]
Bettina Stiekel (ed)
Los niños preguntan, los premios Nobel contestan.
Barcelona, Ediciones Oniro 2004, Traducción de J. A., Bravo, 223 páginas.
Si su estudiosa hija o su aplicado hijo, o su tutorado o tutorada, en cualquiera de sus posibles versiones, ha acabado la enseñanza primaria o está en los primeros cursos de E.S.O., es posible que sepa decirle de memoria y sin error las partes que componen un volcán, las diferentes zonas climáticas de la Tierra o liste, sin dudas y de carretilla, todos los agentes geológicos externos. Pero todo ello, como es sabido, no es garantía de amor (tampoco de odio sarraceno) por los saberes científicos ni comprensión básica de la idea de explicación científica. Acaso sean ejercicios iniciales de introducción, necesario cultivo de la memoria, aproximación a temas escolares, tareas necesarias para saltar controles iniciales de esa larga y algo monótona marcha hacia el Título académico en el que estamos convirtiendo la enseñanza institucionalizada.
Doctores tiene la Iglesia, y este reseñador no es doctor de ninguna de ellas, pero a riesgo de meter dos pies y cuatro tibias tengo para mí que la enseñanza de las ciencias (también las sociales y no digamos las formales) es netamente mejorable como mínimo en teoría y en alguno de sus tramos. Algunos datos sorprenden. Déjenme señalar hacia el norte (como quería Espriu) para que nadie se sienta ofendido. John Maddox, el que fuera director de la prestigiosa revista Science, visitó Barcelona a inicios de los años noventa. Señalando una de las paradojas de nuestras tecnificadas sociedades contemporáneas, recordó una reciente encuesta realizada entre un amplio muestreo de la ciudadanía londinense, creo recordar, en 1989. La pregunta era básica: «¿Cree usted que la Tierra gira alrededor del Sol o más bien es el Sol quien gira alrededor de nuestro planeta?» No se preguntaban las razones de la creencia y, desde luego, no hay que olvidar la notable confusión semántica e imprecisión de muchos de estos cuestionarios. A veces, no se sabe si se está preguntando por percepciones, por saberes de fondo, por creencias de otros, por usos del lenguaje o por lo que alguna vez se ha podido soñar o imaginar. Pero, sea como fuere, los datos en este caso eran alarmantes: la mitad de los ciudadanos londinenses creían que la Tierra giraba alrededor del Sol, pero había un 30% que no sabía cómo responder la pregunta y un 20% que creía que era el Sol el que giraba alrededor de la Tierra. Es decir, de cada dos ciudadanos de aquella época y en aquel territorio tan sólo uno tenía una creencia verdadera, sobre la cual, obsérvese, no se preguntaba su fundamento básico.
Pues bien, parece necesario retomar un punto que algunas tradiciones emancipatorias cultivaron con éxito y con eficacia: dar cuenta a las personas no especializadas, es decir, a todos, dado que nadie es conocedor profundo de muchos temas, las líneas básicas del conocimiento científico positivo de cada época. Aceptada la conveniencia de la tarea, la cuestión que se impone es preguntarse por el mejor método de abordarla. Desde mi modesto, poco especializado y sin duda refutable punto de vista, creo que la introducción mediante temas y preguntas es mucho más eficaz que la enseñanza de leyes, teoremas y categorías básicas. Si se quiere, en lugar de empezar dando cuenta de la ley de los números impares de Galileo, del principio de Arquímedes o del teorema pitagórico de los números perfectos, mejor sería plantearse interrogantes como por qué los flanes con blandos y las rocas son duras, por qué son verdes las hojas de los árboles, por qué es azul el cielo, por qué enfermamos o por qué olvidamos algunas cosas y otras no.
Algunas de las respuestas a estas y a otras preguntas, podemos encontrarlas en el volumen coordinado por Bettina Stiekel, con el sin duda publicitario título, sin alteración en la traducción, Los niños preguntan, los premios Nobel contestan. Pero, más allá de lemas comerciales, hay algo de lo anunciado en este volumen. Algunas de las preguntas son preguntas usuales de niños de diversas edades. Tiene razón, y da razones, nuestro cercano metafísico Miguel Candel cuando insiste en la arista filosófica que acompaña a todos nosotros en algunos estadios de nuestra infancia. Axel Hacke, autor del prólogo, nos da un interesante ejemplo. Su hijo Luis le espetó un día con este pregunta: «Oye para, ¿tú para qué existes?». Se lo confieso, mi hijo, hasta ahora, para mi bien, nunca me la ha formulado. Espero que su situación sea similar. Pero, en cambio, a Hacke sí. Como no sabía qué responder, contestó con una pregunta: «¿Y a ti que te parece? ¿Para qué existo?. El niño arrugó su lisa frente de cinco años y respondió: «Para llevarme a la escuela todas las mañanas, para leerme un cuento a la hora de acostarme, para llenarme la bañera, para jugar conmigo». ¿Y tú para que éstas?, volvió a preguntar Hacke. Y Luis, sin vacilar, contestó: «¡Para jugar!». Juguemos, pues.
No es fácil negar la validez perceptiva de las respuestas del joven filósofo. Pero no siempre los niños y los jóvenes que se preguntan sobre esas cuestiones tienen respuestas aceptables a sus interrogantes. En el volumen que comentamos se hallan algunas de ellas. Y, hay que admitirlo, las secciones enmarcables en el ámbito de las ciencias sociales no están entre las cumbres de esta cordillera. No hay que perder mucho tiempo leyendo a Shimon Peres, al Dalai Lama o incluso a Mijaíl Gorbachov. La verdad: no se han lucido. En cambio, puede leerse con provecho la respuesta de Desmond Tutu a la pregunta «¿Por qué hay guerras?» y, sobre todo, por su calidad literaria y humana, la respuesta de Kenzaburo Oé a ¿Por qué es necesario ir a la escuela?», al igual que la magnífica entrevista con Dario Fo sobre «¿Quién inventó el teatro?».
Hay dos antológicas y, precisamente, de dos premios Nobeles de Economía: la de Reinhard Selten- «¿Por que han de ir a trabajar mamá y papá?»- y la de Daniel McFadden – «¿Por qué hay pobres y ricos». Este último, en su exposición, no tiene ningún reparo en apuntar negro sobre blanco que, desgraciadamente, apenas se puede hacer nada para cambiar nuestra situación: «Vivimos en un mundo injusto, y punto. No hay nada más que decir. Sé que es un hecho difícil de aceptar. En varios miles de años la humanidad no ha inventado ningún sistema económico que haga posible un reparto equitativo del bienestar, de tal manera que no haya pobres» (p.46). E, igualmente, sobre los impuestos, que se aplican para conseguir que «los pobres no lo pasen demasiado mal», pero que «cuando se utiliza la política fiscal para conseguir que todos acabemos al mismo nivel, nuevamente desaparecen todos los incentivos, necesarios en principio para que funcione la economía de mercado» (p.49), sin olvidar el cínico, tontorrón y estúpido final de su texto: «He de reconocer que vivo en una casa bonita y tengo un buen coche, grande y confortable. Siempre he dicho que no me importaría vivir de una manera menos acomodada. Pero en realidad no estoy seguro de que eso sea verdad» (p.50). ¡Con la altura de miras de estos científicos sociales no es de extrañar que cualquier estudiante sensato se quiera dedicar a la matemática oscence del siglo XVIII!.
Pero no se asusten. No todo es así. Todo lo contrario. Dejando aparte la discutible aproximación del Premio Nobel alternativo George Vithoulkas al tema de la enfermedad y la homeopatía, el volumen tiene joyas con premio dentro. Por ejemplo, el texto, el hermoso texto de Mario J. Molina sobre el azul de nuestro planeta, el magnífico desarrollo de Klaus von Klitzing sobre los flanes blandos y las rocas duras, la argumentación de Richard J. Roberts sobre la imposibilidad de vivir tan sólo con patatas fritas, el admirable trabajo de Sheldon Glashow sobre el tiempo de rotación de la Tierra y, desde luego, la excelente deducción de por qué 1+1 es igual 2 de Enrico Bombieri, medalla Fields de 1974. Una sugerencia: lean (y relean) uno de estos cuentos a sus hijos cada semana durante un semestre. Un objetivo: intentemos que cuando finalicen la enseñanza básica cada uno de nuestros jóvenes sepa explicar, a su modo y con sus propias palabras, el contenido de lo que aquí se apunta. ¡Tenemos exceso de vocaciones científicas para dos lustros y medio!
Finalmente, en algún caso, hay regalos inesperados, reflexiones morales y vitales que apuntan más de allá, mucho más allá, de lo estrictamente científico. Por ejemplo, ésta con la que Bombieri cierra su contribución: «(…) Pero no olvides una cosa: por bella que sea esa ciencia [la matemática], no lo es todo. Hay cosas más importantes en el mundo, y la primera es la humanidad. Yo he sido padre de una criatura minusválida. Mi hija es sorda y retrasada mental, pero es un ser maravilloso. Acerca de la vida, he aprendido de ella más que en todos los libros de teorías matemáticas que he estudiado desde mi infancia. Mi hija es lo mejor que me ha pasado en la vida» (p. 220).
En síntesis: un cuento (científico) para cada semana del año no hace ni puede hacer ningún daño.
Salvador López Arnal