Seguramente llevaba toda la razón José Luis Rodríguez Zapatero cuando hace unos meses pedía patriotismo frente a quienes, según sus propias palabras, creaban «alarmismo injustificado» sobre la situación económica. Entonces, y quizá en cualquier otro momento, no parece que sea honesto tratar de exagerar los males económicos para crear así un clima más favorable a […]
Seguramente llevaba toda la razón José Luis Rodríguez Zapatero cuando hace unos meses pedía patriotismo frente a quienes, según sus propias palabras, creaban «alarmismo injustificado» sobre la situación económica. Entonces, y quizá en cualquier otro momento, no parece que sea honesto tratar de exagerar los males económicos para crear así un clima más favorable a los intereses políticos propios. Sobre todo, cuando de esa forma se puede poner en peligro la estabilidad económica haciendo referencia a condiciones financieras que necesitan climas de mucha confianza para poder evolucionar sin sobresaltos y positivamente.
Ahora lo ha vuelto a pedir pero algunos comenzamos a sospechar que lo que se puede estar consiguiendo con ese reclamo es que los ciudadanos no seamos conscientes de la verdadera naturaleza y alcance de la crisis económica que estamos padeciendo. Una sospecha que toma cuerpo precisamente cuando se observa fácilmente el generalizado intento de los medios de comunicación para evitar que ni siquiera se menciona la propia palabra «crisis», sustituyéndola con sorprende generalidad por la de «desaceleración», una expresión a todas luces equívoca y nada rigurosa tendiendo en cuenta que ni nuestra economía iba antes acelerada ni ahora se siente algo que sea distinto a lo que en el lenguaje económico más convencional ha sido siempre calificado como una auténtica crisis.
¿Debemos hablar claramente de lo que le sucede a nuestra economía o hemos de callar cuando las ventas en algunos sectores estratégicos caen en torno al 30% o cuando la morosidad se multiplica? ¿Debemos pedir silencio cuando muchos ciudadanos comienzan a perder la confianza en sus entidades bancarias e incluso hacen colas, como ha pasado en algunos casos, para sacar sus depósitos? ¿Renunciamos entonces los ciudadanos a hacer de las cuestiones económicas un asunto también nuestro y nos limitamos a esperar que nuestros dirigentes políticos y empresariales decidan por nosotros los que es bueno y conveniente?
En mi opinión, hablar abiertamente de todo lo que pueda estar sucediendo con nuestra economía es precisamente lo que puede hacer posible que los ciudadanos seamos patriotas en el sentido más radical y democrático. En el sentido del patriotismo constitucional de Habermas, permitiendo que en ese debate forjemos ideales y valores que sean comunes a todos los ciudadanos, o a su inmensa mayoría, y que guíen la acción de los sujetos económicos.
No olvidemos que la economía necesita un impulso moral, una ética orientadora, que han de sembrarse y cultivarse y que no cualquiera impulso ni cualquier ética garantiza de la misma forma el bienestar humano.
Estamos viendo estos días a dónde lleva el impulso (¿amoral?, ¿sencillamente inmoral?) de la ganancia a cualquier precio: la especulación aberrante sobre materias primas que necesita la mitad de la población mundial para alimentarse, los beneficios extraordinarios de las entidades financieras a costa de crear una crisis de dimensiones globales, a las Naciones Unidas implorando inútilmente por dos o tres mil millones de dólares para hacer frente a las hambrunas cuando los bancos centrales inyectan en los mercados cantidades de dinero cientos de veces más elevadas para salvar de la crisis a los financieros más ricos del mundo…
Y no nos engañemos. También esas aberraciones están sucediendo en nuestro país, en nuestra economía. Promotores que han ganado cientos de millones de euros ahora recurren (a menudo con éxito) al Estado para que les ayude en la crisis que ellos mismos han provocado; banqueros y empresarios que ganan mucho más que en cualquier otro país de nuestro entorno se oponen con toda su fuerza a que aumente el salario mínimo que es de los más bajos de Europa; gobiernos que deberían velar por la equidad y la igualdad suprimen impuestos y renuncian a los instrumentos más efectivos para paliar las desigualdades sociales…
Por eso hay que hablar de lo que pasa y de su gravedad. Y por eso no hay que temer a hablar claramente de la crisis. Para descubrir su origen irracional y su propósito devastador. Y, sobre todo, para abordar sus secuelas poniendo sobre el tapete un hecho esencial: que no todos los ciudadanos la sufren de la misma manera y con semejante intensidad. Lo que obliga, por tanto, a discriminar también a la hora de tomar decisiones.
Miles de personas están yendo al paro, y miles de familias se encuentran al borde de la ruina; cientos de empresarios se ven obligados a cerrar sus negocios y sabemos que muchas entidades financieras hacen equilibrios sobre el alambre para evadir los peligrosos riesgos que han asumido… ¿A qué debemos esperar entonces para llamar a las cosas por su nombre y plantear sobre la mesa los valores con los que vamos a afrontar la situación?
¿No será que se prefiere que no se hable de todo esto para que mientras tanto se den respuestas que beneficien solo o principalmente a los mismos de siempre?