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Leviatán y La Trilogía de Nueva York, dos piezas al azar

Paul Auster con sus fantasmas

Fuentes: Rebelión

Es acudir al cliché, si defino los méritos de un autor a raíz de su virtuosismo con la sorpresa: se sabe que la escritura si es genial, siempre sorprenderá, aun con mil años encima. Es acudir al cliché por segunda vez, plagiar a Ernesto Sábato con el título -El escritor y sus fantasmas- a propósito […]

Es acudir al cliché, si defino los méritos de un autor a raíz de su virtuosismo con la sorpresa: se sabe que la escritura si es genial, siempre sorprenderá, aun con mil años encima. Es acudir al cliché por segunda vez, plagiar a Ernesto Sábato con el título -El escritor y sus fantasmas- a propósito de las redes infinitas que se tejen entre la ficción y la mente quimérica de los escritores.

Paul Auster reúne ambos clichés. Con una técnica narrativa cuya herramienta es la sorpresa, asalta al lector igual que un bandido cuando menos se lo espera, poniendo trampas, saturando la narración de equívocos. Su pequeña obra maestra, la Trilogía de Nueva York[1], relato deslumbrante en tres partes, nos introduce a giros engañosos bajo la ambigüedad. Sin embargo La trilogía es un relato total, en el sentido de crear personajes muy coherentes que son por ello creíbles y apasionantes, a pesar de lo inverosímil de la novela. Esos espectros moviéndose dentro de la gran manzana, dominados por manías autodestructivas y enfermizas, tienen todos algo en común: quieren despejar un misterio. Ninguno lo consigue. Auster se burla de la tradición literaria norteamericana, adicta a resolver acertijos, porque lo suyo será oscurecer los acontecimientos en lugar de aclararlos. Sus personajes no pueden desvelar nada puesto que ellos mismos son, en esencia, el único misterio.

Es que, si la sorpresa es la técnica, la neurosis es el fondo. Paul es un tipo obsesivo, quizá un enfermo mental igual que los seres de sus novelas. Ya estaba claro con su discurso aceptando el premio Príncipe de Asturias, al confesar que nunca ha tenido motivo para escribir: «no sé porque me dedico a esto». El impulso de un novelista está más allá de sus deseos o vanidad. Un escritor auténtico escribe «porque no tiene más remedio, porque no puede hacer otra cosa»[2].

En la Trilogía hay un hombre obsesionado con un plan de asesinato inexistente y pasa días, meses, montando guardia frente a un edificio para impedirlo, hasta caer en la indigencia. Otro es detective, enloquece intentando descifrar el irracional caso donde el único observado e investigado es él mismo. Después cierto escritor hace de la vida de un escritor muerto su propia vida, hasta descubrir que el otro vive, acaba envolviéndose en una espiral compulsiva de persecución, agresiones, cambios de roles y peligrosas amenazas. Los tres relatos, muy distintos, comparten una Nueva York de cristal alucinante como escenario. Todos los relatos son, en realidad, la misma historia.

Igual a sus personajes, Paul Auster no puede hacer otra cosa que montar guardia vigilando sus obsesiones. Escribe porque está enfermo de ficción, incurable de invenciones que lo persiguen de noche. Su tema podría ser el desconcierto ante la anónima modernidad, esa vida aburrida, monótona y superficial de nuestras sociedades, increíblemente susceptible de malearse hacia tramas terribles pero fascinantes, que sólo requieren la cotidianidad de las calles de Nueva York sumidas en la incertidumbre. Enorme la capacidad de Auster para crear narraciones alumbradas por la maravilla, sin acudir a la impostura ni a la gastada magnificencia norteamericana: combinación a su modo de obsesión con sorpresa, dos trillados clichés. Detrás hay un trabajo de genial arquitecto, de monstruo literario, artesano que hila filigrana, para trocar lo que cuenta en un producto sutil y perfecto del azar.

Leviatán[3], que intuyo fue su novela más ambiciosa, retoma los tópicos de la trilogía con un fondo político impresionante. Reaparecen las obsesiones, los equívocos, las confusas ambigüedades, mientras Benjamin Sachs y Paul Aaron -formas opuestas de percibir la existencia, la escritura- componen una conspiración literaria, donde un escritor decide hacer de su propia vida una gran novela, su gran «obra», con hechos, no con letras. Que otro la plasme en papel. En Leviatán se mezclan una discusión sobre filosofía política, un replanteamiento a los límites entre verdad y ficción, una trama con sabor a novela negra no resuelta, las referencias a la cosmovisión mítica judía, y finalmente, una crítica severa al concepto capitalista de libertad, cuestionamiento para nada inocente, que comienza coqueteando con el título homónimo de Tomás Hobbes: el Leviatán. El Estado. El monstruo bíblico.

Lo que Auster divisó con Leviatán en los ochenta, desmenuzando la compleja relación entre la libertad -discurso articulador de una nación- con la opresiva sociedad norteamericana, apenas si alcanza su magnitud muchos años después el 11 de septiembre. Que una ficción adelante hechos terribles, es algo que siempre nos maravilla, aunque suceda con bastante frecuencia.

Persiguiendo el tono de la Trilogía, los dos protagonistas terminan encerrados en un círculo de obsesiones, huyendo de espantos y miedos, que otorgan a las historias de Auster ese color que sentimos tan introspectivo, sin adoptar los estilos ni formas de las novelas psicológicas. Tremenda paradoja.

Percibo pues, que si la vida es una proyección de la literatura o viceversa, el colosal Paul Auster está tan sólo y loco dentro del mundo, como sus propios personajes, o como cualquier autor honesto, que escribe porque sí, porque va abandonado sin remedio. No lo diré yo, lo dirán dos enmascarados sin nombre de La Trilogía, conversando en algún rincón oscuro de Nueva York:

– Escribir es una actividad solitaria. Se apodera de tu vida. En cierto sentido, un escritor no tiene vida propia. Incluso cuando está ahí, no está realmente ahí.

– Otro fantasma.

– Exactamente.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.