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Películas y patrañas

Fuentes: Rebelión

–Todos ustedes recuerdan -dijo el Interventor; con su voz fuerte y grave-, todos ustedes recuerdan, supongo, aquella hermosa e inspirada frase de Nuestro Ford: La Historia es una patraña – repitió lentamente-, una patraña. Hizo un ademán con la mano, y fue como si con un visible plumero hubiese quitado un poco el polvo; y […]


Todos ustedes recuerdan -dijo el Interventor; con su voz fuerte y grave-, todos ustedes recuerdan, supongo, aquella hermosa e inspirada frase de Nuestro Ford: La Historia es una patraña – repitió lentamente-, una patraña.

Hizo un ademán con la mano, y fue como si con un visible plumero hubiese quitado un poco el polvo; y el polvo era Harappa, era Ur de Caldea; y algunas telarañas, y las telarañas eran Tebas y Babilonia, y Cnosos y Micenas. Otro movimiento de plumero y desaparecieron Ulises, Job, Júpiter, Gautama y Jesús. Otro plumerazo, y fueron aniquiladas aquellas viejas motas de suciedad que se llamaron Atenas, Roma, Jerusalén y el Celeste Imperio. Otro, y el lugar donde había estado Italia quedó desierto. Otro, y desaparecieron las catedrales. Otro, otro, y afuera con el Rey Lear y los Pensamientos de Pascal. Otro, ¡y basta de Pasión! Otro, ¡y basta de Réquiem! Otro, ¡y basta de Sinfonía!; otro plumerazo y…

-¿Irás al sensorama esta noche, Henry?

Aldous Huxley, Un mundo feliz (1.932)

La película Jonás, que cumplirá los 25 en el año 2000 , dirigida por Alain Tanner, contaba historias del desencanto que siguió a la década de los sesenta; me vino a la memoria mientras leía el artículo Carrillo de película, de Isaac Rosa, que comienza así: «Cuando yo era niño (nacido en 1974),…» ; así pues, el autor pertenece a la generación de Jonás y Carrillo podría ser su abuelo; plantear una «cuestión generacional» obliga a todas las precauciones debidas contra la generalización que supone. Dicho esto, entre ambos, los del 68 (los padres de Jonás) protagonizaron, en todo el mundo, un intenso choque generacional. Incluso algo que hoy resulta tan trivial como la longitud de los cabellos servía de disputa: los padres se enfurecían; para los abuelos de Jonás los Beatles eran unos maricones y, con ellos, todos los que, en cualquier lugar del mundo, redujimos la frecuencia de nuestras visitas al barbero. Hoy, aquellos revolucionarios del 68 se han transformado en unos burgueses acomodaticios (decimos esto aún si Jean Baudrillard nos advertía: «el término ‘burgués’ … ya sólo ridiculiza a quien lo emplea [1]»). Así pués, la cuestión generacional no es una novedad, ni tiene que ver con las ideologías; es, como ahora se ha puesto de moda decir, un asunto trasversal. Lenin, por ejemplo, se sentía profundamente incómodo con los futuristas, los jóvenes artistas revolucionarios de su tiempo, porque sus gustos se habían formado en los clásicos de la literatura rusa. Ahora bien, Isaac Rosa arranca su artículo con su fecha de nacimiento … para hablar de su abuelo; hagamos, pues, una reflexión sobre este asunto.

Creo que, sin medir bien lo que estaba diciendo, Beltrold Brech suspiraba: «¡bienaventurados los pueblos que no necesitan héroes!»; por el contrario, Harry Lime (encarnado por Orson Welles, en su soberbia versión cinematográfica de El tercer hombre, de Graham Greene) nos señalaba: «En Italia, durante 30 años de Gobierno de los Borgia, tuvieron guerra, terror, asesinatos, baños de sangre, y produjeron a Miguel Ángel, Leonardo da Vinci y el Renacimiento. En Suiza, tienen amor fraterno, 500 años de paz y democracia y ¿qué han producido? El reloj de cuco». Pues bien, la generación que llegó a su vida adulta con la Transición ya hecha, al menos en lo sustantivo, encontró su horizonte vital despejado de obstáculos dictatoriales; se entraba en el tiempo de la postmodernidad, del aburrido fin de la historia, más o menos socialdemócrata. La insumisión a la mili ha quedado como el esfuerzo supremo de aquella juventud; pero mejor no hablar de la hipócrita objeción de conciencia, sencillamente obvia, ni del furor individualista escondido tras ella: la nueva corrección política instalada cierra la boca con mayor contundencia que la malhadada censura franquista (sobre todo después de que el Presidente Aznar suprimiera el servicio militar obligatorio, despejándose el camino para enviar a Iraq -y a Perejil- un ejercito mercenario). Sin historias de la mili (en las que, envuelto en la nostalgia, uno se presentaba como protagonista, o víctima, de supuestas aventuras más o menos chistosas, o chuscas); con las historias de partos (recurso del parloteo femenino) devaluadas gracias a la epidural; sin nada heroico que llevarse a la boca, en fin, sin oportunidad alguna de pasar a la historia, a muchos de esta generación no le quedó otro remedio que intentar acelerar el recorrido que faltaba para ser como prescribía la ideología anglosajona: eficientes y competitivos héroes de los negocios.

La versión del poder sobre la Transición española es un edulcorado, e inverosímil, cuento de Príncipes y Dragones. Pero, en esto sí podemos decir que España es diferente: la crítica implacable y descalificadora de la misma, se ha convertido en el tema preferido de los jóvenes izquierdistas que cumplirían 25 en el año 2000, y que no encuentran el modo de impulsar, en el presente, la acción colectiva por objetivos colectivos (un término desprestigiado, frente al universal tema de la realización personal: al final, lo que cuenta son las personas; más bien, en verdad, las personas son algo que jamás a nadie le ha interesado nada; o, como decía Goitisolo, «un hombre solo, una mujer, así tomados de uno en uno, son como polvo, no son nada»; pero este es otro asunto y, antes de que la jauría se arroje sobre el desdichado que esto firma, acusándole de althusserianismo estalinista, mejor, lo dejo).

No sólo estos Jonás; todos nos encontramos, en nuestro país, con un problema político e intelectual aun mayor que nuestros contemporáneos europeos, porque el hundimiento, el verdadero hundimiento, el de la izquierda a la izquierda del socialismo, general en toda Europa, se entremezcla, se confunde y termina por desparecer al atribuir ese desastre (que, insistimos, es común y simultáneo en toda Europa) a las traiciones de los protagonistas de la Transición española. (Por cierto, que esta película, El Hundimiento, está incorrectamente incluida, por Isaac Rosa, en el género de catástrofes: trata del hundimiento del régimen nazi ante el embate contra Berlín de los ejércitos rusos; esta referencia, que parecerá muy graciosa a alguno, es, sin duda, de muy mal gusto). Sucumbe así la posibilidad de una reflexión seria sobre los factores profundos que podrían explicarnos esta historia y hacernos avanzar en pos de aquellos hermosos objetivos de una manera realista, es decir, para lograrlos. En Europa, donde el fenómeno es el mismo (nadie sabe como hacer para movilizar al supuesto 99 por ciento, que insiste en dar la espalda a la izquierda) no tienen este escape, pues allí no había dictadura franquista (por suerte para ellos). Pero, ese es el asunto que hay que explicar: por qué desde el final de los años 70 (Margaret Thatcher llega al poder en 1979) la derecha ha dominado absolutamente: en España, la Transición; en el continente, la construcción europea; y, en el Este de Europa, la disolución del bloque soviético; mientras que la izquierda, todavía, busca su identidad perdida, aplastada entre los cascotes del derribado Muro de Berlín (en el caso de los partidos comunistas) y/o el general desprestigio, cuando no la derrota, de otras experiencias revolucionarias supuestamente alternativas al aberrante sistema soviético: China, Cuba, Chile, Nicaragua, …

Isaac Rosa confiesa que «para varias generaciones de españoles, la mía, las posteriores y algunas anteriores, Santiago Carrillo es un personaje de ficción. No un personaje histórico, real, sino de ficción, de película»; toda una paráfrasis de «aquella hermosa e inspirada frase de Nuestro Ford: La Historia es una patraña -dígase lentamente- una patraña»

Digamos, sólo unas palabras, de Santiago Carrillo. Su remoto pasado está injustamente marcado; la reacción puso en marcha en los años sesenta la acusación sobre Paracuellos, una obvia maniobra política que oponer al auge que empezaba a adquirir la lucha antifranquista; ninguna otra cosa se menciona tanto. Después, vinieron los años de las luchas internas (consecuencia de la crisis del movimiento comunista internacional y del cisma chino-soviético) en la que los métodos estalinistas nunca terminaron de arrumbarse; de esta etapa es, asimismo, la propuesta de reconciliación nacional, que la reacción entendió mejor, muchísimo mejor, que la izquierda: de ahí los méritos de Carrillo a los ojos de ésta. El final de la Transición es, asimismo, el agotamiento del recorrido político de Carrillo, que coincide con del hundimiento general de la izquierda en toda Europa. En fin, Santiago Carrillo, nonagenario, estuvo virtualmente acampado en Sol el 15M (véanse sus últimos artículos o declaraciones públicas); y nos dejó una valiosísima advertencia: el consenso de la Transición -bueno, malo o mediopensionista, algo que cada cual puede subjetivamente valorar- fue posible porque se fundaba en condiciones objetivas. En la actualidad no existe fundamento alguno para algo similar: la crisis es de tal naturaleza que no lo permite. Ergo… (aquí el discurso se interrumpe; serán los ciudadanos de hoy los que con su lucha lo continuen).

Podríamos continuar, si así lo deseáis…

Notas:

[1] Jean Baudrillard: La ilusión del fin o la huelga de los acontecimientos (1.992), Ed. Anagrama.