Aunque el fenómeno pase inadvertido, en las culturas indígenas de los Andes, el goce estético por el florecimiento de los campos es intenso. Se puede afirmar que desde hace miles de años los pueblos andinos han observado con atención las plantas comestibles de su entorno natural ( la papa, el maíz, la mashua) y, como consecuencia de la necesidad material, toda la colectividad aprendió a distinguir colores, formas, fragancias y movimientos de las flores que brotan de esas y otras plantas. Así, la interrelación con la realidad natural originó el sentimiento de lo bello a partir del florecimiento natural.
En febrero en la serranía llueve mucho, aunque a intervalos, el sol alumbra y los campos se cubren de flores. La variedad de colores que aparecen (azules, lilas, fucsias, anaranjadas, rojas, amarillas) se denomina Pawkar en quechua, originando una percepción estética singular y profunda de la naturaleza. Este concepto dio nombre, en el calendario inca, al mes Pawkar ruarayquiz (febrero). En este mes tenía lugar el pawkar waraquis, ceremonia del pasode la niñez a la juventud, en el que los jóvenes de la nobleza se sometían a competiciones marciales en el cerro Huanacauri, cercano al Cuzco.
Según la antropóloga argentina Eleonora Mulvany hay un símil claro entre la lozanía y el vigor de las flores y la juventud de los participantes en las contiendas. Es probable, partiendo del significado de la palabra wara (estrellas), que se comparara a los muchachos con las estrellas de la constelación de las Siete Cabrillas, o que el término se refiera a los pañetes que debían vestir los jóvenes para significar madurez y hombría.
Las flores adquirieron contenido simbólico: los súbditos debían presentarse ante el soberano sosteniéndolas en las manos en señal de acatamiento. Embellecían el palio bajo el cual se guarecían el Inca con su coya o su palla; adornaban los arcos que daban la bienvenida a visitantes especiales; se las situaba en los bordes de los caminos al paso del real personaje; se las ofrendaba a los ríos y a las vertientes de agua.
La flor de la cantuta, de color rojo-sangre (el rojo inca) trasmitía la influencia emocional y estética que despertaba el propio monarca; se creía que era un regalo del Inti (el Sol) a su hijo. Se ha dicho, también, que con sus formas tubulares y triangulares ha inspirado los tucapu de las vestiduras reales.
Para las culturas indígenas que observan hasta ahora sus antiguas tradiciones las flores son motivo de inspiración artística. En Ecuador, entre los saraguros, posibles mitmaes del Cuzco, se hacen pequeños adornos florales que llevan los hombres para revelar cierto especial estado de ánimo: admiración, reverencia. Las mujeres tejen floridas estructuras que recuerdan al Pacha (cosmos) y decoran con ellas las iglesias católicas, aunque aún se perciben en sus armazones, signos de la religión solar.
En Pomasqui, cerca de Quito, donde los incas descansaban de sus excursiones guerreras, en la actualidad se usan los arcos floridos para dar la bienvenida a ciertos personajes de la política.
Pero no solo en las comunidades “ecuatorianas” que tuvieron influencia del sur se manifiesta el arte floral en fiestas, rituales y otras ceremonias: a lo largo de los Andes, la belleza de las formas y colores de las flores sirve para arreglar altares que marcan el centro del mundo y el orden con que se honra a la Pachamama y a las aguas de febrero.
Ileana Almeida: Filóloga, profesora universitaria y escritora. Entre sus libros figura Mitos cosmogónicos de los pueblos indígenas del Ecuador.
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