Recomiendo:
0

De cómo el Estado construye a un héroe para que la masa lo venere

«Para la historia, un genio; para la Patria, un Dios»

Fuentes: Rebelión

«En los primeros meses de la gloriosa revolución de América, fue indolente hacia su felicidad, o, más propiamente hablando, enemigo implacable de ella. Un poco después, patriota intruso, accidental y por motivos innobles. Considerado altamente por nuestro gobierno desde que se agregó a las banderas de la patria, desagradecido desde un principio a las distinciones […]

«En los primeros meses de la gloriosa revolución de América, fue indolente hacia su felicidad, o, más propiamente hablando, enemigo implacable de ella. Un poco después, patriota intruso, accidental y por motivos innobles. Considerado altamente por nuestro gobierno desde que se agregó a las banderas de la patria, desagradecido desde un principio a las distinciones del mismo gobierno. En seguida insubordinado, inobediente, rebelde. Traidor a los destinos de la América, desertor de sus estandartes. Confabulado con los españoles para esclavizar nuevamente al país, auxiliar de ellos. Fanático, turbulento, seductor de los pueblos, anarquista… Ambicioso sin talentos, ni virtudes, sin ninguna de esas prendas de espíritu de que jamás carecen los pretendientes grandes». Este breve texto de Cavia, dado a luz en el año 1818, sintetiza la visión que teníamos de Artigas antes de convertirlo en un «ser impoluto, perfecto», «apóstol de la idea republicana», «agente y propagandista incansable de la soberanía popular», «promotor único de la organización de las Provincias del antiguo Virreinato», «fundador de pueblos y de nacionalidades» y «portaestandarte de las ideas de humanidad y de orden».

¿Cómo se operó este cambio que situaría al temible Artigas en el escalón más privilegiado del altar patrio? En los primeros años de nuestra vida llamada independiente, en tanto Artigas sufría de un juicio condenatorio, los 33 Orientales y los Constituyentes se recordaban en las fiestas cívicas. Esta solución satisfacía en parte a los sectores de las clases dirigentes, ya que la vertiente blanca se asociaba a la gesta de los 33, y la colorada a la sabiduría de la Constituyente. Sin embargo, esa bifurcación en la elección del procerato tenía dos grandes inconvenientes. El primero era dejar abierta la brecha a futuros enfrentamientos en un país que adolecía de una intermitente y porfiada guerra civil. El segundo era diluir la heroicidad entre varios individuos. Llegado a cierto grado de evolución de la historia de las religiones, un sólo dios se erige en rey de todos los demás, desplazándolos, como manifestación de un mayor grado de abstracción en la representación de lo divino. Esta ley se aplica con igual rigor a la evolución del procerato de los Estados.

Aquella situación de revuelta permanente que sufría el país, comenzaría a revertirse con el acceso al poder de los militares en el último cuarto del siglo XIX. Luego de la introducción de la ganadería, éste fue el cambio más importante en la región que sería conocida como República Oriental del Uruguay. Con el militarismo, el Estado se convierte en un instrumento de intimidación, con su fusil de retrocarga Remington, su Mauser, su Código Penal, su taller de adoquines, su escuela pública y su historia oficial con sus correspondientes fiestas cívicas. En esta década crucial, y particularmente con el acceso al poder del farolero Máximo Santos, el Estado decretará que Artigas es el «fundador de la nacionalidad uruguaya». Aquella declaración surtió el efecto de un pistoletazo que diera inicio a una carrera o estampida entre artistas e intelectuales, esforzándose por labrar la mayor gloria del héroe. En 1883 se resuelve la erección de un monumento en bronce en la Plaza Independencia, fundamentado por el diputado Bustamente de esta manera: «el General Artigas, ajeno a todas las persecuciones de partidismo que se suscitaron después de nuestra emancipación, es un hombre que pertenece a todos los partidos, es un hombre que pertenece a la patria, es un hombre que pertenece a la Nación, que es el fundador de ella». Luego de un llamado a concurso, sería elegida la obra de un escultor italiano. Esta escultura no tenía ningún parecido con nuestro héroe, pero como argumenta Zorrilla de San Martín, lo fundamental no es Artigas en sí, si no la idea que debe primar en la población: «el Artigas de Zanelli puede no ser un retrato de Artigas, pero es la forma bella, consagrada por la humanidad e inteligible para todos los hombres, del espíritu del héroe Oriental, de su carácter, de su misión histórica. […] es un monumento que, dentro y fuera del país, hablará en lengua universal, de nuestras glorias.» Contemporáneamente, el Senado encarga a Blanes un retrato, y en el año 1884 se expondrá, con gran suceso de público, «Artigas en la puerta de la Ciudadela», lugar donde el homenajeado jamás estuvo durante su período revolucionario. Éste será considerado, por ley, el retrato oficial de Artigas, que es una forma de decir: «Artigas es éste, no otro» y efectivamente, así, y no de otra manera, pasará a ocupar un lugar en nuestra imaginación. ¿En qué se parecía este Artigas al real? Nadie mejor que Blanes para decírnoslo: «se parece tanto como un huevo a una castaña». Antes de este retrato contábamos con uno realizado por Demersay, retrato que aunque verdadero (todo lo verdadero que puede ser un retrato) era sumamente inadecuado para representar al Estado, pues los héroes mitológicos, expresión de una fuerza en lucha contra el mundo, deben morir en su plenitud, y a la hora de ser representados, deben representarse en su plenitud: el semidiós Aquiles muere joven, el semidiós Jesucristo muere a los 33 años, y a la misma edad muere el héroe escocés William Wallace. El Che Guevara (el Jesucristo de la izquierda latinoamericana) muere a los 40 años, y James Dean, Marylin Monroe, John Lennon o Jim Morrison, no superaron esa edad.

En un principio, y durante milenios, los reyes cumplieron el rol de representar la fuerza pujante de la naturaleza proveedora de vida. Apenas sus mujeres denunciaban que su fogosidad había disminuido, eran sacrificados y reemplazados por uno más pujante, hasta que apareciera una cana o cualquiera otra evidencia de merma física, que simpáticamente significara la merma de la abundancia de la naturaleza, sumamente peligrosa para la sociedad.

El único retrato verídico de Artigas adolecía de una cantidad de defectos. No era el retrato adecuado para que un héroe fuera idolatrado por las futuras generaciones. Demersey nos lo representa golpeado por los años y en el exilio, lugar del cual jamás regresaría, pues, como dijera, «yo ya no tengo patria». No era conveniente recordar que en vez de morir luchando, como todos los héroes, había elegido una razonable comodidad terrestre.

Dotado el héroe de un rostro, faltaba atribuirle palabras imperecederas. Entre los años 1880 y 1882 se publican los tres tomos de la «Historia de la dominación española en el Uruguay» de Bauzá; en 1884 el «Artigas» de Ramírez, libro que se agotará inmediatamente; al año siguiente «El General Artigas y su época», de Maeso; y en 1886 «Artigas-Estudio histórico» de Fregeiro, autor que lanza, con espectacular suceso, la idea del «Éxodo del pueblo oriental». Estos escritores fundarán el culto a Artigas y crearán la matriz en la cual, posteriormente, centenares de autores volcarán millones de páginas apologéticas (1).

Ante la necesidad de tener un héroe, el Estado no reconoce escrúpulos. Artigas decidió vivir y morir en Paraguay, sin embargo sus restos fueron exhumados, transportados y abandonados por fin en un depósito de la Aduana. Luego fue llevado al Cementerio Central, al panteón del presidente Gabriel Pereyra, de donde pasó al Panteón Nacional apenas terminado de construirse en 1877. En el centenario de su muerte se organizó un homenaje, por lo que fue trasladado con gran pompa desde el Panteón Nacional a un túmulo erigido al efecto al pie del Obelisco. El 21, 22 y 23 de septiembre fueron tres días y noches de apoteosis, en los cuales los representantes del Estado y el pueblo en masa, rindieron culto arrojando flores sobre el féretro del caudillo federal. Luego, los militares, temiendo un secuestro por parte de la guerrilla que ya había usurpado la bandera de los 33, lo escondieron en un regimiento de caballería, de donde salió para ubicarse en el mausoleo, una obra de muy dudoso gusto fascista injertada en el centro de la Plaza Independencia. De allí, la democracia reconquistada quiso llevarlo a un lugar con una simbología menos tenebrosa, pero el pueblo, que acudió a pie y a caballo, lo impidió.

Luego que su busto fuera desperdigado por todas las plazas, escuelas y comisarías, luego que se escribieran poemas en su honor, tales como «Él» de Rubén Darío, luego que se editaran novelas elogiando la actitud caudillesca de regar el suelo con multitud de hijos, luego que se hicieran canciones entonadas a voz en cuello en los fogones, luego que nos sorprendieran con un film donde vemos a Artigas abrazado a los charrúas, drogado, y con los ojos idos en una especie de ritual cherokee, y luego que se diera su nombre a las principales calles y plazas, inclusive de los pueblos más apartados del país, sólo faltaba situar el lugar idóneo de peregrinación de la masa de fieles. No el lugar que recuerde su muerte, tampoco el que recuerde su nacimiento, se necesitaba un lugar que cumpliera las exigencias del mito, el lugar donde el héroe se encontraba en la plenitud de sus poderío. En el año 2003, bajo el gobierno del colorado Jorge Batlle, se inició una investigación por parte de la Universidad de Humanidades y Ciencias de la Educación, para determinar si el espectacular casco de estancia de Gutiérrez Amaro, que con sus dos patios moriscos y 32 habitaciones, ubicado en una privilegiada loma que nace al pie del río Uruguay, correspondía o no al cuartel general de Artigas, que pasó a la historia bajo el truculento nombre de «Purificación». La investigación, comandada por el arqueólogo López Mazz y la historiadora Ana Frega, concluyó que era posible que la actual casa hubiera utilizado, en su construcción, restos de una casa anterior, que a su vez habría utilizado restos de otra anterior, la cual hubiera sido la casa en que estuvo Artigas entre 1815 y 1818. Pasó desapercibida, sin embargo, la visión minoritaria representada por el arqueólogo Antonio Lezama, que ubicó el campamento de Artigas en otro sitio que nada tiene que ver con la tentadora casa de Gutiérrez Amaro. Luego de conocido el informe, los académicos del Instituto Histórico y Geográfico del Uruguay advirtieron que se carecía de certeza científica para determinar el lugar exacto donde se ubicara Purificación, entre otras razones porque la FHCE realizó apreciaciones erróneas de planos del siglo XIX, particularmente a la hora de compararlos con cartografías modernas. Leyendo objetivamente esta información uno concluye que si en algún lugar estuvo ubicada la casa de barro y paja en que vivió Artigas, fue en cualquier lugar menos donde sugiere el informe de la FHCE, sin embargo, desoyendo las opiniones más sensatas, y atendiendo al informe oficialista, el Presidente José Mujica estampó su firma al pie del decreto de expropiación.

No debe pasar desapercibida al lector la identidad de propósitos de los gobiernos, sean colorados o frenteamplistas, a la hora de materializar un nuevo lugar de culto al dios del país. Hemos visto cómo nuestro gobierno justifica la contaminación de las papeleras, la contaminación de las minerías a cielo abierto o la privatización de las dunas del Cabo Polonio, ante la necesidad de aumentar la riqueza nacional. «Contaminan, pero dan trabajo» es el poderoso argumento esgrimido. La estancia de Gutiérrez Amaro incrementa la riqueza nacional criando ganado, pero la sagrada e inviolable propiedad privada, el mito de los mitos de nuestra civilización, sucumbe ante la necesidad de fortalecer el mito del héroe a través del cual una población rinde culto a su Estado. No en vano Carlos de Castro, Ministro de Gobierno de Máximo Santos y Gran Maestre de la Masonería, a la hora de justificar la proscripción del «Bosquejo histórico de la República Oriental del Uruguay» de Francisco Berra, había escrito que el libro sería maldito pues no concurría «al fin elevado que persigue el Estado al señalar como tradición, la muy gloriosa del General Artigas, que venera el pueblo y que se perpetuará con el tiempo a pesar de cualquier obstáculo».


Notas:

(1) «Francisco Berra: la historia Prohibida», Guillermo Vázquez Franco, ediciones el mendrugo. Al lector que quiera transitar el sinuoso camino de la historia prohibida le aconsejamos la lectura del citado «Bosquejo histórico de la República Oriental del Uruguay» de Francisco Berra, el ensayo «El padrenuestro Artigas, Señor de nuestra tierra» del libro «Pensamiento salvaje», Marcelo Marchese, ediciones el mendrugo, y el siguiente artículo de Carlos Rehermann http://www.henciclopedia.org.uy/Columna%20H/RehermannArtigas.htm 

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.