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Peligrosa dicotomía

Fuentes: La Jornada

El magnífico historiador francés del conflicto mundial ocurrido entre 1914 y 1918, Stephane Audoin-Rouzeau, sugirió no hace mucho que «Occidente es heredero de una modalidad de la guerra extremadamente violenta. Después de 1945, Occidente la exteriorizó en Corea, en Argelia, en Vietnam, en Irak; dejamos de pensar en la experiencia de la guerra y no […]

El magnífico historiador francés del conflicto mundial ocurrido entre 1914 y 1918, Stephane Audoin-Rouzeau, sugirió no hace mucho que «Occidente es heredero de una modalidad de la guerra extremadamente violenta. Después de 1945, Occidente la exteriorizó en Corea, en Argelia, en Vietnam, en Irak; dejamos de pensar en la experiencia de la guerra y no comprendemos que ésta volverá a nosotros en distintas formas, como el terrorismo… No queremos admitir que ahora existe un tipo diferente de confrontación…»

Pudo haber agregado que los políticos -y con esto me refiero a lord Blair de Kut al Amara- se niegan deliberadamente a reconocer esto. Estamos luchando contra el mal. No tiene nada que ver con la ocupación de la tierra palestina, la ocupación de Afganistán, la ocupación de Irak, con las torturas en Abu Ghraib, Bagram y Guantánamo. ¡Oh, no, desde luego que no! «Una ideología maligna», una fuerza oscura, nebulosa y no especificada», ese es el problema.

Existen dos errores en esta lógica. El primero es que cuando uno empieza a hablar del «mal», se está hablando de religión. Bien y mal, Dios y el Diablo. Los atacantes de Londres eran musulmanes (o se piensa que lo eran), por tanto, toda esa comunidad en Gran Bretaña debe ponerse en posición de firme y, como musulmanes, condenar los atentados.

No fue requerido que nosotros los «cristianos» condenáramos la matanza cristiana de 8 mil musulmanes en Srebrenica, ocurrida hace apenas 10 años. Lo único que tuvimos que hacer fue disculparnos por no haber hecho nada en ese momento. Pero los musulmanes, por el sólo hecho de serlo, tienen que emitir una condena ritual contra algo con lo que no tienen nada que ver.

Pero sospecho que ese es el punto. Me pregunto si en el fondo no pensamos que su religión sí tiene algo que ver con todo esto: ese Islam que es una religión retrógada, no tocada por el Renacimiento y potencialmente violenta. Esto no es verdad, pero nuestra herencia orientalista sugiere lo contrario.

Es extraña la forma en que despreciamos y envidiamos simultáneamente al «otro». Muchos de los antiguos orientalistas estaban al mismo tiempo asqueados y fascinados por Oriente. Despreciaban los castigos y a los pashás, pero en cierta forma les gustaban sus mujeres y estaban obsesionados con los harenes. A los occidentales les parecía bastante atractiva la idea de tener más de una esposa. De manera similar, me da la impresión de que hay aspectos de la «decadencia» occidental que despiertan algún interés en los musulmanes, aun si ritualmente la condenan.

Hace unos años me impactó el hijo de un amigo mío, libanés, que se fue a estudiar por tres años a una universidad del sur de Inglaterra. Cuando yo pasaba por Londres, viniendo de Beirut, a veces le llevaba cintas de audio y cartas de sus padres; esto ocurrió en los gloriosos días anteriores al Internet.

El estudiante normalmente se encontraba conmigo en un pub de Bloomsbury. Invariablemente aparecía con una muchacha y se bebía varias cervezas antes de irse con ella a parrandear durante toda la noche. En su último semestre en la universidad, llamó a casa y le pidió a su madre que le buscara novia. Sus días de juegos y diversión se habían terminado. Quería que su mami le encontrara una virgen para casarse con ella.

Pensé en él mucho tiempo. Era -y es- un hombre de lo más respetable y honorable, quien ha rechazado oportunidades de empleos lucrativos en el extranjero y optado, en cambio, por ser maestro universitario en Beirut. De haber sido un hombre más débil, me imagino que hubiera tenido muchos problemas con su vida. ¿Qué estaba haciendo en Inglaterra? ¿Por qué se divertía como «nosotros» si después iba a darle la espalda a toda esa diversión para elegir una vida más conservadora?

Tomemos otro ejemplo, aunque aclaro que ambos hombres nada tienen en común. Ziad Jarrah vivía en Alemania con su novia turca. No salía nada más con ella; cohabitaban. Pero el 11 de septiembre de 2001 llamó a la muchacha para decirle: «Te amo». La joven le preguntó si le pasaba algo malo. «Te amo», dijo él, simplemente, y colgó el teléfono. Poco después abordó un avión, donde degolló a los pasajeros para después estrellar la nave en el suelo de Pennsilvania.

¿Qué pasaba por su cerebro cuando escuchó la voz de la novia a la que decía amar? Su padre, a quien conozco muy bien, estaba tan sorprendido como los padres de los atacantes suicidas de Londres. Hasta la fecha, no puede creer lo que hizo Ziad Jarrah. Todavía espera que él regrese a casa.

No es difícil volverse cínico ante la forma en que los árabes pueden odiar y amar a Occidente al mismo tiempo. En las capitales árabes puedo leer la furia contra el presidente George W. Bush expresada en las páginas de los periódicos locales y después paso por enfrente de la embajada estadunidense donde a veces hay cientos de árabes haciendo una fila que rodea los muros de la representación, con la esperanza de conseguir visas. El Corán es un documento de valor inestimable. La Green Card también.

Pero de las muchas cartas que recibo de musulmanes, especialmente provenientes de Gran Bretaña, puedo entender algo de la furia que se genera entre ellos. Muchos llegaron de países de gran represión y de tierras donde las más estrictas reglas familiares y religiosas gobernaban sus vidas. Ustedes ya conocen el resto de esta historia.

Por tanto, en Gran Bretaña, inclusive los musulmanes que nacieron en el país, crecen en familias tradicionales y puede haber una feroz dicotomía entre sus vidas y la sociedad que los rodea. Las libertades británicas, tantos sociales como políticas, pueden ser muy atractivas. Saber que su gobierno electo envía a sus soldados a invadir Irak y a asesinar a muchísimos musulmanes puede convertir dicha «dicotomía» en algo más peligroso.

He aquí una tierra -Gran Bretaña- en la que se puede llevar una buena vida. Hay muchachas bonitas con las que se puede salir (estamos hablando de los hombres), o casarse con ellas o vivir con ellas. Hay películas para ver -nadie corta los desnudos de nuestras cintas-, y si se desea puede uno beberse una o dos cervezas en el cine. Estas cosas son, desde luego, haram, es decir, malas, pero disfrutables y son parte de «nuestras» vidas. La mayoría de los hombres musulmanes que conozco no beben alcohol y se comportan honorablemente con las mujeres de cualquier religión (por tanto, y por favor, no me manden cartas iracundas). Otros disfrutan de nuestras libertades con absoluta tranquilidad.

Pero aquellos que no pueden, los que disfrutan de nuestras libertades pero se sienten culpables por hacerlo, aquellos que están asombrados por los placeres que han obtenido de «nuestra sociedad» pero están igualmente apabullados por la forma en que se sienten corrompidos (especialmente después de un viaje a Pakistán, en que recibieron una dosis de religión ritualizada a la antigua), tienen un problema especial.

Palestina, Afganistán o Irak vuelven incendiario este problema. Quieren al mismo tiempo liberarse de este mundo y expresar su furia moral y su impotencia política cuando lo hacen. Desean, creo, destruirse a sí mismos por sus propios sentimientos de culpabilidad y a otros por el crimen de «corromperlos».

Aun cuando signifique asesinar a algunos de sus correligionarios, además de decenas de inocentes. Ahí van las mochilas -quien las haya proporcionado es un asunto distinto- y las bombas estallan. Algo ocurre, algo que toma sólo un segundo, entre decir «te amo» y colgar el teléfono.

© The Independent

Traducción: Gabriela Fonseca