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Pero se cae de la mata o el evangelio según San Facebook

Fuentes: Rebelión

Tal vez Galileo Galilei no sospechara que, con el telescopio, no sólo nos estaba acercando el Universo, sino además estaba sacando a Dios de la naturaleza de las cosas para enviarlo a los predios de la metafísica y la teología donde, la Historia, nos demuestra que siempre debió de estar. Con todo y la críticas […]


Tal vez Galileo Galilei no sospechara que, con el telescopio, no sólo nos estaba acercando el Universo, sino además estaba sacando a Dios de la naturaleza de las cosas para enviarlo a los predios de la metafísica y la teología donde, la Historia, nos demuestra que siempre debió de estar. Con todo y la críticas que le hiciera Marx, Kant nos enseñó el camino del razonamiento, el poder de la subjetividad; y Hegel la dialéctica del pensamiento. Aprendimos en clase que, -no por casualidad y sí por causalidad-, el edificio del marxismo se erige sobre la filosofía clásica alemana, que yo diría sobre toda la filosofía clásica occidental desde los tiempos homéricos.

Me remito a aquellos porque con aquellos -gracias a aquellos-, se inicia la emancipación dialógica que, para mi, nos llevó hasta el fin de la modernidad con la caída del campo «socialista» de Europa del Este. Se desliza el cierre de la cremayera ideopolítica fundada por Stalin -y su reintérpretes panfletarios del marxismo y el leninismo-, envenenada desde Niestche por Hitler y Goebells y convertida en paroxismo social, y aplicada a escalofriantes sorbos por el Komitern y los aparatos de propaganda y de contrainteligencia de los países de Europa del Este -Cuba incluida-, donde el «representament» de la tríada Cristo Rey-Dios-Espíritu Santo, se habría de sustituir por la del Líder Invicto-Partido-Ideopolítica.

Si bien el intento de construcción socialista en Europa del Este y Cuba, hasta la caída del muro de Berlín, constituyó la cimentación de una esperanza, un camino de mejoramiento y renovación espiritual para millones de seres humanos desventajados, ultrajados, explotados y relegados socialmente; pésimos hegelianos, peores marxistas, fueron los ideólogos de estos proyectos al pretender que toda transformación debe orbitar alrededor de una ideopolítica pre-concebida «arriba», llegada tal vez desde más allá de los predios de las estrellas vistas por Galileo, sustentada en las profundas inspiraciones -¿metafísicas?- de no se sabe quien, siempre con la nominación del Líder Invicto. Aunque muchas veces al supremo no le hubiera pasado el dislate o el acierto ni siquiera por la mente, de cualquier modo habría que adjudicárselo.

Tal como predijo el marxismo, el capitalismo cae en crisis una y otra vez, pero una y otra vez se reiventa a si mismo como en una portentosa carrera de relevo -y sangrienta, para los billones de pobres y desplazados del mundo… Mientras, la construcción socialista, -con cada fracaso, cada «motor» fundido, cada plan quinquenal estatizado, cada idea «preclara» malograda-, se vuelve una y otra vez contra sus propios beneficiarios, a veces de modo sutil: con censuras que nadie puede probar quién propició las tijeras, enemigos jurados y otros inventados, planes desestabilizadores de la oposición -falsa o real, auténtica o mercenaria-, que siempre aparecen -o se dan a la luz-, en el momento más oportuno. En otras ocasiones con maquinaciones burdas, escándalos de corrupción, nepotismo a la cara, plan piyama y patadas en el trasero. Y para que esta metodología de sometimiento de las mentes funcione, los ideólogos han manejado su herramienta más demoledora de anhelos individuales e iniciativas: la propaganda ideo-política, la aplicación sostenida del sesgo de contenidos en la prensa y los medios audiovisuales, que les había permitido tener el control absoluto acerca de qué información llega o no al pueblo, y de los canales a través de los cuales llega esa información previamente dosificada y convertida en lo que Alfredo Guevara denominara con tino: «la papilla ideológica.

Estos señores -compañeros, para que no se sientan ofendidos- no sólo han omitido, desvalorizado o tergiversado sutil y deliberadamente las informaciones o enfoques favorecedores de matrices ideopolíticas anexionistas o, incluso, contrarias a la ideopolítica de la Revolución. (Si fuera sólo eso, el problema, la crisis, no sería tan crónica, es más, me atrevo asegurar, que no sería sino una obvia y legítima respuesta por la sobrevivencia aunque desde mi punto de vista, poco ética). El problema mayor es que cualquier enfoque o información -desde cualquier postura ideopolítica-, que no se acomode exactamente al patrón concebido por los ideólogos del Comité Central -o sus réplicas en los buroes provinciales del Partido-, desde un paradigma hipodérmico transmisivo de uso mediático, conduce a ese sesgo instituido que es la manera más sutil -y a la vez brutal-, de la censura cuando, paradójicamente, se supone que la obra de la Revolución debió de crear un perceptor capaz de razonar, analizar y adoptar una postura ideológica crítica, participante y dialógica acorde al sistema de valores promulgado por la propia Revolución, en la cual se ha formado la personalidad de ese perceptor, basada en «el respeto a la dignidad plena del hombre», dignidad por la cual pasa el respeto a su modo de pensar y expresarse en público, y a escoger y proponer honradamente el modo en que desea contribuir a la obra común.

El fenómeno se acrecienta en proporción directa con la profundidad antropológica de la Isla. Las emisoras de cobertura nacional tienen esquemas restrictivos de contenido, énfasis e intencionalidad distintos de las provinciales y estas, a su vez, distintos a las municipales. Así por ejemplo, cuando hace unos años a uno de esos funcionarios extremistas del ICRT se le ocurrió circular una prohibición de difusión de la música de Pablo Milanés, la orden llegó primeramente a las provincias orientales y, cuando desde algunas sedes territoriales de la UNEAC se emitió el clamor de protesta, se apresuraron a desmentirlo, y a poner más música de Pablo que nunca por Radio Rebelde. Pero ¿Qué hubiera pasado si el clamor no se hubiera producido?.

El ejemplo más evidente de ese sesgo ideopolítico comunicacional se produce en los días posteriores al duelo nacional por la muerte de Fidel Castro. En las emisoras de Granma, me consta, leyeron a los realizadores un documento, supuestamente emitido «desde arriba», en el cual se enunciaba, entre otras, la prohibición de usar tonos de locución feriados, mencionar el nombre de Cristo la Nochebuena y las Navidades, radiar música popular bailable o anunciar actividades recreativas en espacios abiertos. Sólo la denuncia y repercusión del dislate en las redes sociales obligó a una nota aclaratoria del periódico Granma pero, aún así, los jefes de redacción y muchos directores de programa, no se atrevieron hasta muchos días después a «cruzar la raya».

Que toda la prensa y los medios de comunicación oficiales restringieran sus contenidos casi al 100 porciento a la cobertura del duelo nacional por la muerte del líder -como si el país y el mundo se hubieran detenido-, que la totalidad de los canales de información estatales -que son casi todos en Cuba-, usaran como comodín propagandístico la consigna «Yo soy Fidel», no parece tan extremo y totalizador -dada las efectivas muestras de dolor de una gran parte de la población-, como la estigmatización social de aquellos que no se mostraran públicamente lo suficientemente adoloridos, o que -como este servidor-, nos pronunciáramos críticamente acerca de la consigna por considerarla, entre otras cosas, irrespetuosas respecto a una personalidad histórica que en vida -tal como se confirmó por su propio testamento-, había repudiado el culto a la personalidad y el uso propagandístico de su nombre.

Más adelante abundaré acerca de la censura de la película «Santa y Andrés» en el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano, a pesar de haber pasado la curaduría.

He aquí que se produce un discenso, un cisma, entre los denominados «aparatos ideológicos del Estado»; o sea, de un lado: las instituciones culturales, educacionales y los medios tradicionales de comunicación social, y del otro los supuestos beneficiarios de aquellos aparatos que, cada día, creen menos en ellos, ya sea con la adopción de posturas críticas o de posturas oportunistas simuladas.

En Cuba, lo interesante de la paradoja es que quienes más le ponen crítica a, o simplemente se «desligan» de, nuestros medios de comunicación audiovisuales o simulan identificarse con ellos en espera de una mejor oportunidad profesional, son, precisamente, aquellos que el sistema ha formado, educado para, supuestamente, replicar y preservar ideo-políticamente el propio sistema. Me refiero a jóvenes graduados de comunicación social, las diversas especialidades de la universidad de las artes, filosofía e historia, sociología o periodismo, por ejemplo.

He ahí la razón por la cual los medios de comunicación audiovisuales y la prensa en Cuba transitan su mayor crisis de credibilidad desde que surgieran. Nuestros niños y niñas se aburren terriblemente en los matutinos y vespertinos escolares, o la mayoría prefiere el «paquete» a la televisión. He ahí la razón por la cual los cubanos de la isla sabemos «lo que no tenemos que buscar en la radio, la prensa escrita, la televisión o la arenga de tribuna» y sí en cualquier otra plataforma en la web aún cuando lo buscado no sea contrario a los valores compartidos promulgados por la ideo-política de la Revolución.

Así, por ejemplo, una película como «La última tentación de Cristo» de Martin Scorserse, dos veces ha sido anunciada por nuestra televisión nacional y dos veces ha sido censurada con todo y que se acerca mucho más a una interpretación marxista de la historia del cristianismo que cualquier otra; o los debates culturales del tipo «guerrita de los emails» no se reflejaron, ni siquiera tamizados, por nuestra prensa.

Y en ese contexto: el aumento de la conectividad en la isla -con muchas limitaciones económicas y socioculturales, sí, pero aumento al fin.

Según los sitios especializados, los cubanos visitamos alrededor de un 30 porciento más Facebook que cualquier otro sitio web del mundo. Esa preferencia por las redes sociales, y especialmente por el portento de Zuckerberg, no es casual ni aleatoria sino causal. Es, en esencia, la consecuencia de la incomunicación dialógica y participante en la que hemos estado sumidos -en que nuestros medios tradicionales y la prensa escrita nos han sumido- durante varias décadas, a favor de la comunicación transmisiva sustentada en la teoría de masas de Ortega y Gasset. Esa resultante, para que se entienda, es algo así como la sensación de libertad que debe sentir una oruga al descubrir que es mariposa, y que puede volar.

El cibernauta cubano, antes preceptor pasivo de los medios tradicionales, ha aprendido que puede hablar sin que halla una agenda que el organismo político previamente «concertó». Puede equivocarse y luego editar o no, sin que la equivocación implique ineludiblemente un mea culpa o una «parametración». Puede, incluso en el menos ético de los casos, esconderse tras un perfil falso y lo mismo mentarle la madre al director de la emisora que denunciarle sus tráficos de influencia y atropellos.

Cada día mayor cantidad de nuestra gente descubre que puede decir lo que piensa, puede enseñarse tal como es o puede, también en el peor de los casos, «construirse» una imagen social mediatizada en la web sin el cedazo de los ideólogos.

Y me atrevo a augurar más: pronto, el único secreto será aquello que no se diga o no se haga, o de lo cual no quede absolutamente ningún registro fuera de nuestra memoria neural. La nanotecnología nos acerca al día en que ya ni siquiera podremos hablar con nuestra propia conciencia sin dejar un código legible en el servidor de cualquier servicio de inteligencia del mundo. Sobrarán los espías y los responsables de vigilancia de los Comités de Defensa de la Revolución. Viviremos sin necesidad de fisgonear en los secretos del otro, porque los secretos, sencillamente, dejarán de existir tal como los concebimos hoy.

A nuestro ideólogo apologético y represor podrá parecerle ese mundo del mañana el paraíso soñado para el sometimiento de las mentes, y aspirar a erguirse en una especie de Gran Hermano orweliano. Se equivoca. La Historia nos demuestra que, en la misma medida en que se desarrollan los artilugios tecnológicos, el espíritu humano va perdiendo el miedo a usarlos plenamente, sean cuales sean las consecuencias para si mismo y los suyos, y al fin aprende a adecuarlos para su protección y desarrollo social, desde lo individual hasta lo grupal.

Cada uno de los saltos en la evolución de la especie humana ha estado asociado al descubrimiento o a la creación, al conocimiento racional o al parac onocimiento imaginado, resultantes del pensamiento y el lenguaje, soportado sobre el desarrollo tecnológico. Al eolito, el habla, la fogata, la escritura, las matemáticas, la rueda, la filosofía… -Y también: a la magia, el ritual, el mito, la danza, la música, la teología…- Únase el uso y/o creación de soportes que han hecho potencialmente perdurables estos productos de la cultura: la piedra, el papiro, el libro, los transductores, los soportes optrónicos, la nanotecnología… Todos gracias a la cosecha más importante obtenida por la Humanidad: el signo, la significación, que «conecta» al Ser Humano con la realidad, tanto aquella que depende de su acción biológica y social, como aquella que no depende.

El enorme templo de la cultura -inclúyase todos los productos de la ciencia, la tecnología, el arte y la ideología, junto a la distribución del trabajo y la riqueza generada, incluso combinados-, se ha elaborado gracias a los signos, símbolos, sistemas de signos y de símbolos, independientemente del valor funcional utilitario que determinados productos culturales posean; porque no hay realización unívoca y absoluta del Ser Humano en su entorno, sino relación diversa, polisémica, basada en la capacidad de elección que se instaura cada vez más con el progreso humano.

No es posible entender ni aplicar la matemática, la física y la química, por ejemplo, sin los «representament» de sus magnitudes, operaciones y postulados. Sin la codificación algorítmica de esos «representament» difícilmente se hubiera alcanzado el desarrollo tecnológico actual, porque una ciencia que no sirve para ser comprendida y aplicada en la transformación de lo natural desde lo social, es una ciencia inerte.

Del mismo modo sucede con los componentes de la ideología. Ninguna política, religión, legislación o sabiduría social será perdurable, si los conglomerados que los compartan no logran el mínimo consenso semiológico que permita la actuación común en aras de la consagración y sustentación de su estructura sistémica, entiéndase en este caso: la moral, las creencias religiosas, los códigos jurídicos o los saberes sociales, interactuantes.

En una joya politológica publicada en 1949, en Nueva York, bajo el título: «¿Por qué el socialismo?», Albert Einstein plantea:

«El hombre es, a la vez, un ser solitario y un ser social. Como ser solitario, procura proteger su propia existencia y la de los que estén más cercanos a él, para satisfacer sus deseos personales, y para desarrollar sus capacidades naturales. Como ser social, intenta ganar el reconocimiento y el afecto de sus compañeros humanos, para compartir sus placeres, para confortarlos en sus dolores, y para mejorar sus condiciones de vida. Solamente la existencia de estos diferentes y frecuentemente contradictorios objetivos por el carácter especial del hombre, y su combinación específica, determina el grado con el cual un individuo puede alcanzar un equilibrio interno y puede contribuir al bienestar de la sociedad».

¿Se puede entonces desde el mero ejercicio del poder, -o sea, exclusivamente desde la política-, garantizar la consagración de un sistema social sin tener en cuenta esa peculiaridad de la condición humana, a favor de lo colectivo, al soslayar la individualidad? ¿Puede la política por si misma garantizar un sistema social justo, supeditando a una ideología del poder el resto de las dimensiones de la cultura: el arte, la ciencia, la moral, las creencias religiosas, los códigos jurídicos, todo eso sólo en aras de la preservación de determinado modo de división del trabajo y distribución de la riqueza, sin tener en cuenta las aspiraciones individuales, grupales, el albedrío y la soberanía?

Concretar en la praxis, respuestas favorecedoras del desarrollo humano justo y libertario, respetuoso de la ecología y las minorías, sería el gran reto de una política orientada hacia la consecución de aquella sociedad plena de la que hablaba Marx, llamada comunismo. Pero… ¿Puede transitarse hacia el comunismo supeditando cada una de las dimensiones de la cultura -incluyendo las ideológicas- al ejercicio del poder y la confrontación con adversarios políticos, en aras de preservar a ultranza ese propósito de ir hacia una sociedad que ahora entendemos plena?

No se puede.

No pudo hacerlo Stalin, con todo y haber salido de la Segunda Guerra Mundial con la aureola de vencedor sobre el ejército más poderoso y eficiente que la Humanidad hubiera conocido jamás. Stalin llegó a poseer el control, o al menos gran influencia, sobre la mayoría de los partidos socialistas y comunistas de la postguerra, y sin embargo no pudo supeditar la autodeterminación individual o grupal a sus propósitos ideo-políticos. No pudo hacerlo porque donde hubo represión contra los intelectuales de pensamiento diverso, también hubo un Bulganov que escribió «El Maestro y Margarita»; a pesar de un Ramón Mercader, pensó y escribió un Mariátegui; no obstante el realismo socialista hubo -todavía sobrevive- nuevo cine latinoamericano; donde el dogma promulgó la consigna «la universidad es para los revolucionarios» y expulsó a los católicos de los campus bajo el criterio de que «la religión es el opio de los pueblos» vino a recibir un doctorado honoris causa un teólogo católico de la liberación, y ahora dicta conferencias magistrales en los congresos pedagógicos cubanos.

Y menos se puede hoy, a unos pocos años del instante en el que no será posible esconder más una infidelidad, una disensión o una creencia. Tal como se vienen dando las cosas con la skynet y los nanoprocesadores biólogicos, será imposible camuflar nuestras realidades del escrutinio de los otros ni, mucho menos, de nosotros mismos. O sea, cada vez será más difícil sesgar la información y manipularla a favor de una ideo-política preconcebida y bajada según directrices partidistas, en no pocos casos, apócrifas, como en los ejemplos ya expuestos en este ensayo.

Cuando ya no se pueda cercenar ni difuminar la infinita polisemia del universo simbólico en la perspectiva del individuo, -y eso será pronto- holgarán los atavíos, los cosméticos y las poses. La indizaciones ideo-políticas serán la mascaradas del payaso. ¿Qué sentido tendría para una dama, por ejemplo, cubrir sus senos con las franjas de la bandera si tendrá públicamente expuestos sus más íntimos pensamientos y anhelos? O, a la inversa: ¿Qué sentido tendría para el voyeur el empeño por mirar más allá de las franjas mismas?

¿Qué sentido tendrá entonces el intento de evitar que una o que dos o que diez o que mil mariposas vuelen si, en definitiva, no se podrá evitar que en el futuro cercano, la mayoría lo haga?

Aquella manía de los servicios de contra-inteligencia y de nuestros ideólogos, de hurgar en el pensamiento del otro, leer entre líneas, husmear patrones escondidos entre la urdimbre de lo evidente, de buscarle la quinta pata al gato, vaya; en ese mundo previsible no tendrá ninguna relevancia.

La inquisición pudo hacer que Galileo renegara públicamente de sus descubrimientos pero no pudo detener el movimiento de la tierra alrededor del sol, ni cambiar de lugar las estrellas del firmamento para dejar espacio físico al paraíso. De modo similar: ni aunque nuestro censor ideo-político llegara a tener a su disposición todo el dinero de la economía norteamericana, su inconmensurable aparato represivo y de inteligencia tecnológica, ni con los más sofisticados algoritmos procesadores de patrones hostiles, ni volviendo a la efervescencia revolucionaria y al entusiasmo del 28 de septiembre de 1960, ni con 5 millones de davíes y sus respectivos reinieres, ni con ejércitos de blogueros disfrazados de leopoldosávilas (o viceversa), se podrá evitar en un futuro bien cercano que la gente, simple y llanamente, exprese en las redes sociales lo que le venga en gana.

Lo esperanzador es que a ese mundo previsible debería ser, precisamente, al que aspire una nación cuya Ley Suprema proclama sea el culto a la dignidad plena del hombre -entiéndase Ser Humano-, cuyo proyecto social pretende conquistar toda la justicia posible, según una de sus consignas.

El reto de Cuba, de nuestra nación, está en cómo transitar hacia ese día en que dado el desarrollo tecnológico no sea posible apagar un símbolo a no ser, a través de la negación represiva al individuo de la expresión soberana de ese símbolo, o sea, violando su derecho a la comunicación participante; o cómo podemos transitar en Cuba hacia el fomento de la libertad responsable del individuo, al ejercicio completo de ese «derecho que todo hombre tiene a ser honrado, y a decir lo que piensa…» y a todo lo demás que nos enseña José Martí en La Edad de Oro, y todo ello, sin renunciar al carácter clasista y socialista de nuestro proyecto ideo-político.

Los recientes debates culturales en las redes -me refiero a los intercambios por la censura de la película «Santa y Andrés» y el periodismo cubano-, demuestran claramente que nuestros ideólogos del sometimiento de las mentes, aún frente a los retos que el desarrollo tecnológico impone, continúan de negación en distorsión, siempre pendientes de justificar su aprendizaje y aplicación de los mismos recursos manipuladores de los medios capitalistas, con énfasis en los desmanes de esos medios, como si el hecho de que los propósitos de aquellos sean peores significara que debemos renunciar a ser mejores en términos de comunicación diálogica y participación.

En el primer caso, el de la película de Carlos Lechuga, la institución censora, el ICAIC, incluso se retira soberbiamente del debate, en un acto absolutamente inconsecuente con una tradición de confrontación ideológica que ese organismo había tenido desde su fundación misma, en lo que, considero, una traición a la plataforma ideo-política y filosófica creada por su mayor artífice, Alfredo Guevara quien apostaba por el debate porque estaba consciente de que: «Una larga y penosa tradición de simplificaciones teóricas está en la base de los prejuicios y malentendidos. Y una larga historia de abusos burocráticos justificados mediante elaborados sofismas y francos disparates, exigió explicaciones publicitarias, comentarios y acusaciones, trabajos críticos más o menos deshonestos y añadió en definitiva confusión y oscuridad a problemas ya de por si complejos, paralizando el pensamiento crítico o aplastándolo en la gazmoñería apologética1«.

En el segundo caso, dos blogosferas autodenominadas ambas revolucionarias sacan a la luz, desde objetivos aparentemente opuestos, las grandes carencias e incoherencias del periodismo cubano actual. La una, defiende el derecho a la información si sesgo que debe tener el ciudadano. La otra, soslaya ese derecho en aras de un supuesto derecho mayor a la soberanía y la autodeterminación nacional. Lo interesante es que, unos y otros, se acusan y defienden de los mismos «pecados»: que si aplican la censura, que si omiten el reconocimiento de una intención desestablizadora pro-imperialista, en un polo, o una intención oportunista, represiva y arribista pro-stalinista -aunque no se menciona el término-, en el otro, que si se hace propaganda política en vez de periodismo, que si se violenta o abusa del carácter clasista de la prensa….

Sin embargo, para un observador no participante, se cae de la mata que ambos polos de la contienda se apartan del problema fundamental: ¿Cómo en aras de la unidad nacional, resolver de modo conciliado un estadío actual de confrontación entre, en un polo: el propósito partidista de supeditación masiva ideopolítica casi ciega y acrítica de las esencias, y en el otro polo: un diverso, heterogéneo y no pocas veces caótico, afán de democratización de los contenidos mediados por los soportes audiovisuales y la INTERNET?

Ante esta problemática, la política cubana van de la mordacidad al desconcierto, transitando en círculo sobre el mismo axioma: Cuba es una país bloqueado, asediado, y en un país bloqueado y asediado, cualquier forma de disidencia es traición. Y así van nuestros políticos, y sus voceros, circurvalando los extremos como el perro sobre su cola cuando le urge excretar, con la mayor necedad según Einstein: repetir y repetir y repetir la misma rutina sin obtener los resultados esperados.

En un contexto donde el Nuevo Modelo Económico Político y Social, con la aceptación y desarrollo de formas de propiedades privada y cooperativa paralelas a las estatales, con el aumento desigual del nivel adquisitivo de una parte de los cubanos en oposición a una mayoría cuyos salarios siguen deprimidos o ya no están en condiciones de trabajar y mejorar económicamente debido al envejecimiento poblacional; si el Partido Comunista de Cuba pretende perdurar en su rol de rector ideo-político clasista por la fuerza «de la razón y las ideas» y no por la violencia y la represión contra la diversidad, deberá, en lo esencial, educar a sus cuadros y a su militancia en el respeto real -no aparente-, efectivo -no reactivo-, a la diversidad de opiniones y el apego al estado de derecho en todos los ámbitos: desde el nivel central hasta el taller, el aula, la sección sindical, la comunidad.

Nos corresponde a los «laicos» de la ideo-política de la Revolución, no cejar en la propuesta de puentes, la búsqueda de entendimiento interno a partir de la profundización y comprensión, en todas sus aristas, de las complejas problemáticas del país y las amenazas externas reales. La denuncia de lo que consideramos impropio de la ética revolucionaria y de la construcción socialista debe basarse en el fomento del respeto a la participación de todas las corrientes ideo-políticas, bajo el imperio de la ley y la preservación de la soberanía nacional, y no de la interpretación estatalizada y burocrática de ésta, fundamentada por una supuesta postura clasista, mucho menos a partir de intereses foráneos o aspiraciones anexionistas claras o solapadas.

Si el PCC resulta capaz de aprovechar en toda su diversidad la mayor sabiduría posible, generada en la mayoría de los casos por la obra de la propia Revolución, en vez de subsumir y atacar una importante parte de ella con tonterías, teques y consignas. Si pusieran las plataformas nacionales en función del fomento de la honradez y la socialización del pensamiento crítico y libertario heredero de Varela, Luz y Caballero, Martí, Saco, Villena, Mañach, Marinello, Raúl Roa, Cintio Vitier, Alfredo Guevara, y tantos otros, no con repeticiones descontextualizadas sino, precisamente, con la actualización de la vigencia de su pensamiento en la circunstancia actual… Si al fin evitaran seguir fomentando desde las estructuras partidistas una blogosfera ramplona y chismográfica al estilo del personaje de telenovela Theo Pereira, o reiterativa y estandarizada como la catequesis de una religión sin autenticidad ni alma; si se animaran a cambiar su rutina, mudarse del paradigma transmisivo de Shannon al de la acción participante de Freyre, e incentivar y propiciarle soportes y mayor alcance a los temas y sujetos polémicos, profundos, que generen debate y posibles soluciones, y así contribuyeran al estremecimiento axiológico de una nación que, con un proyecto social noble en el enunciado de sus políticas, va llevando ya demasiado tiempo sumida en una crisis de valores que pudiera pasar, en cualquier momento, de círculo vicioso a efecto dominó. Si hicieran todo eso, mientras deciden cómo encausar una radio que cada vez hace pensar menos -eso de hacer pensar, para ser justos, nunca ha sido su fuerte-, y una televisión que únicamente tiene altos raitings cuando logra maquillar lo auténtico con fórmulas capitalistas, como el caso de «Sonando en Cuba»… Si se animaran a ser efectivamente razonables como Kant, dialécticos como Hegel, en fin, un poco marxistas, aquella consigna de que «un mundo mejor es posible» pudiera comenzar por fomentarse en nuestra propia Patria «con todos, y para el bien de todos», sin poner en riesgo la soberanía nacional ni la autodeterminación.

No se trata ahora de atacar al mensajero, sino de aprender a rebatir, argumentar, disentir y conciliar sus mensajes. Y para ello, hay que fortalecer la institucionalidad de los medios de comunicación y la prensa desde la superación dialéctica de los paradigmas transmisivos de la información, y aprovechar, encausar, el talento y la diversidad existente en el país -y me atrevo a afirmar que fuera de éste-, en aras de la consecución de un nuevo paradigma dialógico y participante, en el cual lo más importante no sea lo que el nivel central decide, sino lo que el pueblo, todo el pueblo y no algunos de sus estamentos, opine y exija una vez conciliadas esas opiniones y exigencias, de modo público porque, como aseveraba Lezama Lima: «toda verdad necesita ser conversada, humanizada. Lo que no es conversado, no está a nivel del hombre».

Porque, más allá de la voluntad de los políticos, si bien se puede evitar que una mariposa vuele si se le cortan las alas, es imposible cortarle las alas, a la vez, a todas las mariposas, a no ser exterminándolas con un arma de destrucción masiva que, en nuestro caso sería, exterminarnos todos, incluidos los políticos.

Entendamos en Cuba de una vez que, si antes a algún político trasnochado no se le ocurre pulsar el código a su maletica, y no terminamos fritos, será muy probable que, de cualquier modo, se extinga la Humanidad hasta ahora conocida, con sus fronteras, sus egoísmos y sus falacias, y asistamos al alumbramiento de una nueva era en que la mentira y la manipulación se conviertan al anacronismo.

Habremos evolucionado de Homo Sapiens Sapiens a Homos Sapiens Cultus.

Nota:

1 No es posible esperar que los prejuicios se conviertan en cosignas. En: «Revolución es lucidez», ALFREDO GUEVARA, Ediciones ICAIC, La Habana 1998, página 169.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.