Andrés de Francisco es doctor en filosofía y profesor titular en la Facultad de CC. Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid. Ha trabajado en el campo de la metodología y la teoría social, donde ha publicado Sociología y Cambio social (Barcelona, Ariel: 1997) y Capital Social (Madrid: Zona Abierta, 2001). Miembro fundador […]
Andrés de Francisco es doctor en filosofía y profesor titular en la Facultad de CC. Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid. Ha trabajado en el campo de la metodología y la teoría social, donde ha publicado Sociología y Cambio social (Barcelona, Ariel: 1997) y Capital Social (Madrid: Zona Abierta, 2001). Miembro fundador el Grupo de Sociología Analítica (FES) y coautor del manifiesto «Por un Giro Analítico en Sociología» (RIS, vol. 67, 2009), la filosofía y teoría políticas es otro campo de su interés. En este ámbito ha publicado numerosos artículos además de Republicanismo y democracia (Buenos Aires: Miño y Dávila, 2005) y Ciudadanía y democracia: un enfoque republicano (Madrid: La Catarata, 2007). Su último libro, La mirada republicana , nudo central de esta conversación, ha sido editado también por los Libros de la Catarata (2012).
Estábamos en asunto ideológicos. Vindicas la noción de ideología a pesar, afirmas, que con frecuencia se usa el adjetivo «ideológico» de forma peyorativa. No es, pues, para ti falsa consciencia como acostumbraban a decir los clásicos. Sostienes que lo esencial de una ideología de izquierdas es «ser antielitista». ¿Y eso qué significa?
La ideología como falsa conciencia de una realidad invertida o desgraciada es una poderosísima idea de Marx, que sigue teniendo validez. Pero yo en la Introducción del libro me refiero a la ideología en un sentido post-marxiano, como conciencia social positiva, como sistema de valores, dispositivos emocionales y hasta hábitos del corazón. Y reivindico una ideología de izquierdas frente a los intentos de «superación» de las ideologías políticas camuflándolas en visiones puramente tecnocráticas de la realidad social, supuestamente neutrales ideológicamente.
Ser antielitista significa ser demócrata de verdad, considerar al otro como sujeto de derechos de libertad real, como un fin en sí mismo dada su dignidad moral. Significa horizontalidad cívica. Que nadie viva de manera subalterna, dando gracias y pidiendo permiso, sin mirar a los ojos, sin sostener la mirada y agachando la cabeza por miedo al castigo del «superior». Significa ausencia de privilegios, control democrático del poder, y gobernar y ser gobernado por turnos. Significa educación y autoeducación constante de la ciudadanía y garantías públicas para el autorrespeto de todos. Hay talentos superiores, capacidades excepcionales. Muy bien, sean distinguidos y premiados. Pero no con derechos especiales ni con poderes arbitrarios o permanentes; tampoco con cuotas desproporcionadas de influencia política, ni acceso privado a recursos escasos ni representaciones especiales de sus intereses. ¿Entiendes por dónde voy? Además, las élites históricas no han sido élites morales, sino económicas; y su hegemonía cultural ha derivado de su posición privilegiada en la estructura del poder social. El elitismo sigue a la propiedad. Aunque no se acaba en ella, desgraciadamente.
En el primer capítulo del libro sostienes que la teoría republicana es una teoría normativa y también, por ello mismo, una teoría crítica. ¿Cuándo una teoría es crítica? ¿Las ciencias naturales o formales tienen teorías críticas?
Si tú tienes una buena teoría de la justicia, por ejemplo, tienes el fundamento para hacer buena crítica social. Pongamos por caso: la teoría de la justicia de Rawls. A mi entender, es un potente artefacto teórico para enjuiciar críticamente el capitalismo, entre otros sistemas socio-económicos, pues está muy lejos de satisfacer los principios de la teoría. Ahora bien, esa teoría debe cumplir determinados requisitos para ser buena teoría crítica o su fundamento. Además de la consistencia interna (central en toda teoría) las teorías crítico-normativas -digo en el libro- deben contemplar su propia factibilidad como condición de validez teórica. Por eso, siguiendo con el ejemplo de Rawls, es tan importante el problema de la estabilidad de su teoría de la justicia, su compatibilidad con las psicologías del mundo real, donde hay envidia y rencor, y miedo, servilismo o afán de dominación. Si hubiera una incompatibilidad de principio, la teoría sería «inestable» y de poco serviría: se desmoronaría tan pronto la implantáramos. Y la estabilidad práctica de cualquier teoría ético-normativa no es más que un aspecto de su factibilidad. Ahora bien, además de eso, ahora que me das la oportunidad de extenderme…
Adelante, no pases pena, no hay prisas. La lentitud y la minuciosidad también pueden ser virtudes republicanas.
Gracias, Salvador. Añadiría que la crítica social, además de buenas teorías normat ivas factibles, necesita de un buen diagnóstico, esto es, de análisis (por cierto, como sabes bien, kritikē viene de krínein, que significa analizar, discernir). Sin saber cómo funciona o cómo es objetivamente el capitalismo, difícil será aplicarle teorías normativas. Erik Olin Wright acentúa ambos aspectos -el analítico y el normativo- en su concepción de la teoría crítica (Envisioning Real Utopias, cap. 2). Yo estoy muy de acuerdo con él.
Lo que no tengo tan claro es que pueda haber buen diagnóstico social sin supuestos normativos, que pueda haber, dicho directamente, una ciencia social libre de valores. No creo, por ejemplo, que haya una teoría «aséptica» de la explotación o de la opresión. Un cerebro que no construyera juicios de valor no entendería cabalmente la idea de transferencia de plustrabajo o la idea de poder arbitrario, y no creo que pudiera hacer un diagnóstico de la realidad social basado en esos conceptos. Más aún, los «hechos obervacionales» de las ciencias sociales no son independientes de los sistemas de clasificación construidos culturalmente y cargados de evaluaciones. Hilary Putnam ha argumentado convincentemente en este sentido. Las ciencias naturales -y respondo a tu última pregunta- son otra cosa. Aunque es verdad que muchas veces se prefieren unas teorías a otras por su mayor coherencia o su mayor simplicidad, y que estos -la simplicidad o la coherencia- son valores, no creo que eso las convierta en teorías normativas en el sentido en que, por ejemplo, lo es la teoría del método. O en el sentido del republicanismo como teoría del buen gobierno y de la buena sociedad.
No puedo resistir hacerte una pregunta epistemológica. Si no hay ciencia social sin valores, cabe inferir que habrá tantas ciencias sociales concretas como conjunto de valores consistentes puedan mantenerse. Si fuera así, ¿cómo nos podemos de acuerdo, cómo discutir sobre esos valores que inexorablemente acompañan a las ciencias sociales? Entiendo igualmente que estás diciendo que una máquina de Türing potente, sin valores, no podría demostrar, por ejemplo, las inconsistencias de la teoría económica neoclásica. ¿Es el caso? ¿Entiendo bien tu idea?
No exijamos a las ciencias sociales lo que no exigimos a las ciencias naturales. Yo no diría de éstas, parafraseándote, que «si no hay ciencia natural sin teorías, cabe inferir que habrá tantas ciencias naturales como conjuntos de teorías consistentes puedan mantenerse». Yo diría que la ciencia social no puede reducirse a sociografía, sino que tiene que construir teorías. Y las teorías sociales están cargadas de valores. Lo que no quiere decir que haya tantas «ciencias sociales» como sistemas de valores, pero sí que la pluralidad de teorías pueda tener que ver con esos sistemas valorativos. Y respondo a la segunda parte de la pregunta: seguramente esa potente máquina de Türing pudiera demostrar las inconsistencias de la teoría neoclásica (no lo sé), pero estoy seguro de que no podría construir una teoría que, como la neoclásica, gravita sobre el concepto de utilidad, cuyo contenido relativo a una cultura de valores me parece evidente.
Hablas de la rotación y la brevedad como desiderata republicanos del buen gobierno. Si no hay tales, ¿no hay buen gobierno? ¿En toda circunstancia y ocasión?
Bueno, yo no diría tanto. Pero es muy difícil la autoperpetuación en el poder -de un individuo, de un grupo- sin la formación de clientelas que legitiman ese poder y, legitimándolo, se benefician de él. Y así se forman bloques cerrados de poder muy permeables a los intereses mejor organizados de la sociedad que, por eso mismo, acaban por consolidar equilibrios oligárquicos más o menos encubiertos. La no-reelegibilidad y la brevedad de mandatos son medidas preventivas muy caras a la tradición republicana. De la misma manera que el sorteo -tan olvidado- fue durante siglos una seña de identidad del republicanismo democrático. Las razones eran las mismas: evitar que siempre gobernaran los mismos.
Me ha quedado la pregunta en un cajón cercano. La formulo ahora: ¿los gobiernos cubanos no serían pues formas de buen gobierno en tu opinión? En cambio, desde esa única perspectiva, sí lo serían los gobiernos usamericanos donde las élites políticas, no tanto las económicas, se renuevan parcialmente cada cierto tiempo.
La rotación de las élites no es la rotación en la que yo pienso. Me interesa el republicanismo democrático, y pienso en la rotación como una medida para el fortalecimiento de la democracia, como un mecanismo de división diacrónica del poder que contribuye a evitar el faccionalismo y la perversión elitista y oligárquica de la democracia. Un partido único termina penetrando en las organizaciones de base, en sus asambleas, en su democracia, y devora la soberanía. Pero, claro, hay situaciones de emergencia que lo hacen necesario. La dictadura, como sabes, es una figura de la cultura republicana, pero una figura temporal limitada a la coyuntura excepcional de la amenaza exterior que pone en peligro la supervivencia del Estado.
Afirmas que la síntesis aristotélica es fundamentalmente conservadora, sin embargo destacas la esencial importancia de Aristóteles a la tradición republicana. ¿No hay aquí alguna ligera contradicción?
La idea aristotélica de la síntesis me parece fundamental, pero Aristóteles le da un tratamiento conservador porque parte de la estructura social de la propiedad tal como está dada. Por eso excluye a los nullatenendi de la plena ciudadanía republicana y hace del pequeño campesino libre la base social de su mesocracia. Lo que digo en el libro es que se puede hacer una lectura más radical de la síntesis y pensar que la estructura social de la propiedad puede ser transformada para, por ejemplo, extender la propiedad a los desposeídos. En ese caso, la síntesis republicana sería muy diferente. En general, el pensamiento político republicano ha sido muy directamente aristotélico y, por eso, el tronco principal del mismo ha sido oligárquico y demofóbico. Pero, al igual que hubo una izquierda hegeliana, pienso que también ha habido una izquierda aristotélica. Esa izquierda es democrática, pero se toma en serio la crítica aristotélica a la misma democracia. Por eso, para la izquierda aristotélica la cuestión de la redistribución de la propiedad -o su socialización- resulta central, por su conexión con la virtud y la libertad real. En mi anterior libro, situaba a Rawls en la derecha hegeliana y en la izquierda aristotélica. Marx estaría a la izquierda de Hegel y a la izquierda de Aristóteles; pero se tomó a ambos muy en serio.
Y esa socialización de la propiedad de la que hablas, ¿cómo puede concretarse? ¿Mediante cooperativas? ¿Nacionalizaciones controladas por la ciudadanía? No es fácil ver una concreción factible y económicamente eficaz de la extensión de la propiedad de los desposeídos podría señalarse críticamente. La propiedad es un robo, se dirá; tal vez sea así pero económicamente es ineludible, lo otro, las quimeras ensayadas, son el socialismo irreal e ineficaz.
Respondes en la misma pregunta, al menos parcialmente.
Sin enterarme casi de lo que yo mismo apunto.
Cooperativas agrarias, cooperativas obreras, nacionalización de los sectores estratégicos, banca, energía, telecomunicaciones… Además, está el Estado como agente regulador para la desmercantilización y la consolidación de límites social-republicanos a la propiedad de determinados bienes, como la vivienda. Y está la provisión estatal de toda una batería de bienes y servicios públicos, cuales son la educación, la salud, la administración de justicia, la seguridad social, que pueden entenderse como propiedad común de la ciudadanía. Todas éstas son concreciones -a mi entender, factibles- de estrategias políticas de socialización. Y luego está el cambio de hábitos, de cultura material, de ethos. Es algo en lo que nuestro común amigo, Joaquín Miras, insiste mucho, y tiene razón. Pienso en cosas tales como en un ethos (y una pedagogía) de la reciprocidad y la cooperación, de la prudencia y la moderación (por ejemplo, en el consumo, o en la gestión de bienes públicos), del autocontrol y la verdad, de la austeridad y la sencillez, de la amistad y la palabra, de la compasión y la fraternidad. No creo que se pueda hacer socialismo sin todo eso.
Al republicanismo democrático le interesa, en tu opinión, que el decisionismo político favorezca equitativamente los intereses de los grupos más vulnerables, sean mayorías o no. Tal finalidad, ¿no presupone la existencia de una sociedad escindida en clases como horizonte no alterable de intervención, sociedad escindida en la que habría que proteger a los más desfavorecidos?
Salvador, yo no creo que pueda haber una sociedad perfecta, más allá del conflicto, plenamente armónica. Aun sin clases sociales, habría divergencias de intereses y hasta antagonismos. Y, por tanto, habría también vulnerabilidades relativas, potenciales perdedores. Además, en una sociedad perfectamente armónica no habría lugar para la crítica social ni espacio para la izquierda: ¡qué aburrimiento! Bromas aparte, lo cierto es que la república, que aspira a la síntesis y a la justicia social, nace del conflicto y propone todo un arsenal de métodos para la gestión del conflicto de intereses sociales con la idea puesta en evitar el faccionalismo y la corrupción, y alcanzar el bien común. La deliberación es uno de esos métodos pero -digo- no es infalible ni omnipotente. Hay antagonismos resistentes a su disolución en consensos deliberativos. Y en esos casos, hay que decidir hacia dónde tira la ley, por quién toma partido. En ese momento hablo de la equidad como principio regulador de la propia ley, como mecanismo para la «rectificación de la justicia legal». Y simplemente añado que al republicanismo democrático le interesa que el decisionismo político se incline equitativamente a favor de los grupos más vulnerables.
Defíneme el bien común .
Tú y yo, dos individuos muy diferentes, con intereses gustos y preferencias diferentes, resulta que tenemos que compartir piso. Nos reunimos en el salón para decidir sobre las reglas del juego que habrán de regular nuestra convivencia. Hablamos sin coerción. Entonces yo voy y digo: «mira, tú vas a limpiar la cocina, a barrer la casa y a fregar los suelos a diario. Es que yo no puedo porque tengo que estudiar». Obviamente, esta es una regla que sólo me beneficia a mí, no es razonable y, por tanto, no te convence. Como eres inteligente y libre, la rechazas. En buena lid, si deliberamos tú y yo, terminaremos moviéndonos en un terreno nuevo, el de la libre razón pública, y argumentaremos en términos de nuestros intereses comunes. Al final co-decidiremos -acordaremos o consensuaremos- un conjunto de reglas que puedan convencernos a ambos: será nuestro bien común, nuestra ley. Desde esa ley, habrá cosas que no podremos hacer ninguno de los dos y otras que estaremos obligados a hacer. Lo gracioso es que sin ese orden político, sin ese bien común, será difícil que podamos disfrutar incluso privadamente. Nos llevaremos mal, habrá conflicto, tenderemos a encerrarnos cada uno en nuestro cuarto, a puerta cerrada, y dejaremos de hacer cosas que nos apetecería hacer a ambos: charlar, cocinar juntos, ver una buena peli, compartir amigos, opiniones, información. Nuestra vida privada empeorará.
Además, sin ley, sin polis, todo es posible y no puedo definir mis intereses privados ni confiar en mis propias expectativas respecto al comportamiento del otro. Sin bien público no hay confianza en el otro, no sé a qué atenerme y entonces mi propio bien privado se vuelve precario y vulnerable. Mis propios derechos de libertad no están garantizados. Al perder el bien común estropeamos nuestro bien privado. Para cada espacio público de convivencia e interacción hay un bien común. Lo difícil es buscarlo, hallarlo y mantenerlo. Y, naturalmente, a medida que la sociedad gana en complejidad, resulta mucho más complicado hallar ese bien común, porque parte de su bondad radica en que sea compatible con los múltiples bienes comunes de los múltiples espacios públicos que la sociedad en su conjunto -dada esa complejidad- contiene dentro de sí. Por eso resulta tan sugerente la idea rawlsiana del «consenso entrecruzado».
Hablamos, si te parece de la perversidad del particularismo de la ley y la acción pública
De acuerdo.
Nota edición:
La primera parte de esta entrevista puede verse en http://www.rebelion.org/
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