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Discutamos las propuestas políticas de las novelas

Para leer Deseo de ser punk, de Belén Gopegui, contra el valor literario y la ideología dominante

Fuentes: Rebelión

Sobre muchas de las reseñas literarias que se publican en España en periódicos y medios especializados sigue pesando la sombra de la crítica genética. En mis tiempos de la Facultad de Filología en la Universidad de Salamanca había un profesor -Don Eugenio de Bustos-que era capaz de deslumbrarnos a todos porque podía identificar línea a […]

Sobre muchas de las reseñas literarias que se publican en España en periódicos y medios especializados sigue pesando la sombra de la crítica genética. En mis tiempos de la Facultad de Filología en la Universidad de Salamanca había un profesor -Don Eugenio de Bustos-que era capaz de deslumbrarnos a todos porque podía identificar línea a línea todas las fuentes de El Quijote.

Deseo de ser punk, la última novela de Belén Gopegui no escapa a esta tendencia filogenética de la crítica literaria española. No bien había llegado la novela a los anaqueles de bibliotecas y librerías, cuando la crítica ya se apresuraba a señalar su parentesco con El guardián entre el centeno, así como las similitudes y diferencias que median entre Holden Caulfield, el protagonista de la novela de Salinger y Martina, la protagonista de la novela de Gopegui. El problema con este tipo de interpretaciones es que identificar todas las fuentes de un texto no implica leerlo críticamente, sino más bien encerrar la literatura dentro de la literatura: si toda literatura fuera sólo una cita, una referencia a otro texto escrito antes, la literatura sería un discurso tautológico, un objeto sublime: dejaría de ser de este mundo, no podría intervenir en la realidad.

Otra cosa muy diferente sería decir que Deseo de ser punk es una reescritura de El guardián en el centeno. La reescritura no es ni pura mimesis ni el señalamiento de una referencia erudita para añadirle capital cultural a una reseña: reescribir implica reinterpretar. Por eso, yo diría que Deseo de ser punk es una reescritura materialista y feminista de El guardián entre el centeno. Materialista, porque en El guardián entre el centeno aparecen los efectos de la alienación, de la crisis de identidad existencial de la adolescencia, pero nunca aparecen sus causas. Mientras que Holden resuelve (o disuelve) sus conflictos en un narcisismo individualista y autocomplaciente, Martina busca las causas de su alienación, transforma la herida que se siente dentro en un mensaje de rebeldía hacia fuera que trata de expresarse a través de la música como forma de impugnar el mundo y los valores de los adultos. Feminista, no sólo porque Martina sea una adolescente y la novela esté escrita en forma de diario o confesión íntima, sino porque rechaza las miradas invasivas sobre su cuerpo, no acepta la imagen que tratan de imponerle desde afuera como futura mujer, denuncia su incapacidad de adecuarse a ese mundo femenino sin caer en la autovictimización. Después de todo, a Martina le revientan esas canciones ñoñas de amor que escuchan sus padres, porque las ve como un chantaje emocional, ella busca su código musical para hablar alto y claro no para dar pena.

Partiendo de semejantes premisas, sorprende que el debate sobre la novela siga pasando por el tema del valor literario, si la novela está bien escrita o no, si Gopegui ha sacrificado la densidad literaria de sus primeras novelas en favor de un mensaje político más claro. Ricardo Senabre, por ejemplo, escribe en El Cultural, «se advierte una evolución desde la frondosidad compositiva hacia una aparente y casi esquemática sencillez, sin rebajar por ello la profundidad conferida a las historias, sino más bien acentuando lo esencial. Podría decirse que la destreza en el manejo del eje combinatorio era en Belén Gopegui superior a su dominio del eje de la selección, y que ese desajuste ha ido poco a poco equilibrándose hasta hacer posibles obras excelentes, como este Deseo de ser punk«.

Desde esta otra orilla del Atlántico donde ejerzo mi actividad docente, el debate sobre la calidad literaria de un texto ha quedado completamente arrinconado. Con la excepción de las conocidas tesis reaccionarias de Harold Bloom, la mayoría de la critica universitaria reconoce que la noción de literariedad –el valor y el gusto literario– son categorías históricamente construidas y, por lo tanto, atravesadas por todas las presiones del poder. Esto implica que lo que ayer era buena literatura para algunos hoy ya no lo es, y que, por tanto, la literariedad de un texto no es ontológica, sino contingente y por lo tanto inseparable de sus condiciones de producción y de sus significados políticos. Por eso, me parece que los debates bizantinos sobre la calidad literaria en que se enzarza la crítica literaria española son una distracción que, en general, contribuye a que no discutamos, por ejemplo, las propuestas novelísticas de Gopegui como alternativas epistemológicas y modos distintos de incidir en la realidad.

Esto obviamente no implica declarar la muerte de la literatura o que sea lo mismo un texto que otro, como si sólo quedara la mano invisible del mercado para construir mapas de lectura (es bueno lo que se vende y lo que se vende es bueno). Se trata más bien de discutir sin separar estética y política, forma y fondo, categorías analíticas cuya utilidad, en todo caso, me parece obsoleta. Discutir a fondo las novelas no es tampoco negar ciertos mecanismos propios de la literatura ni transformar la lectura en un sustituto del manual de sociología. En este sentido, es indudable que hay mediaciones literarias en Deseo de ser punk, la voz de Martina no simplemente imita la voz de un adolescente. De hecho lo más fácil hubiera sido hacerla hablar como una versión actualizada de Historias del Kronen y caer en un costumbrismo realista que imitara la realidad sin aspirar a transformarla. Pero Deseo de ser punk huye de esa tentación, porque no se plantea hablar por los adolescentes a los adultos, sino hablar de la dialéctica entre adultos y adolescentes. Por eso, Martina es una adolescente verosímil, pero a la vez un vehículo para preguntarse en qué sociedad viven los jóvenes de hoy, qué horizonte de futuro tienen, por qué rechazan el universo de los adultos etc.

En este sentido, llama poderosamente la atención que ninguna de las reseñas de Deseo de ser punk haya discutido en serio la propuesta más fuerte de la novela. Hacia el final del texto Martina deja que su herida hable hacia fuera y hace la siguiente demanda: » [queremos] Locales para los adolescentes. No bares ni cines. Sitios donde no haya que pagar. Locales nuestros, como se supone que tienen los pijos que viven en casas con garajes de sobra. O como los que se okupan pero sin que nadie te eche después de un año. Locales donde podamos juntarnos cuando nos parece que todo es peor que lo peor y que lo único que esperan de nosotros los adultos es que llegue un día en que empecemos vender y comprar todo» (184).

No es ésta una reivindicación desmesurada ni utópica; uno de los problemas más graves de Martina es que no tiene dónde ir cuando simplemente quiere estar. Algunos de los pasajes más desconcertantes e interesantes de la novela tienen lugar cuando Martina trata de buscar espacios donde refugiarse sin tener que comprar o gastar dinero y acude a la sección de muebles de El Corte Inglés hasta que la echan o se sienta en una parada de autobús a ver pasar el tiempo o da vueltas por la ciudad sin rumbo fijo tratando de huir de la reprimenda de algún «adulto responsable». Pero la demanda de Martina no es el gesto típico de rebeldía de una adolescente incomprendida, sino el grito de una generación que está creciendo en un mundo en el que los espacios públicos están siendo crecientemente colonizados por la lógica del capital y su compulsión al consumo. Compro luego existo, esta parece ser la máxima moral de nuestro tiempo. Llegará un momento (si no ha llegado ya), en el que los adolescentes españoles se parezcan cada vez más a la mayoría de mis estudiantes norteamericanos, que no pueden ni siquiera imaginarse cómo se divierte uno sin ir a un centro comercial, porque no hay absolutamente nada más que puedan hacer (¡cómo no se van a rebelar!). Frente a la creciente canalización del deseo a través del consumo (la publicidad imagina eficazmente por nosotros qué queremos, qué necesitamos), el deseo de Martina, es un deseo punk, un deseo que reivindica zonas liberadas donde poder existir sin que el dinero y las aspiraciones de los adultos lo determinen todo.

Este deseo encuentra su expresión, su código personal en la música, otro de los aspectos más sobresalientes de la novela de Gopegui. La música aquí no sólo es el transfondo de la novela, sino su cifra última. Martina no busca «sonidos enlatados», sino la música de verdad que «no suena: te atraviesa el cuerpo de parte a parte» (14). La música aquí es un lenguaje, una epistemología, que permite ir más allá de los lenguajes petrificados de la literatura. En esta búsqueda de Martina a través de la música se construye además una reinterpretación del punk a contracorriente de adaptaciones previas como las de La Movida en los ochenta. Para muchos grupos españoles de música de los ochenta el mensaje esencial del punk era el «No futuro», una negación absoluta de cualquier aspiración utópica que se resolvía en una exaltación permanente del hedonismo y del presente. Frente a esta apropiación del punk, la novela de Gopegui propone una interpretación más marxista y, en este sentido, mucho más acorde con la excelente interpretación del punk británico que hizo Greil Marcus en Lipstick Traces a finales de los ochenta. Para Marcus el estallido musical de los Sex Pistols no puede ser desligado de las condiciones de vida de una clase obrera, la inglesa, con un horizonte de futuro totalmente angostado. Desde esta perspectiva, las descargas musicales de Jonny Rotten no son una celebración de un presente sin futuro, sino una impugnación total que le escupe en la cara a la sociedad burguesa. Para ponerlo en términos marxistas, el punk en la novela de Gopegui es el momento negativo de cualquier relación dialéctica, un NO rotundo a esta sociedad capitalista en nombre de un sí a otro orden social con otros valores y otro modelo de organización económico. Esta concepción del punk, igual que las limitaciones que Gopegui ve en el movimiento okupa (fundamentalmente su incapacidad para sostenerse en el tiempo), pueden verse como un intento de lanzarle el guante al movimiento anarcopunk desde el lado comunista del debate para establecer un diálogo como compañeros de viaje anticapitalista.

Si Gopegui, al contrario que Greil Marcus, decide centrarse en Iggy Pop, si Martina se acerca más a su código a través de la música de Iggy Pop no es por casualidad, es también parte de esta visión materialista de la realidad. Pop creció en un campamento de casas rodantes para blancos pobres en Ypsilanti, un suburbio de Detroit. La música y las canciones de Iggy Pop son inexplicables sin el contexto de Detroit, cuna de la industria automovilística de los Estados Unidos y una de las ciudades con uno de los pasados más violentos del país, plagado de conflictos raciales y sindicales. La ciudad de Detroit hoy es un cementerio post-industrial, una ruina abandonada a su propia deriva por los intereses de los capitalistas blancos ricos que ya no pueden seguir beneficiándose de sus clase obrera. La música de Iggy, la rabia y la vulnerabilidad que laten por debajo de todas sus canciones, son un testimonio que sale del corazón de esa ciudad, cuya clase dominante no ha podido, como en Pittsburg o Bilbao, disfrazar los estragos de la explotación con museos y centros comerciales. Pero además, Iggy Pop es un superviviente; a diferencia de los Sex Pistols que fueron rápidamente fagocitados por la industria discográfica y por su propia pulsión autodestructiva, Iggy Pop ha vivido lo suficiente en el borde de la vida para poder denunciar la mercantilización del punk y su domesticación social. Por eso Martina redescubre en sus canciones la posibilidad de gritar contra un mundo que no acepta, «a veces un grito -escribe Belén Gopegui-no es un sonido sacado de quicio; ni es levantar la voz con descompostura y vanidad. A veces un grito es abrir el cajón, sacar una verdad hecha pedazos y ponerla encima de la mesa» (156). A mí, personalmente, me gustaría que en mis artículos, en mis clases, se escuchase un grito así y que está novela contribuyera a que pensemos, a que nos organicemos contra un estado de cosas que cada vez se torna más insoportable.

Luis Martín-Cabrera es profesor de Literatura en la Universidad de California, San Diego.