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Planificación algorítmica, en busca de la utopía socialista perdida

Fuentes: Viento Sur
Planificación algorítmica, en busca de la utopía socialista perdida

Como en la época del prisionero de Bari, el presente es un momento de enorme incertidumbre. El pesimismo de la inteligencia nos llevaría a afirmar que salir de la crisis sanitaria más grave del último siglo tendrá como consecuencia directa el aumento de las desigualdades económicas y la perpetuación de las jerarquías sociales heredadas de la recesión de 2008. En cambio, el optimismo de la voluntad nos obliga a entender la experiencia actual de manera similar a un shock1/. Tras más de una década inmersos en una suerte de estado de vigilia, en buena medida inducido gracias a las tecnologías de la información, los sujetos históricos contemplan ahora el capitalismo como catástrofe. Este momento, cargado de dialéctica, requiere una comprensión socialista de la coyuntura que sea sustentada por movimientos políticos encaminados hacia la conquista del medio de producción en su época algorítmica. Para ello, la izquierda necesita imaginar una utopía distinta a la de Silicon Valley y diseñar instituciones democráticas para gobernar su tiempo histórico.

Todo análisis materialista debe partir de la comprensión de un suceso: el acelerado desarrollo de las tecnologías digitales ha tenido como consecuencia atrapar a los sujetos en las dinámicas estructurales de la economía global. En líneas generales, la publicidad microsegmentada, facilitada por los algoritmos de Google y Facebook, cumple la función de encaminar a los usuarios hacia el consumo de productos y servicios, garantizando así la demanda. Por otro lado, las redes logísticas de Amazon no solo han centralizado la distribución y garantizado el libre flujo de mercancías en un momento de crisis sistémica, sino que han sentado las bases digitales para que el mercado se consolide como elemento organizador de la vida social. Y dado que buena parte de las interacciones con las aplicaciones tiene lugar gracias al software de Microsoft o al hardware de Apple, parece no existir alternativa a que la base material de la economía digital se encuentre en propiedad capitalista.

No hace falta recurrir a explicaciones neoclásicas para entender los motivos. La necesidad por sobrevivir a la competencia real del mercado y asegurar las tasas de rentabilidad futuras ha llevado a las firmas tecnológicas a desarrollar una estrategia para mantener su ventaja competitiva: extraer y acumular datos2/. Debemos entender internet como un medio de producción donde imperan las leyes de la propiedad privada y a estas empresas como poderes capaces de expandir la forma de la mercancía hacia más áreas del cuerpo social y monetizar los datos que se producen en cada interacción emocional, acción política o social. Nada que Karl Marx y Friedrich Engels no expresaran: “La burguesía no puede existir si no es revolucionando incesantemente los instrumentos de la producción, que tanto vale decir, el sistema todo de la producción, y con él todo el régimen social”.

Desde luego, ambos pensadores nunca imaginaron que un virus fuera capaz de acelerar dicho proceso. O dicho de una manera un tanto más vulgar, en palabras del director de Telefónica Tech Cloud: “El coronavirus se ha convertido en un magnífico evangelizador que ha logrado lo que una intensa labor comercial hubiera conseguido en varios años. Solo en unas semanas de confinamiento hemos visto que se ha avanzado el equivalente a cinco años en cuanto a crecimiento de mercado, con un incremento inusitado de compra de servicios cloud” (Santos, 2020).

De este modo entendemos que la epidemia provocada por el coronavirus ha consolidado la hegemonía de las dos ideologías imperantes: la neoliberal (poli malo) y la solucionista (poli bueno) (Morozov, 2020). La primera es bien conocida, pues se caracteriza por la expansión de la competencia hacia cualquier aspecto de la vida y el rechazo frontal a la posibilidad de agregar el conocimiento sobre los medios de producción disponibles y las preferencias individuales, es decir, a la planificación central (Hayek, 1945). Según el filósofo austriaco, el proceso evolutivo se encuentra marcado por el individualismo, el cual se torna esencial para que la prosperidad cultural tenga lugar y por ende para que el sistema capitalista sobreviva (Santamaría, 2019). La segunda ideología no es tan conocida, aunque se encuentra estrechamente relacionada con esta última idea. La consecuencia principal del sueño inducido por el aparato técnico radica en cancelar toda imaginación política en torno a la manera en que tiene lugar la coordinación en una sociedad. Entiende que existen sujetos que actúan exclusivamente como consumidores, start-ups o empresas privadas, en su mayoría fundadas por emprendedores (capitalista con buen naming) y mercados que funcionan de manera perfecta mediante el sistema de precios. Esta ideología consolida la resiliencia del sistema en un momento de profunda crisis de productividad, ya sea buscando aliados en los gobiernos autoritarios asiáticos, en los líderes neofascistas que recorren el globo o entre quienes prefieren autodenominarse ejecutivos socialdemócratas.

En lo que respecta al modo de funcionamiento del llamado capitalismo digital, las empresas tecnológicas se han especializado en diseñar soluciones a los problemas que este modelo de producción ha generado (Morozov, 2021). Por otro lado, en el plano político observamos que la tecnología, aquella diseñada de acuerdo a los antropólogos a sueldo de los capitalistas, ha absorbido la movilización social y desbloqueado las energías revolucionarias de los sujetos mediante el acto de hacer click en aplicaciones (Cancela, 2019). Desde una perspectiva filosófica podríamos añadir que el positivismo de Silicon Valley culmina con la objetividad extrema depositada sobre sus modelos algorítmicos. Bajo esta asunción, basta con acumular grandes cantidades de datos sobre las preferencias del usuario, aquello que más clicks genera puede igualarse a la verdad, para programar lo que entendemos como razón. De hecho, esta forma de entender el conocimiento, más cercana al modelo publicitario de Ogilvy que al concepto de verdad en Kant, ha llevado a lo que se ha dado en llamar como posverdad o la era de las fake news desde instancias liberales. Una perspectiva menos idealista afirmaría que la mercantilización absoluta de la esfera pública ha sido el desencadenante de que la ultraderecha afiance su agenda política racista en los imaginarios colectivos de la sociedad.

Estos son los tres frentes a los que la intelligentsia progresista debiera hacer frente para atacar el sistema y decantar la lucha contra el sistema del bando de la clase no poseedora. Por el momento, si bien la pandemia ha debilitado su posición, también ha abierto una brecha para el acto político, un concepto bien distinto a alguna suerte de momento populista. Tanto para dilucidar el escenario de lucha como para dibujar su salida, a continuación se expondrá de manera breve la transformación que está experimentando la economía global.

Más que poner final al capitalismo o al neoliberalismo, dos cosas harto distintas que la izquierda adherida al pensamiento de Ernesto Laclau y Stuart Hall confunde con obscena frecuencia, la epidemia ha acelerado algunas de las tendencias estructurales del primero y llevado a nuevos horizontes las lógicas del segundo.

Digamos que, en plena crisis de consumo y producción, las pocas empresas que cotizan al alza en el mercado de valores y que obtienen beneficios son las firmas tecnológicas3/. Las evidencias son manifiestas. De acuerdo a Bank of America, el quinteto compuesto por Microsoft, Apple, Amazon, Alphabet (Google) y Facebook ocupa el 22% del S&P 500, el índice insignia del mercado de valores estadounidense (Thépot, 2020). Por otro lado, en el primer trimestre del año, los ingresos de Microsoft se elevaron un 15%, hasta más de 35.000 millones de dólares, y el beneficio, por su parte, lo hizo en un 22%, hasta 10.750 millones de dólares. Facebook registró unos ingresos de 17.440 millones de dólares, un 18% más, con un beneficio que se multiplicó por dos hasta los 4.900 millones. Alphabet, matriz de Google, también elevó en un 13% los ingresos en el primer trimestre, hasta 41.200 millones de dólares. La filial en España de Apple triplicó el beneficio en su último ejercicio, declarando unas ganancias de 42,30 millones de euros frente a los 13 millones del ejercicio anterior. Y si bien el gigante del comercio electrónico tan solo facturó 32.185 millones en sus grandes mercados en Europa, incluyendo España, su filial de cloud computing creció un 149%, hasta 4.786 millones, y la fortuna de Jeff Bezos aumentó en 14.000 millones. En buena medida, estas ganancias se deben a la consolidación del mercado de servicios en la nube (Khalid, 2020). Ahora bien, no puede obviarse que en 2017 estas seis empresas pagaron 31,7 millones por el impuesto de sociedades en España, un 8% menos que el año anterior.

Un keynesiano o marxista vulgar, aunque también un miembro del movimiento terraplanista, emplearía estos datos para enarbolar la novela 1984 de Orwell y reivindicar la teoría de los monopolios, equivalente al pensamiento conspiranoico en la teoría económica. Ambos parten de una premisa por la cual una serie de empresas vigilan a los ciudadanos, lo cual acaba en demandas políticas que buscan asegurar derechos individuales garantizados por el Estado, como la privacidad o el anonimato en la red, y en aspavientos ricardianos que entienden el exceso de rentabilidad como renta económica; una incomprensión que acaba fortaleciendo posiciones como la de Elizabeth Warren o Margrethe Vestager, asentadas ambas sobre la necesidad de garantizar la competencia en mercados libres.

Ciertamente, el coronavirus no ha hecho más que incrementar la competencia capitalista, característica principal de este sistema, y recrudecido la guerra entre firmas e incluso entre industrias. Lejos de asistir a alguna suerte de extracción pasiva de valor, las firmas tecnológicas de Asia y Occidente han ampliado sus inversiones en aquello que Marx denominara capital fijo, es decir, la maquinaria necesaria para navegar en la economía digital4/. Por este motivo, más que como monopolios, debemos entender a estas corporaciones como capitales reguladores. Dado que la competencia en el mercado es un proceso darwinista de selección por el cual quienes tienen menores costes de producción sobreviven y crecen, la tecnología de estas empresas se convierte en un activo fundamental para buena parte de las empresas, especialmente aquellas que quieren reducir los tiempos de trabajo o aumentar su intensidad (Shaik, 2018: 508). Esto es, aquello que los profetas de Davos como Klaus Schwab han dado en llamar la Cuarta Revolución Industrial no ha ocurrido de manera mágica, sino como consecuencia de los cambios en la producción. Por ende, la única conclusión que podemos extraer de la epidemia es que el poder de los capitalistas se ha consolidado.

Refirámonos ahora a la manera en que la ideología neoliberal y las tecnologías de la información han convergido durante la epidemia para consolidar su agenda, asentada sobre los siguientes ejes: reversión de los servicios públicos, flexibilización del mercado de trabajo, emancipación del ciudadano a través del consumo y, de manera aún más notoria tras la crisis de 2008, la sustitución del ahorro por el endeudamiento.

A fin de ejemplificar el primer suceso podemos fijarnos en la iniciativa reciente de un grupo de ONG encabezadas por la Fundación Bill y Melinda Gates junto a Google para expandir los pagos digitales en países africanos (Morris, 2020). No es algo novedoso que durante las últimas décadas los modelos de negocio en el campo de la salud pública global hayan proliferado gracias a los esfuerzos del filantrocapitalista y fundador de Microsoft (Birn, 2014). Ahora se trata de apoyarse en la buena reputación de organizaciones benéficas para consolidar el fenómeno que se ha dado en llamar financiarización digital, la fusión entre las interacciones digitales y las transacciones financieras para mercantilizar los servicios públicos (Jain y Gabor, 2020). Aunque este suceso, la privatización mediante la apología a la digitalización, también puede observarse en Occidente. Google y Microsoft, con la ayuda de Palantir, han diseñado la aplicación que el servicio público de Reino Unido (NHS, por sus siglas en inglés) está utilizando para gestionar la epidemia de acuerdo a los dogmas neoliberales de eficiencia (Ghosh y Hamilton, 2020). De hecho, el Departamento de Educación del país que alumbró a Margaret Thatcher también ha firmado un acuerdo con Google y Microsoft para emplear sus plataformas con fines educativos. Cuando los servicios públicos sean dependientes de infraestructuras digitales privadas para recolectar datos que los hagan funcionar, la ideología neoliberal se habrá culminado con éxito (Magalhaes, 2020).

Por otro lado, la epidemia también ha impulsado la digitalización del puesto de trabajo y la automatización de los procesos productivos debido a la necesidad de las firmas de reducir los costes. En una encuesta de la firma de auditoría EY a más de 2.900 altos ejecutivos de compañías globales, alrededor del 36% de los encuestados afirmó que ya están acelerando sus inversiones en automatización como respuesta a la pandemia de coronavirus (Graham, 2020). Al mismo tiempo, los capitalistas requieren aumentar la presión sobre la fuerza de trabajo para disponer de una mano de obra precaria mucho más amplia y controlar de manera más precisa las tareas de los trabajadores. Ambas lógicas se encuentran presentes detrás de aquello que los profetas de Silicon Valley denominan “impulsar el teletrabajo”, es decir, “la revolución en el puesto de trabajo” (Cole, 2020). Eso explica por qué los usuarios de Microsoft Teams aumentaron de 32 a 44 millones (eran 20 millones en noviembre) durante las semanas posteriores a las medidas de confinamiento, o la empresa china AliExpress (en propiedad de Alibaba) haya instalado un sistema en los ordenadores de sus empleados en España para penalizar a los trabajadores que tarden más de 30 segundos en mover el ratón durante su jornada de trabajo. ¡Larga vida a la clase gerencial 4.0!

Al respecto de cómo convergen ambos procesos descritos, la privatización de la gestión sanitaria y la explotación laboral, Dara Khosrowshahi es llamado a comparecer (Feiner, 2020). Ante la presión cada vez mayor para proporcionar atención médica y otras protecciones a sus trabajadores, el CEO de Uber ha defendido una visión para proporcionar beneficios de atención médica a los trabajadores en función de las horas a tiempo completo que hayan trabajado. Esta compañía ha integrado la vida financiera de sus trabajadores en una aplicación desarrollada con la ayuda del BBVA. Una idea que se acerca a una suerte de darwinismo social guiado por los intereses de rentabilidad del capital. El trabajador emplea la mayor parte de su vida ocupada en el trabajo para tener acceso al sistema sanitario y así mantenerse a salvo para poder seguir desarrollando el proceso productivo. Al mismo tiempo, el escaso dinero que obtiene a cambio de vender su fuerza de trabajo se encuentra disponible al instante, pero para desaparecer inmediatamente después a fin de sobrevivir a la montaña de deudas necesarias para afrontar el mes. En este contexto, el gran sueño de la nueva clase media aspiracional es tener un poco de tiempo libre para comprar la suscripción a una plataforma en streaming y consumir series o películas en bucle.

De nuevo, la epidemia no ha hecho más que desarmar a los trabajadores, tanto ideológicamente como materialmente, así como a la sociedad civil en general. Ha derribado buena parte de los obstáculos con los que se encontraba el capital para expandir las lógicas mercantiles sobre los últimos reductos de la vida humana. En este momento, la posición de la clase no poseedora en la lucha por los medios de producción no puede ser más precaria, pero aún cabe la posibilidad de diseñar alternativas e imaginar una utopía distinta a la capitalista. Las mismas tecnologías que permiten a los capitalistas consolidar su dominio son las que pueden sellar su ataúd. De hecho, este era el leitmotiv de los experimentos de planificación central utilizando las tecnologías de la información que se podía escuchar en el 22º Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética en 1961, cuando Nikita Jruschov declaró que era un imperativo acelerar la aplicación de tecnologías digitales a la economía planificada. En un momento en que se celebraban los éxitos en el espacio exterior del Sputnik y por ende el predominio de la URSS sobre Occidente, la gestión cibernética de la economía se atisbó por vez primera como una alternativa real al sistema capitalista bajo el lema de máquinas para el comunismo.

Desde instancias bien conocidas en España se ha asociado la crisis tecnológica de la Unión Soviética a la lógica del sistema estatista: prioridad del poder militar; control político-ideológico de la información por parte del Estado; los principios burocráticos de la economía centralmente planificada; el aislamiento del resto del mundo y la incapacidad de modernizar tecnológicamente algunos segmentos de la economía y la sociedad sin modificar todo el sistema en el que dichos elementos interactúan entre sí (Castells, 2001). Pero también, como ha explicado Kees van der Pijl (2020), fue más allá de la industrialización como motor de recuperación y la planificación con la ayuda de las computadoras, pues persiguió el proceso de descubrir resultados mediante la inyección de información en sistemas informáticos para después organizar la producción.

El otro experimento con métodos de planificación digitales fue el proyecto Cybersyn, que tuvo lugar de la mano del gobierno de Unidad Popular de Salvador Allende. Stafford Beer (1978), quien lo liderara, entendía la sociedad como un sistema basado en la adaptación y el aprendizaje. De este modo, gracias a los avances en cibernética y computación trató de diseñar fábricas que, dentro de un sector nacionalizado, dieran respuesta a los problemas de las cadenas de suministro, pero también al conflicto interno que se produce con los trabajadores. Esto ocurrió mediante redes de transmisión de datos que comunicaban al gobierno con los distintos niveles de gerencia y producción en que estaba organizada la empresa (Medina, 2006). Si bien debe señalarse el presupuesto reducido del país y reconocerse el potencial para administrar una economía nacional de manera descentralizada (durante la crisis de Octubre fueron los trabajadores quienes escogieron reabrir las fábricas y el sistema permitió que el gobierno de Allende coordinara los esfuerzos de los trabajadores), el golpe de Estado militar iniciado por Augusto Pinochet puso fin a todo atisbo de utopía socialista.

Desde entonces, la imaginación política de las fuerzas izquierdistas ha estado en cuarentena y no ha emergido una ofensiva estructurada contra los voceros de Hayek. En general, las propuestas se han movido entre afirmar que de una vez por todas los desarrollos en las tecnologías digitales darán lugar a un orden económico basado en la planificación más eficiente que el basado en la propiedad individual, el contrato y el intercambio hasta proclamas vacías sobre la planificación democrática que beben de comparaciones erróneas sobre el poder central de Amazon y la capacidad del Estado (Phillips y Rozworski, 2019; Palka, 2020). Esto es, la intelligentsia socialista no ha sabido superar el debate sobre el Cálculo Social iniciado en la Guerra Fría, cuando el contexto performativo de la sociedad era muy distinto al actual.

Argumentamos que urge superar la dicotomía exclusivamente ideológica entre planificadores socialistas y tecnócratas encargados de gestionar el mercado. En esta dirección merece la pena detenerse en tres propuestas para diseñar instituciones ajenas a las lógicas de competencia que aprovechen las nuevas formas de coordinación social e innovación ofrecidas por las tecnologías digitales. La primera, partiendo de una versión progresista de la infraestructura de feedback de Hayek, se denominaría solidaridad como un proceso de descubrimiento. Esta se asienta en la máxima de que a cada cual según sus necesidades mediante mecanismos ajenos al mercado y criterios asentados sobre el altruismo. En segundo lugar se encuentra el diseño no comercial, es decir, métodos de coordinación social en asuntos no relacionados con la producción y el consumo. El tercero, la planificación automatizada, se centra en la coordinación descentralizada del ámbito económico (Morozov, 2019). ¿Cómo podría implementarse en la práctica?

Partamos de que la izquierda, y concretamente la española, comprende la necesidad de enfrentarse a la lógica de competencia en lo que a la creación de conocimiento se refiere y además trata de repensar las instituciones asociadas a ella, como los medios de comunicación. Por ejemplo, en lugar de impulsar digitales regidos por las lógicas de clickbait para encandilar al electorado con los mismos métodos que los seudoperiódicos de la derecha, fomentaría espacios donde no imperara dinámica de mercado alguno. Imaginemos la creación de bibliotecas o archivos digitales (conjuntos enormes de datos) organizados mediante temas relevantes para comprender la historia española, como la Guerra Civil. En lugar de centralizar en la burocracia que actualmente ocupa el gobierno la decisión en torno a los temas culturales, los usuarios tendrían herramientas digitales para crear sus archivos personalizados, segmentados en base a fuentes, palabras claves, etc.

Por no hablar de las facilidades que supondrían para las universidades exportar este modelo al conocimiento académico. Para ello, no permitiría que dichas instituciones (¡públicas!) iniciaran el proceso de digitalización de manera individual, con un apoyo mínimo del Ministerio, dependiendo así de las infraestructuras de los gigantes tecnológicos, como esconden las propuestas de Manuel Castells5/. En su lugar, el gobierno debiera encabezar el diseño de una infraestructura pública de comunicación, indexando la producción de las distintas universidades y medios de comunicación patrios, entre otras fuentes (las cuales podrían incluirse o excluirse mediante deliberación pública), o apoyaría las infraestructuras existentes, hablamos de Red Iris, para expulsar al Banco Santander o a Google de la gestión de correos.

La única manera de que funcione alguna suerte de planificación algorítmica requiere alterar y repensar algunas de las instituciones, especialmente aquellas que dan respuestas a los problemas sociales existentes. Una cosa es entender la tecnología de acuerdo a la ideología solucionista, la cual entiende a los sujetos que deben buscar soluciones a sus problemas a través del mercado, y otra muy distinta es facilitar que los ciudadanos empleen los datos para encontrar soluciones conjuntas y de este modo impulsar métodos de coordinación social empleando, por ejemplo, los avances en machine learning y lenguaje natural. Para ello se torna fundamental pasar de la asamblea al hackathon, al menos una versión que permita liberar toda la potencialidad del conocimiento social general descrito en los pasajes del Grundrisse.

Partamos de que existe una serie de necesidades en los centros de salud pública, o incluso de energía en determinados barrios. Podrían utilizarse las tecnologías de aprendizaje automático para alimentar máquinas capaces de entender la complejidad de cada situación a fin de realizar, o sugerir, predicciones que permitan la distribución óptima de los recursos. Por supuesto, para que un algoritmo bien entrenado pueda asignar a cada ciudadano una renta o determinados recursos en base a su localización geográfica o posición social es necesaria la creación de distintos rankings. Al contrario que las propuestas de gobernanza neoliberal, a saber, vigilar y cuantificar a los sujetos para reproducir los sesgos de clase, género y raza, el diseño de cualquier tecnología debiera respetar los criterios de privacidad por diseño, mostrar los códigos que utiliza y abrirse al escrutinio de las decisiones propuestas.

Precisamente porque nada de esto puede ocurrir sin una infraestructura de feedback que se establezca en lo alto de buena parte de las infraestructuras existentes, se torna necesario cuestionar las distintas privatizaciones acaecidas en los últimos años y exigir la nacionalización de las empresas que además recolectan enormes datos sobre las actividades que realizan: Telefónica, desde lo relativo al consumo de servicios culturales hasta comunicaciones y movimientos; BBVA, si hablamos del gasto de los ciudadanos, o Endesa, refiriéndonos al consumo energético. Imaginen que las plataformas de estas empresas ofrecen un servicio similar al que ofrecen ahora, aunque sustituyendo la presión del sistema de precios por incentivos acordados de manera democrática para emplear el feedback que producimos para fines distintos a los que los emplea una empresa como Facebook. Si este último crea perfiles digitales para impulsar las formas de consumismo que el capitalismo necesita para existir, sin atender a ninguna otra consideración que no sea la de aumentar la rentabilidad, una propuesta alternativa implantaría sensores que favorezcan la reducción del gasto de la luz, la contaminación o el reciclaje. Y que lo hicieran mediante plataformas descentralizadas y anonimizadas. Sin duda, para eliminar las barreras burocráticas a determinadas ayudas públicas no es necesario un banco, sino tecnologías financieras que creen perfiles precisos de los ciudadanos, respeten la privacidad
y permitan crear catálogos donde inscribir las carencias materiales. Y, por supuesto, en lugar de cobrar intereses entregar un salario mínimo. Podría mencionarse también la manera en que una plataforma como Telefónica, una vez de propiedad pública, podría favorecer las pequeñas producciones de documentales o series sobre ciencias y humanidades en base a los inputs de los ciudadanos, las cuales podrían financiarse mediante una mezcla entre crowdfundings solidarios y presupuestos públicos en lugar de pagar una suscripción o publicidad. Desde luego, para culminar esta utopía socialista de planificación algorítmica, la noción del burócrata o conceptos como ley y democracia deben llevarse hasta nuevos límites.

Establecer un método para emplear el Big Data a fin de que los ciudadanos, no solo las clases menos pudientes, expresen sus necesidades de consumo es fundamental para organizar la producción de manera que no sea necesario un papel fuerte del Estado y mucho menos el organismo de planificación central. Si los productores pueden tener acceso a la información sobre los patrones de consumo, y al mismo tiempo clasifican sus productos en una plataforma que sirva a modo de enorme lista de la compra, entonces no son necesarios planes quinquenales. Más bien, capacidades computacionales para extraer, procesar y almacenar cantidades enormes de datos. Sin embargo, para llevar a cabo dicho proceso no se requieren enormes gastos en inteligencia artificial (solo la inversión anual de Amazon en Investigación y Desarrollo asciende a 18.000 millones de dólares) y mucho menos permitir que esta empresa instale centros de datos en España. Más bien, impulsar la producción de manufactura a través de imprentas en 3D o iniciativas públicas para automatizar los procesos productivos mediante tecnologías flexibles, de bajo coste, código abierto y mucho más respetuosas con la huella ecológica. En este contexto dejan de tener sentido las aproximaciones individualistas sobre el teletrabajo o el emprendimiento, pues los espacios de trabajo dejan de ser fábricas que emplean métodos de taylorismo digital y se convierten en ecosistemas de innovación guiados por imperativos como el cuidado de la comunidad o la colaboración entre pueblos.

No queda mucho tiempo para asumir que el mundo ha cambiado más en la última década que en el último siglo. En una coyuntura caracterizada por una crisis sanitaria sin precedente histórico, la única manera de imaginar nuevas utopías socialistas y ganar la lucha contra los capitalistas implica que las fuerzas de izquierda reorganicen su alianza con los movimientos sociales para la creación de infraestructuras digitales soberanas.

Ekaitz Cancela es periodista e investigador de las transformaciones estructurales del capitalismo y sus expresiones culturales

Notas

1/ No nos referimos a la definición vulgar que se encuentra en la mayoría de análisis actuales, basados en Naomi Klein (2007). Debemos alejarnos de quienes, desplazando su mirada hacia el trabajo de Milton Friedman, presentan la teoría keynesiana como única utopía posible. Por eso, con shock nos referimos a la connotación filosófica presente en la obra de Walter Benjamin. Se trataría de una experiencia sobre el tiempo moderno que antecede al acto revolucionario de “echar el freno de emergencia”.

2/ El concepto de competencia real en detrimento de la versión keynesiana de competencia perfecta es desarrollado por Anwar Shaik (2016: 259-322).

3/ Nos referimos a GAFAM (Google, Amazon, Facebook, Apple y Microsoft), en detrimento de lo que podríamos definir como start-ups que recientemente han comenzado a cotizar en bolsa, a saber, Uber y Airbnb. Estas empresas han despedido al 14% (3.700 personas) y al 25% de su fuerza de trabajo (1.900) respectivamente. Como se afirmaba hace unos meses, “el capitalismo de plataforma está comenzando a parecerse más a un arriesgado experimento especulativo realizado por plutócratas ricos que a una sólida propuesta comercial con un futuro duradero” (Peter Fleming, Carl Rhodes, Kyoung-Hee Yu, 2019).

4/ Tras la epidemia desatada por el coronavirus, Alibaba anunció que duplicará los gastos en computación en la nube hasta 28.000 millones durante los próximos tres años. Una cantidad menor a los 34.600 millones que invirtió Amazon o los 18.100 millones de Microsoft en 2019, quienes entre ambos controlan casi el 50% de la inversión en esta infraestructura.

5/ Beatriz Asuar, Castells: “Hay que estar listos para establecer la enseñanza y evaluaciones online por completo”, Público, 11/05/2020.

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Fuente: https://vientosur.info/planificacion-algoritmica-en-busca-de-la-utopia-socialista-perdida/