La discrepancia en general es percibida como un elemento negativo de discordia, casi de ofensa, cuando realmente lo único que significa es un contraste sobre visiones diferentes de un mismo hecho, algo que en sí mismo no debería tener mayor importancia teniendo en cuenta que la lectura que admite la realidad no es única y […]
La discrepancia en general es percibida como un elemento negativo de discordia, casi de ofensa, cuando realmente lo único que significa es un contraste sobre visiones diferentes de un mismo hecho, algo que en sí mismo no debería tener mayor importancia teniendo en cuenta que la lectura que admite la realidad no es única y está condicionada por la cultura, el nivel de conocimiento que se posea sobre el hecho motivo de la discrepancia, e incluso por intereses legítimos. Esa negatividad que se asocia a la discrepancia suele tener sus raíces en una visión jerarquizada y uniformizada de la vida social y política donde el conocimiento y sobre todo el poder vienen de «arriba», y además no se discute, por lo tanto todo lo que se salga de esa especie de modelo autoritario es percibido como inestabilidad y con honda preocupación. A mi juicio, esto es el resultado de una escasa pedagogía de la discrepancia, y de una falta de normalización de dicha discrepancia.
En general, habría dos formas de discrepar. La primera es la que se podría denominar discrepancia del «vencedor vs vencido» cuya finalidad es alcanzar, por los medios que sean, una visualización victoriosa de las tesis de alguien y no tanto las razones o argumentos de los discrepantes, basados en la coherencia de los mismos y en una lógica de razonamiento que invite a la reflexión. Es una forma de discrepar donde prima el espectáculo, el griterío, la crispación, donde de antemano las posiciones están perfectamente definidas y son inamovibles. La obsesión de los discrepantes no es tanto enriquecer el debate con argumentos que inciten a nuevas aperturas de análisis sobre el asunto discutido, sino que está más basado en puras argucias dialécticas que sólo persiguen consolidar argumentos ya establecidos y crear «piña» entre sus propios seguidores que en abrir la posibilidad de nuevos puntos de vista. Es una forma de discrepar donde lo que prima, por encima de todo, es una especie de ética de la convicción, como trasfondo argumental por encima de cualquier otra consideración, llevando a la incomunicación más absoluta y perniciosa de los discrepantes.
Existe un ejemplo claro de esto en las tertulias televisivas al uso, donde se suele ver a políticos y profesionales de la tertulia que opinan, en demasiados casos, con poca mesura e incluso con una cierta falta de honestidad intelectual sobre el asunto objeto de la discusión. Unas tertulias, la mayoría de ellas, perfectamente diseñadas no tanto para escuchar razones y argumentos del otro y establecer un fructífero diálogo, lo cual no significa que haya que ponerse forzosamente de acuerdo, sino claramente estructuradas tanto en su escenografía como en la forma de debatir para que exista bronca y crispación. Esto permite inmediatamente, con la inestimable colaboración de las redes sociales y en una clara estrategia «pugilística» de la discusión, proclamar, de forma interesada la mayoría de las veces, quién ha ganado y quién ha perdido en la contienda dialéctica, incluso utilizando términos pugilísticos como, ha ganado o ha vencido por «ko». Debatir o analizar de manera sosegada, con razones, la coherencia, viabilidad y alcance de las propuestas de los contertulios, es una empresa poco atractiva para los «prime time» de los medios que fomentan este tipo de actos. Otro ejemplo que pone de manifiesto la mala prensa que tiene la discrepancia son los denodados esfuerzos que realiza cualquier organización social por mostrarse como una familia muy unida donde la discrepancia no existe. En el caso de las formaciones políticas roza ya la exageración porque saben que esas discrepancias son muy penalizadas por la opinión pública. El «qué dirán» enturbia la transparencia pública de los partidos.
La segunda forma de visualizar la discrepancia, menos «vistosa» y promocionada, sería la que no persigue obsesivamente vencer, ni siquiera convencer, simplemente pretende ensanchar el campo cognitivo de la argumentación con el fin de incorporar nuevos puntos de vista a los discrepantes. Desde esta premisa es desde donde cobra un valor inestimable la pedagogía de la discrepancia. Una pedagogía que debería tener en cuenta, como mínimo, algunas circunstancias por todos conocidas pero escasamente practicadas: Se discrepa desde el diálogo, es decir, desde la escucha, el respeto y ciertas dosis de empatía con el otro; no tiene más razón quien más grita; y el estudio, la observación y la reflexión deben preceder a cualquier opinión personal. Hoy en día, los medios y las redes sociales incitan de manera compulsiva más a opinar que a reflexionar en un acto reflejo, casi como el que practican las bestias en su permanente alteridad. Ortega y Gasset hablaba del «ensimismamiento» como ese lapsus que el animal humano, a diferencia del resto de animales, se da o debería darse, entre el acontecimiento y su respuesta para que en ese decalaje la reflexión ayude a encontrar razones para decidir con más criterio. En una sociedad tan competitiva, acogotada por las urgencias de toda índole, la mayoría de ellas ficticias y tan condicionadas por el qué dirán, no es el escenario más favorable para esta pedagogía de la discrepancia lo cual no resta ni un ápice la necesidad de ponerla en práctica.
Sin entrar en demasiadas profundidades, el método científico es un claro ejemplo de cómo los paradigmas que la ciencia va construyendo están basados precisamente en una pedagogía de la discrepancia, que no sólo no la rehúye sino que la alimenta, como el mejor argumento que da fortaleza a cualquier tesis enunciada, o a su superación en un acto de progreso del conocimiento.
La discrepancia bien entendida, desde el aprendizaje que el otro puede proporcionar es positiva e indispensable en la convivencia inteligente. La discusión basada en la lógica «vencedor vs vencido» es un acto que provoca parálisis intelectual, desestabilización y crispación en una sociedad.
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