El hecho de que el nuevo Gobierno acepte sin oposición el marco del euro puede imposibilitar la creación de un escenario de protección para las capas de población más castigadas por la crisis
Pedro Sánchez y Emmanuel Macron en La Moncloa. FERNANDO CALVO (WEB MONCLOA)
Desde la moción de censura, el nuevo gobierno liderado por Pedro Sánchez ha intentado encauzar los marcos culturales que se han venido moldeando en los años post-15M. En efecto, la imagen que se intenta proyectar se enmarca en una especie de modernización tecnócrata y europeísta con gestos progresistas. Esta definición no se aleja demasiado de los resortes culturales en los que se cimentó el PSOE durante los 80, alejándose de la socialdemocracia clásica para abrazar el discurso de la modernización europeísta a caballo del incipiente neoliberalismo. En esta línea, el nuevo gobierno español intenta insertarse en el nuevo reordenamiento de alianzas a nivel europeo, teniendo como objetivo la creación de un eje Berlín-París-Madrid-Lisboa, en contraposición a los gobiernos euroescépticos. En este punto, los principales temas de debate han girado en torno a la reforma de la unión monetaria, sacando a colación el debate sobre un presupuesto común y la reforma de la política migratoria. Aunque todo ello de manera muy superficial.
Pero, ¿qué margen y qué voluntad hay más allá de los gestos? Si analizamos con perspectiva la deriva europea en las últimas décadas, todo apunta a que este eje intentará mantener intactos los pilares en los que se juega la partida dura. No obstante, a diferencia del PSOE de González, sumergido en pleno auge de la globalización financiera, en la actualidad nos encontramos en un momento de caos global consecuencia de la crisis del ciclo 1980-2007. En efecto, los límites que acepta sin cortapisas el actual gobierno son el nudo gordiano que sustenta el entramado del régimen del 78: la construcción e integración europea. Sin embargo, en la actualidad, los riesgos del continuismo con el establishment europeo, que deja intactas las bases materiales de la sociedad, son enormes. A continuación, haciendo un recorrido de lo que supone la estructura de la eurozona y apoyándonos en Karl Polanyi, señalaremos los peligros que entraña un gobierno continuista como el de Sánchez.
El neoliberalismo institucionalizado en Europa
La estructura de la Unión Europea, y más concretamente de la eurozona, viene totalmente determinada por el contexto histórico en el que se crean los cimientos de dicha unión. Así, desde el Plan Marshall y bajo el modelo de posguerra liderado por EEUU, la relación entre la potencia americana y Europa ha ido de la mano de la subordinación del viejo continente a los intereses del hegemón mundial. Más concretamente, la última fase expansiva del ciclo hegemónico estadounidense, de globalización financiera, entre 1980 y el 2007, se construyó alrededor de tres pilares: la ruptura del patrón oro-dólar, la financiarización de la economía y las políticas neoliberales, todo ello como salida a la propia crisis de rentabilidad del capitalismo mundial de los años 70.
En consecuencia, con el giro ochentero, la nueva configuración europea se dibujaba entre 1986 y 1992, con el Acta Única y el Tratado de Maastritch, como uno de los experimentos neoliberales más crudos. En esta etapa quedaría delineada la eurozona, una unión basada en planteamientos monetarios y financieros, con la imposición de forma canónica de los planteamientos del ciclo neoliberal: control del déficit y deuda pública por debajo del 3% y del 60% respectivamente, liberalización del comercio, privatizaciones, flexibilización del factor trabajo y las finanzas, etc. Para este proyecto, el Banco Central Europeo se constituyó con un mandato independiente de los estados y con un control de los precios por debajo del 2% anual.
En la misma línea, la justificación teórica del euro parte en gran medida de la Teoría de las Áreas Monetarias Óptimas a la que dio nombre Robert Mundell en los años sesenta, precisamente ganador del Premio Nóbel de economía en 1999. Sin detenernos en la teoría, cabe señalar algo que resulta clave para entender la dinámica de la moneda y como se entiende la misma. En su artículo «A Theory of Optimum Currency Areas», Mundell sostiene que la rigidez en los salarios y los precios causa desequilibrios a nivel internacional, por lo que el autor busca como solución la consecución de un sistema mucho más liberalizado, con una mayor flexibilidad a la hora de realizar ajustes. En efecto, Mundell pone en duda la viabilidad de las monedas nacionales para emprender dichos ajustes, es decir, medidas que liberalicen el mercado de tal forma que no existan impedimentos a la hora de modificar salarios y precios. Así, el ajuste ante un desequilibrio dentro de una unión monetaria vendría dado por la flexibilidad salarial, por la movilidad del factor trabajo, o ambos a la vez, de forma que funcionen como mecanismos correctores de precios, vía salarios y, por tanto, se produzca un equilibrio en la competitividad entre países. En consecuencia, este último punto señalado por el economista canadiense, será clave en la construcción de la moneda única.
La traducción práctica de esta estructura monetaria sin soberanía nacional implica la restricción de cualquier política monetaria nacional y, en gran medida, también fiscal, quedando a merced de la ruta establecida por el BCE. El férreo control del déficit público, sumado a las sucesivas reformas fiscales regresivas (utilizadas como único elemento competitivo entre países en política industrial) y a un contexto en el que se hace cada vez más latente la caída de la recaudación, conlleva a la reducción del gasto público. En consecuencia, la política económica de los estados queda reducida a la liberalización económica y a la disciplina salarial como único elemento de ajuste (y como única herramienta para mejorar su competitividad), es decir, el marco de la zona euro implica flexibilidad laboral y de precios, tal y como sostenía la teoría de Mundell.
Además, como afirma Wolfgang Streeck en su artículo «¿Por qué el euro divide a Europa?», publicado en la New Left Review nº95, «los sistemas monetarios, en tanto que instituciones políticas y económicas, primero se adecuan al poder y, solo después, al mercado. Como regla, por lo tanto, están sesgados a favor de uno u otro interés dominante. Podemos decir, con Schattschneider, que, como ocurre con el coro celestial de una democracia pluralista, el lenguaje del dinero habla siempre con un acento, que normalmente es el mismo acento de clase alta que el del coro». Es decir, la moneda no es neutral, ni únicamente una herramienta económica, sino que es un reflejo de relaciones de poder. La visión de la construcción de la unión monetaria europea implica un determinado enfoque sobre la moneda, entendiendo que resulta un intermediario neutral entre agentes económicos. Lejos de esa definición, el dinero representa una determinada correlación de fuerzas. En efecto, además del liderazgo alemán del euro, el reverso es una periferia europea sin soberanía monetaria, algo que se expresa en que, en la práctica, estos países operan con una moneda extranjera.
En relación a lo anterior, la estructura supranacional surgida de la unión monetaria se compone de un conjunto de estados con enormes disparidades en tamaño, modelo productivo y desarrollo socioeconómico. Este hecho no resulta baladí, pues el BCE necesita implementar medidas para países con distintas características, por lo que, en última instancia, el desequilibrio de poder en la eurozona conlleva al dominio de la potencia hegemónica interna. En efecto, el dominio germano, ha incurrido en una política favorable desde el primer momento a sus intereses económicos, lo que ha conformado una división europea del trabajo, con un centro y una periferia diferenciados. En esta línea, los desequilibrios entre los países miembros y dentro de los mismos no son una causa inmediata de la crisis del 2008, sino que son propios de la dinámica de la moneda única desde su introducción. Concretando esta afirmación, la pérdida de poder adquisitivo, el ajuste de los salarios reales, los desequilibrios materializados en las balanzas comerciales y la relación deudor-acreedor ha sido una consecuencia acrecentada por el sistema euro.
En el 2011, los desequilibrios estructurales señalados anteriormente salieron a la luz y se tradujeron en una crisis de deuda soberana en los países periféricos. En el año 2007 la deuda pública no suponía un grave problema para el conjunto de las economías de la eurozona. En cambio, en los años posteriores a la crisis, la deuda pública se disparó en los países periféricos debido en gran parte a la caída de los ingresos por la recesión económica, al aumento de los gastos por el desempleo o los rescates a entidades privadas, entre otros factores. Sin embargo, el problema fundamental no era el crecimiento de la deuda en sí, sino que, en este caso, el efecto ha sido el mismo que el de un país que se endeuda en moneda extranjera, pues la crisis de deuda soberana, representada en los diferenciales de la prima de riesgo, es consecuencia de una crisis particular del sistema euro. Así pues, las contradicciones de la construcción de la eurozona salían a la luz de forma abrupta. Por un lado, ante la imposibilidad de devaluar la moneda, el equilibrio de la balanza comercial se persigue mediante el ajuste salarial, con reformas laborales y mantenimiento altas tasas de paro, algo que, fundamentalmente reduce las importaciones. Por otro lado, debido a las directrices de la eurozona, el BCE no puede financiar a los estados de forma directa, lo que, en épocas de recesión, supone un coste cada vez más elevado de financiación. Así, la escalada de las primas de riesgo llegó a un punto insostenible a mediados del 2012, poniendo en jaque la continuidad de la moneda común, algo que hizo intervenir al BCE el 26 de julio de ese mismo año, cuando Mario Draghi declaró: «El BCE hará lo necesario para sostener el euro. Y créanme, eso será suficiente». A partir de esas declaraciones el BCE iniciaba un giro que detendría la escalada de las primas de riesgo, de forma que los estados periféricos pudiesen respirar.
En consonancia con las medidas para frenar la crisis de deuda soberana, en el año 2015, el BCE lanza el programa de expansión cuantitativa (QE, por sus siglas en inglés) llegando en su momento más álgido a 80.000 millones de euros mensuales de compra de activos. El QE ha sido exitoso en tanto ha conseguido paliar el problema de liquidez del sector bancario y, sobre todo, ha tenido un gran impacto en la rentabilidad de la deuda soberana. No obstante, los problemas estructurales de la eurozona siguen intactos: niveles de deuda externa, pública y privada, ausencia de presupuesto común fuerte, modelos productivos desequilibrados que implican diferencias en competitividad, desigualdad creciente, desempleo, precariedad, etc. Además de los problemas políticos: dominio alemán sin oposición, ausencia de soberanía, debilidad del Parlamento Europeo, etc. En este contexto, la estructura del euro sigue sosteniéndose en gran medida gracias a los llamados vientos de cola: bajos precios del petróleo, bajos tipos de interés, crecimiento de la burbuja financiera mundial y expansión cuantitativa. Recientemente, Draghi anunciaba que el 2018 será, presumiblemente, el último año del programa, retirándolo de forma progresiva. Las consecuencias de este hecho vendrán marcadas por el contexto económico internacional, pues abren la puerta al inicio de una nueva crisis de deuda soberana similar a la del 2011-2012.
Más allá del fin de la QE y los efectos que esta pueda causar, el marco de flexibilización del factor trabajo sobre el que teorizaba Mundell y en el que se ha convertido la eurozona, se encuentra en la actualidad ante sus límites sociales y políticos. En esta línea, como señala Joseph Stiglitz en su libro El euro. Cómo la moneda común amenaza el futuro de Europa, para solucionar la crisis estructural de la balanza comercial dentro del marco del euro es necesario un alto nivel de precariedad laboral y de paro en los países del sur, esto es, para sostener la estructura actual de la eurozona, la periferia está condenada a la precariedad laboral. Este hecho tiene implicaciones determinantes en la sociedad europea.
Polanyi y la utopía de libre mercado
Con lo descrito hasta el momento, en el marco de la globalización financiera liderada por EEUU, la eurozona ha constituido una construcción muy cercana a lo que Karl Polanyi entendía por utopía de libre mercado, esto es, un marco institucional en el que nada obstaculice la formación de los mercados, resignificando el papel del estado, de forma que «solo interesan las políticas y las medidas que contribuyan a asegurar la autorregulación del mercado, a crear las condiciones que hagan de este el único poder organizador en materia económica». Como hemos señalado, uno de los principales elementos de la zona euro es la flexibilidad del factor trabajo, algo que, como señala Polanyi «supone subordinar a las leyes del mercado la sustancia misma de la sociedad».
Así, para Karl Polanyi, las consecuencias de esta dinámica son claras: «Permitir que el mecanismo del mercado dirija por su propia cuenta y decida la suerte de los seres humanos y de su medio natural, e incluso decida acerca del nivel y de la utilización del poder adquisitivo, conduce necesariamente a la destrucción de la sociedad. Y esto es así porque la pretendida mercancía denominada «fuerza de trabajo» no puede ser zarandeada, utilizada sin ton ni son, o incluso ser inutilizada, sin que se vean inevitablemente afectados los individuos humanos portadores de esta peculiar mercancía. Al disponer de la fuerza de trabajo de un hombre, el sistema pretende disponer de la entidad física, psicológica y moral «humana» que está ligada a esta fuerza». El autor austriaco escribía sobre el largo siglo XIX liderado por Gran Bretaña que finalizó con la I y II GM, Gran Depresión mediante. Las similitudes con la etapa actual y con el contexto de la eurozona son, cuanto menos, preocupantes.
La ruptura de las instituciones hegemónicas a nivel global y la propia salida de la crisis, que ha acelerado la tendencia de aumento de la precariedad y desigualdad del ciclo 1980-2007, ha dejado fuera a una parte importante de la población, lo que ha provocado una grave crisis social a nivel mundial a finales del 2010. Esta crisis social comienza con las manifestaciones de las revueltas árabes, el 15M en España y posteriormente el Occupy Wall Street, entre otras. En efecto, la fractura social se transforma en una crisis política, al materializar el hecho de que una parte importante de la población ya no confía en el bloque dominante, ya que este último ha perdido su condición hegemónica: ya no gobierna con legitimidad. De esta forma, siguiendo de nuevo a Karl Polanyi, en esta etapa entra la denominaba fase b, esto es, la pérdida de legitimidad institucional se relaciona fundamentalmente con la respuesta social frente a los límites de la «utopía de libre mercado» que supone la globalización financiera y, concretamente, el marco UE-eurozona.
En efecto, no es casualidad que la mayor parte de los partidos que consiguen canalizar políticamente el descontento social sean de corte soberanista/nacionalista/proteccionista, algo que representa la respuesta de la sociedad que decide buscar protección y seguridad ante la ofensiva de libre mercado y la consecuente flexibilización del factor trabajo. Sin embargo, aunque este proceso es una tendencia a escala mundial, se reproduce de manera más evidente en la UE-eurozona. Las reacciones se materializan en movimientos populistas de distinta ideología que reclaman más soberanía, nación, seguridad y/o protección, como son el caso de la victoria de Syriza, del M5E y la Liga Norte, el crecimiento de Alternativa por Alemania, el Procès, el Brexit, el Frente Nacional, Amancer Dorado, etc. En concreto, enlazando con los ejes señalados anteriormente, los movimientos populistas de corte derechista se fortalecen incluyendo entre sus principales ejes discursivos la ofensiva xenófoba contra los inmigrantes/refugiados.
Así pues, el establishment de la eurozona, que sigue apostando por un férreo continuismo, va a toparse con grandes dificultades para perpetuar la estructura actual: el desmembramiento no se puede frenar sin integrar demandas, emprendiendo una profunda reforma de las instituciones europeas, algo que parece estar bastante lejos de materializarse. En la actualidad, la desintegración interna y la pérdida de poder externa de la UE se muestran cada vez de forma más evidente, tanto por el crecimiento del euroescepticismo, como por la pinza a nivel geopolítico que está sufriendo ante EEUU y el eje que conforman Rusia-China. En resumen, la resaca de la globalización financiera está dejando en fuera de juego a la UE-eurozona.
Volviendo a España, en este contexto de desmembramiento social, económico y político, la ilusión que está generando el nuevo gobierno puede terminar en una peligrosa frustración social. Así, el hecho de que acepte sin oposición el marco del euro puede tener repercusiones muy graves a medio plazo, dadas las implicaciones que subyacen de esta aceptación: la imposibilidad en materia socioeconómica de crear un marco de protección que defienda a las capas de población más castigadas por la crisis. Al igual que los gobiernos de Hollande, Renzi o incluso Obama en EEUU, la no solución de los problemas materiales de la sociedad, de protección ante el mercado, han concluido en el crecimiento de los populismos de derechas. Como hemos señalado, en el contexto europeo, los partidos euroescépticos de carácter nacionalista/soberanista están en pleno auge, con perspectivas de seguir creciendo e, incluso, de llegar a liderar el Parlamento Europeo. En este sentido, en plena crisis de la globalización financiera, la eurozona sigue siendo el máximo exponente del neoliberalismo, algo que no hace más que acelerar la respuesta de las clases populares europeas: su canalización es la derecha populista y el deterioro de la integración europea.
Para concluir, la fórmula del nuevo gobierno liderado por Pedro Sánchez es una de las últimas balas en el marco de la eurozona para un país en el que sigue batallando un social-liberalismo en decadencia. El PSOE sigue apostando por la integración europea que tantos réditos le proporcionó en los años ochenta, aunque, en aquel momento, el neoliberalismo comenzaba su época dorada. En la actualidad, nos encontramos ante la ruptura de esa integración, del orden mundial de posguerra y con la fase b de Polanyi en marcha. Además, las posibilidades de un ciclo económico largo en el que apoyarse para construir un nuevo proyecto de país, son escasas. De forma contraria, cada día nos encontramos más cerca de una nueva crisis a nivel mundial, que probablemente estalle en EEUU y repercuta de forma drástica en la zona euro (de forma similar al 2011-2012). En esta tesitura, Polanyi nos proporciona pistas ante el desmoronamiento de la estructura mundelliana: la atomización y flexibilización del «factor trabajo» tiene como respuesta la mencionada fase b. La sociedad en busca de sí misma, esto es, en busca de pertenencia, protección y seguridad. La disputa política se dirimirá en la canalización de esta pulsión social y en la capacidad de proporcionar un proyecto viable en este sentido, algo que está lejos de ofrecer el gobierno continuista del PSOE.
Juan Vázquez Rojo es economista, investigador y editor de la Revista Torpedo.