En el idioma familiar español, decir que algo «está en Sebastopol» suele ser como expresar la lejanía o el exotismo del sujeto considerado. La verdad es que esta curiosa ciudad que se abre al mar Negro en la costa meridional de la península de Crimea -cuyas características geográficas la convirtieron en una importante base naval […]
En el idioma familiar español, decir que algo «está en Sebastopol» suele ser como expresar la lejanía o el exotismo del sujeto considerado. La verdad es que esta curiosa ciudad que se abre al mar Negro en la costa meridional de la península de Crimea -cuyas características geográficas la convirtieron en una importante base naval a finales del siglo XVIII, cuando Catalina la Grande de Rusia inició su construcción- ha sido marcada muy en vivo por el sello de la Historia. En la época de las flotas de guerra formadas por navíos a vela, su amplia y protegida rada (al estilo de lo que a menor escala sucede en Mahón, Gibraltar o El Ferrol), era un regalo del cielo para un Imperio Ruso que buscaba abrirse camino hacia el Sur, irrumpiendo para ello a través del Imperio Otomano, cuya progresiva decadencia parecía ya inevitable.
Esta ciudad eminentemente naval, en cuyas calles y muelles se aprecia un ambiente no muy distinto al de Cartagena, San Fernando o El Ferrol, se caracteriza por ser prácticamente desconocida para el viajero ordinario. Hasta 1997 estuvo cerrada a todos los que no estuviesen relacionados con la Flota del Mar Negro, allí estacionada. Esto fue lo que la preservó de esos edificios de viviendas, tristes y desangelados, que tanto proliferaron en las ciudades soviéticas, de modo que, vista desde el mar, es agradable contemplar sus alineaciones de blancas construcciones en estilo neoclásico ruso que se alzan sobre las colinas circundantes.
Pero en Sebastopol, como en gran parte de Crimea, es la guerra lo que ha dejado su huella más duradera. Y de entre las guerras que la han azotado, la más conocida internacionalmente es la llamada Guerra de Crimea, muy ignorada, por lo general, en España, donde a mediados del siglo XIX -cuando tuvo lugar- hartos eran los problemas nacionales y muy deteriorada la posición política de nuestro país en el concierto internacional de las naciones.
Así que las andanzas militares de ingleses y franceses, desembarcados en la rada de Balaclava en 1854 para iniciar por tierra el asedio de Sebastopol, apenas llaman la atención de los españoles. Todo lo más, queda el recuerdo de la famosa carga de la Brigada Ligera, llevada al cine en varias versiones (la más reciente, titulada «La última carga»), que tuvo lugar en octubre de ese año, cuando 673 esforzados jinetes de la Caballería británica, al mando del ostentoso general Lord Cardigan (cuyo nombre ha quedado inmortalizado en una prenda de vestir), fueron acribillados simultáneamente de frente y por ambos flancos por la artillería y la infantería rusas, en una maniobra suicida que ha quedado registrada en todos los textos de Historia de la Guerra como la más elaborada muestra de la incompetencia militar en todos los aspectos bélicos. Menos de 200 soldados de Caballería, entre ellos Cardigan, salieron vivos de la demencial operación.
Esa guerra generó también otras expresiones hoy habituales, como la «delgada línea roja», formada por las casacas de ese color de la infantería inglesa, que en inferioridad numérica resistió el ataque ruso poco tiempo antes de ordenarse la fatídica carga. Y también el nombre en inglés del pasamontañas -balaclava- prenda que fue tejida en enormes cantidades por las madres, novias y esposas de los soldados que en dos inviernos sucesivos murieron en las montañas próximas a causa del desorden logístico en los aprovisionamientos y una increíble falta de cuidados médicos. Allí fue donde Florence Nightingale destacó en su abnegada tarea de asistencia a los combatientes para mejorar las condiciones, a veces inhumanas, de la sanidad militar.
En Balaclava, el museo de la Guerra de Crimea se alberga hoy en unas instalaciones construidas con motivo de otra guerra muy posterior: la Guerra Fría. Unos impresionantes túneles subterráneos, abiertos por primera vez al público, perforan la base de la montaña y permitían a los submarinos nucleares soviéticos entrar en inmersión y salir a flote en el interior de las cuevas, sin ser observados por los satélites enemigos, para allí ser reparados o armados con misiles. Todavía hoy se puede caminar por los lóbregos y húmedos pasadizos que no hace mucho albergaron instrumentos de guerra capaces de aniquilar países enteros.
Pero Balaclava hoy es, sobre todo, el paraíso fiscal donde amarran los espectaculares yates de la clase privilegiada ucraniana, residente en la capital, Kiev. Según informa el Kiev Post, son estos nuevos supermillonarios los que concentran tan enormes riquezas que, con el capital en poder de los 50 individuos más ricos de Ucrania habría suficiente para financiar durante dos años el presupuesto estatal. Equivale al 85% del producto nacional bruto ucraniano, mientras que en Rusia no alcanza apenas el 35%, a pesar de la bien ganada fama de las mafias de este país. El más rico de todos los ucranianos ha duplicado en un solo año sus recursos, estimados en 31.000 millones de dólares, a pesar de la crisis económica mundial.
Se completa así un ciclo que, desde las guerras del pasado, lleva hoy a la corrupción más desbocada y a la creación de enormes diferencias económicas y sociales, gérmenes inevitables de futuros conflictos cuya extensión y gravedad hoy no pueden adivinarse. Los corruptos potentados de hoy son la espoleta de las guerras del futuro, aunque no les guste oírlo y algunos se cubran hipócritamente con el manto de una pretendida beneficencia.
* General de Artillería en la Reserva