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Pearl Harbor y las guerras de EE.UU. Corporativo

Fuentes: Global Research

Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens

Mito: EE.UU. se vio obligado a declarar la guerra a Japón después de un ataque japonés totalmente inesperado a la base naval estadounidense de Hawái el 7 de diciembre de 1941. Debido a la alianza de Japón con la Alemania nazi, esta agresión llevó automáticamente a EE.UU. a la guerra contra Alemania.

Realidad: El gobierno de Roosevelt había deseado durante un cierto tiempo ir a la guerra contra Japón y la quería provocar mediante la institución de un embargo del petróleo y otras provocaciones. Por haber descifrado los códigos japoneses, Washington sabía que una flota japonesa iba de camino a Pearl Harbor, pero acogió bien la posibilidad del ataque ya que una agresión japonesa le daría la posibilidad de convencer al público estadounidense, cuya abrumadora mayoría se oponía a la guerra.

Un ataque japonés, a diferencia de un ataque estadounidense contra Japón, ayudaría a evitar una declaración de guerra del aliado de Japón, Alemania estaba obligada por un tratado a ayudar a Japón solo si este último era atacado. Sin embargo, por motivos que no tienen nada que ver con Japón o EE.UU., sino totalmente con el fracaso de la «guerra relámpago» de Alemania contra la Unión Soviética, el propio Hitler declaró la guerra a EE.UU. unos días después de Pearl Harbor, el 11 de diciembre de 1941.

Otoño de 1941: EE.UU. estaba entonces, como ahora, gobernado por una «elite de poder» de industriales, dueños y administradores de las principales corporaciones y bancos del país, que constituían solo una ínfima fracción de su población. Entonces como ahora, esos industriales y financistas -«EE.UU. Corporativo»- tenían estrechas conexiones con los rangos más altos del ejército, «los señores de la guerra» -como los llamó el sociólogo de la Universidad de Columbia, C. Wright Mills, quien acuñó el término «elite del poder», [1]- para los cuales se erigió pocos años después un inmenso cuartel general, conocido como Pentágono, en las orillas del Río Potomac.

Por cierto, el «complejo militar-industrial» ya existía desde hacía muchas décadas cuando al final de su carrera como presidente, y después de haberle servido diligentemente, Eisenhower le dio ese nombre. Hablando de presidentes: en los años 30 y 40, entonces como ahora, la elite del poder tuvo la generosidad de permitir al pueblo estadounidense que eligiera cada cuatro años entre dos de los miembros de la elite -uno con la etiqueta de «republicano», el otro de «demócrata», pero pocos conocen la diferencia- para que residieran en la Casa Blanca a fin de formular y administrar políticas nacionales e internacionales. Esas políticas sirvieron -y sirven- invariablemente los intereses de la elite del poder, en otras palabras, apuntaron consecuentemente a promover «los negocios», un nombre en clave de la maximización de los beneficios de las grandes corporaciones y bancos, miembros de la elite del poder.

Como dijo francamente en una ocasión en los años veinte el presidente Cavin Coolidge: «el negocio de EE.UU. [queriendo decir del gobierno estadounidense] son los negocios». En 1941, el inquilino de la Blanca era un miembro bona fides de la elite del poder, vástago de una familia rica, privilegiada y poderosa: a quien se refieren frecuentemente como «FDR». (A propósito, la riqueza de la familia de Roosevelt se basó, por lo menos en parte, en el comercio de opio con China; como escribiera Balzac: «detrás de todas las grandes fortunas hay un crimen».)

Roosevelt parece que sirvió bastante bien a la elite del poder, porque ya logró que le nombraran candidato (difícil) y lo eligieran (¡relativamente fácil!) en 1932, 1936 y otra vez en 1940. Fue un logro remarcable, ya que los «sucios años treinta» fueron tiempos duros, marcados por la «Gran Depresión» así como por grandes tensiones internacionales, que en 1939 llevaron al estallido de la guerra en Europa. La tarea de Roosevelt -servir los intereses de la elite del poder- no fue nada fácil, porque dentro de las filas de esa elite diferían las opiniones sobre cómo podía rendir el presidente el mejor servicio a los intereses corporativos. Respecto a la crisis económica, algunos industriales y banqueros estaban bastante contentos con el enfoque keynesiano del presidente, conocido como el «Nuevo Trato», que involucraba mucha intervención estatal en la economía, mientras otros se oponían vehementemente y exigían ruidosamente un retorno a la ortodoxia del laissez-faire. La elite del poder también estaba dividida respecto al manejo de los asuntos exteriores.

A los propietarios y altos administradores de muchas corporaciones estadounidenses -incluidas Ford, General Motors, IBM, ITT y la Standard Oil of New Jersey de Rockefeller, conocida ahora como Exxon- les gustaba mucho Hitler; uno de ellos -William Knudsen de General Motors- incluso glorificó al Führer alemán como «el milagro del Siglo XX». [2] El motivo: en la preparación de la guerra, el Führer estaba armando Alemania hasta los dientes y las numerosas fábricas subsidiarias de las corporaciones estadounidenses se habían beneficiado generosamente del «auge armamentista» de ese país, produciendo camiones, tanques y aviones en sitios como la planta Opel de GM en Rüsselsheim y la gran planta de Ford en Colonia, Ford-Werke; y compañías como Exxon y Texaco habían estado ganando mucho dinero suministrando el combustible que los tanques de Hitler necesitarían para avanzar hasta Varsovia en 1939, a París en 1940 y (casi) hasta Moscú en 1941. ¡No es sorprendente que el 26 de junio de 1940 los administradores y propietarios de esas corporaciones celebrasen las victorias de Alemania contra Polonia y Francia en una gran fiesta en el Hotel Waldorf Astoria en Nueva York!

A «Capitanes de la industria» de EE.UU., como Henry Ford, también les gustaba como había cerrado Hitler los sindicatos alemanes, ilegalizado todos los partidos laboristas y arrojado a los comunistas y a muchos socialistas a campos de concentración; querían que Roosevelt impartiera el mismo tipo de tratamiento a los molestos dirigentes sindicales propios y a los «rojos» de EE.UU., estos últimos todavía numerosos en los años treinta y principios de los cuarenta. Lo último que querían esos ‘capitanes’, era que Roosevelt involucrara a EE.UU. en la guerra al lado de los enemigos de Alemania, eran «aislacionistas» (o «no-intervencionistas») y también lo era, en el verano de 1940, la mayoría del público estadounidense: un Sondeo Gallup, realizado en septiembre de 1940, mostró que un 88% de los estadounidenses quería mantenerse fuera de la guerra que asolaba Europa. [3] No es sorprendente, por lo tanto, que no hubiera ninguna señal de que Roosevelt quisiera limitar el comercio con Alemania, y menos todavía lanzarse a una cruzada contra Hitler. En los hechos, durante la campaña electoral presidencial en el otoño de 1940, prometió solemnemente que «no enviaremos a [nuestros] muchachos a guerras extranjeras» [4].

El hecho de que Hitler hubiera aplastado a Francia y otros países democráticos no preocupaba a los sujetos corporativos estadounidenses que hacían negocios con Hitler; en los hechos, pensaban que el futuro de Europa pertenecía al fascismo, especialmente a la variedad alemana de fascismo, el nazismo, en lugar de la democracia. (Típicamente, el presidente de General Motors, Alfred P. Sloan, declaró entonces días que era bueno que en Europa las democracias estuvieran cediendo ante ¡»una alternativa [es decir el sistema fascista] con dirigentes fuertes, inteligentes y agresivos, que hacían que la gente trabajara más y más duro y que tenían el instinto de gángsteres, todas buenas cualidades»! [5] Y, ya que ciertamente no querían que el futuro de Europa perteneciera al socialismo en su variedad evolucionista, para no hablar de revolucionaria (es decir comunista), los industriales se mostraron particularmente contentos cuando, casi un año más tarde, Hitler hizo finalmente lo que esperaban hace tiempo, es decir, atacar a la Unión Soviética para destruir la patria del comunismo y una fuente de inspiración y apoyo de los «rojos» de todo el mundo, también en EE.UU.

Mientras muchas grandes corporaciones hacían lucrativos negocios con la Alemania nazi, otras ganaban mucho dinero haciendo negocios con Gran Bretaña. Ese país -aparte de Canadá y otros países miembros del Imperio Británico- era, por cierto, el único enemigo que le quedaba a Alemania desde el otoño de 1940 hasta junio de 1941, cuando el ataque de Hitler a la Unión Soviética llevó a la alianza entre Gran Bretaña y la URSS. Gran Bretaña necesitaba desesperadamente todo tipo de equipamiento para continuar su lucha contra la Alemania nazi; quería comprar gran parte en EE.UU., pero no podía hacer los pagos en efectivo requeridos por la legislación «pague y llévese» existente en EE.UU. Sin embargo, Roosevelt posibilitó que las corporaciones de EE.UU. aprovecharan esa inmensa «ventana de oportunidad» cuando, el 11 de marzo de 1941, introdujo su famoso programa de «Préstamo y Arriendo», suministrando a Gran Bretaña crédito virtualmente ilimitado para comprar camiones, aviones y otro material bélico en EE.UU. Las exportaciones de Préstamo y Arriendo a Gran Bretaña generaron ganancias inesperadas, no solo por el inmenso volumen de negocios que implicaba, sino también porque esas exportaciones tenían precios inflados y se usaban prácticas fraudulentas como la doble facturación.

Un segmento de EE.UU. corporativo comenzó por lo tanto a simpatizar con Gran Bretaña, un fenómeno menos «natural» según lo que ahora tendemos a creer. (Por cierto, después de la independencia de EE.UU., la ex madre patria había seguido siendo durante mucho tiempo el archienemigo del Tío Sam; y todavía en los años treinta los militares de EE.UU. tenían planes de guerra contra Gran Bretaña y de una invasión del Dominio Canadiense, incluyendo planes para bombardear ciudades y utilizar gases tóxicos) [6]. Algunos portavoces del conglomerado corporativo, aunque no muchos, incluso comenzaron a favorecer un ingreso de EE.UU. en la guerra al lado de los británicos; se les conoció como los «intervencionistas». Por supuesto muchas, si no todas, las grandes corporaciones estadounidenses ganaban dinero mediante negocios tanto con la Alemania nazi como con Gran Bretaña y, como de ahí en adelante el propio gobierno de Roosevelt se estaba preparando para una posible guerra multiplicando los gastos militares y pidiendo todo tipo de equipos, también comenzaron a ganar más y más dinero suministrando material bélico a las propias fuerzas armadas de EE.UU. [7].

Si había una cosa en la que todos los dirigentes de EE.UU. Corporativo estaban de acuerdo, no importa si sus simpatías individuales se orientaban hacia Hitler o Churchill era que la guerra de Europa en 1939 era buena, incluso maravillosa, para los negocios. También estaban de acuerdo en que mientras más durara esa guerra, mejor sería para todos ellos. Con la excepción de los intervencionistas pro británicos más fervientes, además estaban de acuerdo en que no había una necesidad urgente de que EE.UU. participara activamente en esa guerra, y ciertamente no para ir a la guerra contra Alemania. Lo más ventajoso para EE.UU. Corporativo era un escenario en el que la guerra en Europa se alargara el máximo posible, para que las grandes corporaciones pudieran seguir lucrándose con el suministro de equipamiento a alemanes, británicos, a sus respectivos aliados y al propio EE.UU. Por lo tanto, Henry Ford «expresó la esperanza de que ni los Aliados ni el Eje ganen [la guerra]», y sugirió que EE.UU. debería suministrar a ambos lados «los instrumentos para seguir combatiendo hasta que ambos colapsen». Ford practicó lo que predicaba y posibilitó que sus fábricas en EE.UU., Gran Bretaña, Alemania y en la Francia ocupada, produjeran equipos para todos los beligerantes [8]. La guerra pudo ser un infierno para la mayoría de la gente, pero para los «capitanes de la industria» estadounidenses, como Ford, fue un paraíso.

Se cree generalmente que el propio Roosevelt fue intervencionista, pero en el Congreso prevalecieron ciertamente los aislacionistas, y no parecía que EE.UU. entraría pronto, si lo hacía, a la guerra. Sin embargo, debido a las exportaciones de Préstamo y Arrendamiento a Gran Bretaña, las relaciones entre Washington y Berlín se deterioraban claramente, y en el otoño de 1941 una serie de incidentes entre submarinos alemanes y destructores de la Armada de EE.UU. que escoltaban barcos de carga hacia Gran Bretaña condujeron a una crisis conocida como la «guerra naval no declarada». Pero incluso ese episodio no llevó a una participación activa de EE.UU. en la guerra de Europa. EE.UU. Corporativo se beneficiaba generosamente del statu quo y simplemente no estaba interesado en una cruzada contra la Alemania nazi. Al contrario, Alemania estaba profundamente involucrada en el gran proyecto de la vida de Hitler: su misión de destruir a la Unión Soviética. En esa guerra, las cosas no se habían desarrollado según el plan. La guerra relámpago en el este, lanzada en junio de 1941, debía haber «aplastado a la Unión Soviética como un huevo» en 4 o 6 semanas, era lo que creían los expertos militares no solo en Berlín sino también en Washington. Sin embargo, a principios de diciembre Hitler todavía esperaba que los soviéticos izaran la bandera blanca. Al contrario, el 5 de diciembre, el Ejército Rojo lanzó repentinamente una contraofensiva frente a Moscú y sorpresivamente los alemanes se vieron en tremendas dificultades. Lo último que Hitler quería en ese momento era una guerra contra EE.UU. [9]

En los años treinta, los militares de EE.UU. no tenían planes, ni los preparaban, para librar una guerra contra la Alemania nazi. Por otra parte, tenían planes de guerra contra Gran Bretaña, Canadá, México y Japón [10]. ¿Por qué contra Japón? En los años treinta, EE.UU. era una de las principales potencias del mundo y, como todas las potencias industriales, buscaba constantemente fuentes de materiales primas baratas como caucho y petróleo, así como mercados para sus productos manufacturados. Ya a finales del Siglo XIX, EE.UU. se había dedicado devotamente a sus intereses al respecto ampliando su influencia económica y a veces incluso directamente política a través de océanos y continentes. Esta agresiva política «imperialista» -seguida implacablemente por presidentes como Theodore Roosevelt, primo de FDR- había conducido al control estadounidense de antiguas colonias españolas como Puerto Rico, Cuba y las Filipinas, y también sobre la isla nación, hasta entonces independiente, de Hawái. Así EE.UU. también se había desarrollado como una potencia importante en el Océano Pacífico e incluso en Lejano Oriente [11].

Las lejanas tierras del Océano Pacífico jugaban un papel cada vez más importante como mercados para las exportaciones estadounidenses y como fuentes de materias primas baratas. Pero en los años treinta, acosados por la depresión, cuando aumentaba la presión por los mercados y recursos, EE.UU. enfrentaba la competencia en el área de una agresiva potencia industrial rival, que necesitaba aún más petróleo y materias primas similares, y también mercados para sus productos. Ese competidor era Japón, el país del sol naciente. Japón trataba de realizar sus propias ambiciones imperialistas en China y en el Sudeste Asiático rico en recursos y, como EE.UU., no dudaba en utilizar la violencia; por ejemplo librando una implacable guerra contra China y creando un Estado cliente en la parte norte de ese gran pero débil país. Lo que preocupaba a EE.UU. no era que los japoneses trataran a sus vecinos chinos y coreanos como Untermenschen (seres inferiores), sino que convirtieran esa parte del mundo en lo que llamaban «Esfera de Co-Prosperidad de Gran Asia del Este», es decir una jurisdicción económica propia, una «economía cerrada» en la que no había espacio para la competencia estadounidense. Al hacerlo, los japoneses seguían en realidad el ejemplo de EE.UU., que antes había convertido a Latinoamérica y a gran parte del Caribe en un terreno de juego económico exclusivo del Tío Sam [12].

EE.UU. Corporativo estaba extremadamente frustrado por la expulsión del lucrativo mercado de Lejano Oriente por los «Japs«, una «raza amarilla» que los estadounidenses en general ya habían comenzado a despreciar durante el Siglo XIX [13]. Los estadounidenses veían a Japón como un país advenedizo y arrogante, pero esencialmente débil, al que el poderoso EE.UU. podría fácilmente «borrar del mapa en tres meses», como dijo en una ocasión el secretario de la Armada Frank Knox [14]. Y así sucedió que, durante los años 30 y principios de los 40, la elite del poder estadounidense, aunque se oponía en su mayoría a la guerra contra Alemania, se mostró virtualmente unánime a favor de una guerra contra Japón, a menos, claro está, que Japón estuviera dispuesto a hacer grandes concesiones, como «compartir» China con EE.UU. El presidente Roosevelt -que como Woodrow Wilson no era en absoluto el pacifista del que hablan demasiados historiadores- estaba interesado en suministrar una «espléndida guerrita» (Esta expresión había sido acuñada por el secretario de Estado de EE.UU. John Hay refiriéndose a la Guerra Española-Estadounidense de 1898; fue «espléndida» porque permitió que EE.UU. se tragara las Filipinas, Puerto Rico, etc.) En el verano de 1941, después de que Japón había aumentado aún más su zona de influencia en Lejano Oriente, por ejemplo ocupando la colonia francesa de Indochina, rica en caucho, y desesperado sobre todo por petróleo, obviamente había comenzado a codiciar la colonia holandesa de Indonesia rica en petróleo. FDR parece que decidió que había llegado la hora de una guerra contra Japón, pero enfrentaba dos problemas: Primero, la opinión pública se oponía enérgicamente a la participación de EE.UU. en cualquier guerra en el extranjero. Segundo, la mayoría aislacionista del Congreso no aprobaría una guerra semejante, por temor a que llevara automáticamente a EE.UU. a una guerra contra Alemania.

La solución de Roosevelt a ese doble problema, según el autor de un reciente estudio muy bien documentado, Robert B. Stinnett, fue «provocar a Japón a un acto abierto de guerra contra EE.UU.» [15] Por cierto, en caso de un ataque japonés el público estadounidense no tendría otra alternativa que unirse detrás de la bandera. (Al público estadounidense ya lo llevaron anteriormente a unirse de un modo similar detrás de la bandera de las Barras y las Estrellas al comienzo de la Guerra Española-Estadounidense, cuando el barco estadounidense Maine fue hundido misteriosamente en el puerto de La Habana, un acto del que culparon inmediatamente a los españoles. Después de la Segunda Guerra Mundial, los estadounidenses fueron nuevamente manipulados para que aprobasen las guerras deseadas y planificadas por su gobierno mediante provocaciones fraguadas, como el Incidente del Golfo de Tonkín en 1964). Además, según los términos del Tratado Tripartito firmado por Japón, Alemania e Italia en Berlín el 27 de septiembre de 1940, los tres países se comprometieron a ayudarse mutuamente si una de las tres potencias firmantes era atacada por otro país, pero no si una de ellas atacaba a otro país. En consecuencia, en caso de un ataque japonés a EE.UU., los aislacionistas, que eran no-intervencionistas respecto a Alemania pero no respecto a Japón, no tendrían que temer que un conflicto con Japón significara también la guerra contra Alemania.

Así, el presidente Roosevelt, habiendo decidido que «debe parecer que Japón realice la primera acción abierta», convirtió «la provocación de Japón a realizar un acto abierto de guerra en la principal política que guiaba [sus] acciones hacia Japón durante todo 1941″, como ha escrito Stinnett. Las estratagemas utilizadas incluían el despliegue de barcos de guerra cerca de las aguas territoriales, e incluso en ellas, aparentemente con la esperanza de provocar un incidente al estilo del Golfo de Tonkín que se pudiera interpretar como un casus belli. Más efectiva, sin embargo, fue la despiadada presión económica que se impuso a Japón, un país con necesidad desesperada de materias primas como petróleo y caucho y que por ello probablemente consideraría métodos semejantes como especialmente provocadores. En el verano de 1941, el gobierno de Roosevelt congeló todos los activos japoneses en EE.UU. e inició una «estrategia para frustrar la adquisición de productos petroleros por parte de Japón». En colaboración con británicos y holandeses, con sus propios motivos anti-japoneses, EE.UU. impuso severas sanciones económicas a Japón, incluido un embargo de productos petroleros vitales. La situación se deterioró aún más en el otoño de 1941. El 7 de noviembre, Tokio, con la esperanza de evitar la guerra con el poderoso EE.UU. ofreció aplicar a China el principio de relaciones comerciales no discriminatorias con la condición de que los estadounidenses hicieran lo mismo en su propia esfera de influencia en Latinoamérica. Sin embargo, Washington solo quería reciprocidad en la esfera de influencia de otras potencias imperialistas, y no en su propio patio trasero; la oferta japonesa se rechazó.

Las continuas provocaciones de EE.UU. a Japón tenían la intención de llevar a Japón a iniciar la guerra, y ciertamente parecía cada vez más probable que lo lograrían. «Estos continuos alfilerazos a las serpientes de cascabel, confió más tarde FDR a sus amigos, «hizo que finalmente mordieran a este país». El 26 de noviembre, cuando Washington exigió la retirada de Japón de China, las «serpientes de cascabel» en Tokio decidieron que ya bastaba y se prepararon para «morder». Se ordenó que una flota japonesa partiera hacia Hawái para atacar a los barcos de guerra que había estacionado allí FDR en 1940, de un modo bastante provocador así como incitador en lo que concernía a los japoneses. Ya que había descifrado los códigos japoneses, el gobierno y los altos mandos del ejército estadounidense sabían exactamente lo que se proponía la armada japonesa, pero no advirtieron a los comandantes de Hawái, permitiendo así que tuviera lugar el «ataque sorpresa» contra Pearl Harbor el domingo 7 de diciembre de 1941 [16].

Al día siguiente, FDR no tuvo problemas para convencer al Congreso de que declarara la guerra al Japón, y el pueblo estadounidense, impactado por un ataque aparentemente cobarde que no podía saber que había sido provocado, y esperado, por su propio gobierno, se unió como estaba previsto detrás de la bandera. EE.UU. listo para librar la guerra contra Japón, y las perspectivas de una victoria relativamente fácil apenas disminuyeron por las pérdidas sufridas en Pearl Harbor que, aunque ostensiblemente severas, estaban lejos de ser catastróficas. Los barcos que hundieron los japoneses eran viejos, «la mayoría reliquias de la Primera Guerra Mundial», y estaban lejos de ser indispensables para la guerra contra Japón. Los barcos de guerra modernos, por otra parte, incluidos los portaaviones, cuyo papel en la guerra resultó crucial, no fueron afectados, ya que casualmente (?) se habían enviado a otro lugar por órdenes de Washington y estuvieron seguros en alta mar durante el ataque [17]. Sin embargo las cosas no resultaron como se esperaba, porque unos días después, el 11 de diciembre, la Alemania nazi declaró inesperadamente la guerra, obligando así a EE.UU. a enfrentar a dos enemigos y a librar una guerra mucho mayor de lo esperado, una guerra en dos frentes, una guerra mundial.

En la Casa Blanca, la noticia del ataque japonés a Pearl Harbor no fue una sorpresa, pero la declaración de guerra alemana estalló como una bomba. Alemania no tuvo nada que ver con el ataque de Hawái y ni siquiera conocía los planes japoneses, por lo tanto FDR no planteó una petición de declaración de guerra a la Alemania nazi al Congreso al mismo tiempo que la de Japón. Hay que reconocer que las relaciones de EE.UU. con Alemania se habían ido deteriorado durante un cierto tiempo por el activo apoyo de EE.UU. a Gran Bretaña, que escaló a la guerra naval no declarada del otoño de 1941. Sin embargo, como ya hemos visto, la elite del poder estadounidense no sintió la necesidad de intervenir en la guerra de Europa. Fue el propio Hitler quien declaró la guerra a EE.UU. el 11 de diciembre de 1941, para gran sorpresa de Roosevelt. ¿Por qué? Solo unos días antes, el 5 de diciembre de 1941, el Ejército Rojo había lanzado una contraofensiva frente a Moscú, y eso significó el fracaso de la guerra relámpago en la Unión Soviética. Ese mismo día, Hitler y sus generales se dieron cuenta de que ya no podían ganar la guerra. Pero cuando, solo unos días después, el dictador alemán supo del ataque japonés a Pearl Harbor, parece haber especulado con que una declaración alemana de guerra contra el enemigo estadounidense de sus amigos japoneses, aunque no fuera requerido según los términos del Tratado Tripartito, induciría a Tokio a corresponder con una declaración de guerra al enemigo soviético de Alemania.

Con el grueso del ejército japonés estacionado en el norte de China y por lo tanto capaz de atacar inmediatamente a la Unión Soviética en el área de Vladivostok, un conflicto con Japón habría colocado a los soviéticos en una situación extremadamente peligrosa de una guerra en dos frentes. Abriendo la posibilidad de que Alemania todavía pudiera ganar su «cruzada» antisoviética. Hitler, por lo tanto, creía que podía exorcizar el espectro de la derrota al llamar a una especie de deus ex machina japonés a la vulnerable frontera siberiana de la URSS. Pero Japón no se tragó el cebo de Hitler. Tokio también aborrecía al Estado soviético pero, ya en guerra con EE.UU., no se podía permitir el lujo de una guerra en dos frentes y prefirió poner todo su dinero en una estrategia «sureña», con la esperanza de conseguir el gran premio del Sudeste Asiático rico en recursos, en lugar de embarcarse en una aventura en las lejanías hinóspitas de Siberia. Recién al terminar la guerra, después de la rendición de la Alemania nazi, comenzaron las hostilidades entre la Unión Soviética y Japón. En todo caso, debido a la innecesaria declaración de guerra de Hitler, EE.UU. fue desde entonces un participante activo en la guerra en Europa, con Gran Bretaña y la Unión Soviética como aliados [18].

En los últimos años, el Tío Sam ha ido a la guerra con bastante frecuencia, pero invariablemente nos pide que creamos que lo hace solo por razones humanitarias, es decir para impedir holocaustos, evitar que los terroristas cometan todo tipo de males, liberar a los países de dictadores repugnantes, promover la democracia, etc. [19]

Parece que nunca tienen que ver los intereses económicos de EE.UU. o, para ser más exactos, de las grandes corporaciones de EE.UU. Muy a menudo, esas guerras se comparan con la paradigmática «buena guerra» de EE.UU., la Segunda Guerra Mundial, en la cual el Tío Sam supuestamente fue a la guerra sin otro motivo que defender la libertad y la democracia y para combatir la dictadura y la injusticia. (En un intento de justificar su «guerra contra el terrorismo», por ejemplo, y «venderla» al público estadounidense, George W. Bush comparó rápidamente los ataques del 11-S con Pearl Harbor). Este breve examen de las circunstancias de la entrada de EE.UU. en la guerra mundial en diciembre de 1941, revela un cuadro muy diferente. La elite del poder estadounidense quería la guerra contra Japón, los planes habían sido preparados durante cierto tiempo, y en 1941 Roosevelt fraguó gustosamente una guerra semejante, no por la agresión no provocada de Tokio y sus horribles crímenes de guerra en China, sino porque las corporaciones estadounidenses querían un pedazo de la suculenta gran «torta» de los recursos y mercados del Lejano Oriente. Por otra parte, como las principales corporaciones de EE.UU. hacían maravillosos negocios en la Alemania nazi y con su gobierno, beneficiándose considerablemente de la guerra que Hitler había desatado y, de paso, suministrándole el equipamiento y el combustible necesario para su guerra relámpago, la elite del poder de EE.UU. no deseaba de ninguna manera una guerra contra la Alemania nazi, a pesar que había numerosas razones humanitarias para hacer una cruzada contra el verdaderamente maligno «Tercer Reich». Antes de 1941, no se había preparado ningún plan de guerra contra Alemania, y en diciembre de 1941 EE.UU. no inició voluntariamente la guerra contra Alemania, sino que «apostó por» esa guerra por culpa del propio Hitler.

Las consideraciones humanitarias no jugaron absolutamente ningún papel en los cálculos que condujeron a la participación de EE.UU. en la Segunda Guerra Mundial, la «guerra buena» original de ese país. Y no hay motivos para creer que más recientemente hayan inspirado las [presuntas] «guerras buenas» de EE.UU. o inspiren la previsible guerra contra Irán.

EE.UU. Corporativo desea fervientemente una guerra contra Irán, ya que promete un gran mercado y numerosas materias primas, especialmente petróleo. Como en el caso de la guerra contra Japón, los planes de esa guerra ya están listos, y el actual ocupante de la Casa Blanca parece tan ansioso como FDR de que tenga lugar. Además, como en el caso de la guerra contra Japón, se han fraguado provocaciones, esta vez en forma de sabotaje e intrusiones por medio de drones, así como el antiguo truco del despliegue de barcos de guerra en los alrededores de las aguas territoriales iraníes. De nuevo Washington «da alfilerazos a las serpientes de cascabel»,con la esperanza de que la «serpiente de cascabel» iraní muerda, justificando así una «espléndida guerrita». Sin embargo, como en el caso de Pearl Harbor, la guerra resultante podría resultar más grande, más prolongada y más horrible de lo esperado.

Notas

[1] C. Wright Mills, The Power Elite, New York, 1956.

[2] Cited in Charles Higham, Trading with the Enemy: An Exposé of The Nazi-American Money Plot 1933-1949, New York, 1983, p. 163.

[3] Robert B. Stinnett, Day of Deceit: The Truth about FDR and Pearl Harbor, New York, 2001, p. 17.

[4] Citado en Sean Dennis Cashman, America, Roosevelt, and World War II, New York and London, 1989, p. 56.

[5] Edwin Black, Nazi Nexus: America’s Corporate Connections to Hitler’s Holocaust, Washington/DC, 2009, p. 115.

[6] Floyd Rudmin, «Secret War Plans and the Malady of American Militarism,» Counterpunch, 13:1, February 17-19, 2006. pp. 4-6, http://www.counterpunch.org/2006/02/17/secret-war-plans-and-the-malady-of-american-militarism

[7] Jacques R. Pauwels, The Myth of the Good War : America in the Second World War, Toronto, 2002, pp. 50-56. The fraudulent practices of Lend-Lease are described in Kim Gold, «The mother of all frauds: How the United States swindled Britain as it faced Nazi Invasion,» Morning Star, April 10, 2003.

[8] Citado en David Lanier Lewis, The public image of Henry Ford: an American folk hero and his company, Detroit, 1976, pp. 222, 270.

[9] Jacques R. Pauwels, «70 Years Ago, December 1941: Turning Point of World War II,» Global Research, December 6, 2011, http://globalresearch.ca/index.php?context=va&aid=28059.

[10] Rudmin, op. cit.

[11] Vea, por ejemplo: Howard Zinn, A People’s History of the United States, s.l., 1980, p. 305 ff.

[12] Patrick J. Hearden, Roosevelt confronts Hitler: America’s Entry into World War II, Dekalb/IL, 1987, p. 105.

[13] «Anti-Japanese sentiment,» http://en.wikipedia.org/wiki/Anti-Japanese_sentiment

[14] Patrick J. Buchanan, «Did FDR Provoke Pearl Harbor?,» Global Research, December 7, 2011, http://www.globalresearch.ca/index.php?context=va&aid=28088 . Buchanan refers to a new book by George H. Nash, Freedom Betrayed: Herbert Hoover’s Secret History of the Second World War and its Aftermath, Stanford/CA, 2011.

[15] Stinnett, op. cit., p. 6.

[16] Stinnett, op. cit., pp. 5, 9-10, 17-19, 39-43; Buchanan, op. cit.; Pauwels, The Myth…, pp. 67-68. On American intercepts of coded Japanese messages, see Stinnett, op. cit., pp. 60-82. «Rattlesnakes»-quotation from Buchanan, op. cit.

[17] Stinnett, op. cit., pp. 152-154.

[18] Pauwels, «70 Years Ago…»

[19] Vea Jean Bricmont, Humanitarian imperialism: Using Human Rights to Sell War, New York, 2006.

Jacques R. Pauwels, autor de The Myth of the Good War: America in the Second World War, James Lorimer, Toronto, 2002 [El mito de la guerra buena, Hiru, Hondarribia, 2005)

Fuente: http://www.globalresearch.ca/index.php?context=va&aid=28159

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