El tema del euro es el asunto central de esta entrevista con Alberto Montero Soler (@amonterosoler), economista crítico de nuestro país, conversación que toma pie en la discusión de la ponencia «Por una UE democrática y socialista. Aportación a la Conferencia sobre Europa de Izquierda Unida (22 de junio de 2013). La Unión Europea, más […]
El tema del euro es el asunto central de esta entrevista con Alberto Montero Soler (@amonterosoler), economista crítico de nuestro país, conversación que toma pie en la discusión de la ponencia «Por una UE democrática y socialista. Aportación a la Conferencia sobre Europa de Izquierda Unida (22 de junio de 2013). La Unión Europea, más allá de una moneda» de Alberto Arregui, Jordi Escuer y Carlos Sánchez Mato.
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«Por una UE democrática y socialista. Aportación a la Conferencia sobre Europa de Izquierda Unida (22 de junio de 2013). La Unión Europea, más allá de una moneda» es el título de una ponencia de Alberto Arregui, Jordi Escuer y Carlos Sánchez Mato publicada recientemente en rebelión. Me gustaría preguntarte sucintamente sobre ella. Ocho preguntas, no más. «El camino es salir del sistema, no del euro» es la tesis del artículo. Empiezo por ella. ¿Salir del euro puede ayudar a salir del «sistema»?
No sólo creo que salir del euro pueda ayudar a salir del sistema; es que creo que no es posible salir del sistema sin salir del euro. Básicamente porque el euro (y entiéndase éste no sólo como una moneda en sí misma sino como todo un sistema institucional y una dinámica funcional puesta al servicio de la reproducción ampliada del capital a escala europea) es la síntesis más cruda y acabada de ese sistema del que los autores pretenden salirse: capitalismo neoliberal en el marco de un mercado único dominado por el imperativo de la competitividad, con las consecuencias laborales y sociales que de ello se derivan, y en el que la Eurozona ha acompañado la cesión de soberanía en materia monetaria al BCE con las restricciones estatales en materia fiscal, vía Pacto de Estabilidad y Crecimiento. Un espacio en el que la solidaridad ha desaparecido como valor de referencia, si es que alguna vez existió más allá de algunos fondos estructurales que constituían el mecanismo de financiación para que los nuevos Estados miembros pudieran financiar las infraestructuras necesarias para profundizar la construcción de ese mercado único al que se incorporaban.
Por lo tanto, y en mi opinión, plantear la salida del sistema sin plantear la ruptura con el euro es una bonita forma de no plantear nada en un escenario de emergencia económica y social como en el que estamos.
Es más, yo no sé si fuera del euro es posible un proyecto de transformación social de naturaleza socialista, como plantean los autores, pero desde luego, de lo que no me cabe duda es que dentro del euro es imposible. O dicho en otros términos: la ruptura con el euro no es condición suficiente pero sí necesaria para cualquier proyecto de transformación social emancipatorio.
Tan simplista era entonces, hace varias décadas afirman los autores, hacer depender todo progreso económico y social de nuestra entrada en el Mercado Común Europeo, como hoy presentar a Bruselas como el origen de todos nuestros males. ¿Los partidarios de la salida del euro pensáis que todos nuestros males tienen su origen en Bruselas?
Evidentemente que no, sería tan absurdo como infantil mantener esa postura. Yo creo que todos nuestros males no se encuentran en Bruselas porque, en ese caso, todos los Estados miembros estaríamos en la misma situación y no es el caso.
Creo que el origen de nuestros males tienen raíces profundas que se hunden, en primer lugar, en el proceso de negociación de cara a la incorporación de España a la Comunidad Económica Europea en el año 1986 y en donde quedaba claro que a España, en la división internacional del trabajo que se estaba produciendo en aquellos momentos en el espacio europeo, le iba a corresponder ser una economía de servicios basados esencialmente en el turismo.
Luego continuó con las políticas diseñadas para tratar de cumplir con los requisitos de convergencia establecidos en Maastricht y que instauraron un férreo corsé sobre los márgenes para hacer políticas económicas que no fueran de naturaleza restrictiva y cuyos objetivos transcendieran las variables de naturaleza nominal (inflación, déficit público…) para centrarse en las de naturaleza real (empleo, renta, productividad…).
Y concluyó con la institucionalización de ese corsé que impuso la entrada en la moneda única y la apertura definitiva de las reglas del juego para que los Estados pasaran a competir en un terreno común dominado por las reglas impuestas por el capital transnacional.
En todo este proceso ha habido una responsabilidad ineludible de nuestros gobernantes que, en esta democracia incompleta en la que vivimos, han actuado de espaldas a los intereses de los ciudadanos y en beneficio de la fracción nacional del capital internacional europeo. Se ha asumido no sólo nuestra condición de economía de servicios sino que ésta se ha apuntalado por la vía de alimentar una burbuja inmobiliaria, mientras se desmantelaba tejido industrial y no se apostaba por un patrón de desarrollo alternativo, autosostenible y no sustentado sobre el endeudamiento masivo.
Así que no. No sólo Bruselas tiene la culpa de lo que nos ocurre.
El problema de Europa, afirman, va mucho más allá de una moneda. ¿Te parece razonable esa afirmación? ¿Es así? ¿Alguien ha afirmado lo contrario?
Nadie ha afirmado lo contrario. Limitarse a plantear eso es quedarse en la superficie de los problemas. El problema esencial es que Europa es un híbrido que no avanza en lo federal, con todas las consecuencias que ello tendría en materia de cesión de soberanía, y se ha mantenido en lo monetario porque esa dimensión, junto a la libertad de movimientos de capitales y bienes y servicios, bastaba para dar carta de naturaleza a un mercado de grandes dimensiones que permite una mayor escala de reproducción de los capitales.
Este híbrido resultó que se encontraba, como ya se anticipó desde el primer momento, enfermo desde su nacimiento y lo que estamos atravesando ahora es, precisamente, esa enfermedad y sus consecuencias, con el agravante de que la misma dejará secuelas que, en estos momentos, nadie puede anticipar.
La unidad de los países y pueblos que componen Europa, afirman los autores a continuación, «para la planificación conjunta de sus recursos económicos no es una opción, ES UNA NECESIDAD». Por tanto, concluyen, «indicar el camino de la autarquía como opción es intentar hacer volver atrás la rueda de la historia.». ¿Estáis por la autarquía los partidarios de salir del euro? ¿No os parece bien la planificación conjunta de los recursos económicos de diferentes países?
Pues ya me dirás quién ha planteado eso porque yo esa palabra, «autarquía», no la he visto escrita en el Manifiesto ni creo que ninguno de sus firmantes defienda una política de esa naturaleza. Recurrir a ella por parte de quienes no comparten nuestra postura -algo que, evidentemente, es de todo punto legítimo- me parece tan lastimoso como quienes atacan la protesta social inoculando el miedo entre la población y apelando al caos y el desorden para preservar un estatus quo injusto.
¿Cómo puede pensar alguien que no estamos por la planificación y que mejor cuanto ésta abarque más Estados, más recursos, a más ciudadanos y sea, por tanto, más amplia y solidaria?
Pero eso es una cosa y otra muy distinta es que la misma pueda siquiera plantearse como una opción posible en el seno de la Eurozona en estos momentos.
Una de las reflexiones centrales de la ponencia: «El dinero es una herramienta cuyo papel en la sociedad es determinado por el tipo de relaciones de propiedad y el grado de desarrollo de las fuerzas productivas. El euro ha estimulado el desarrollo económico en la medida en que ha facilitado el comercio entre las naciones integrantes de la moneda única, de la misma forma que la abolición de los peajes feudales permitió la conformación de mercados nacionales y abrió las puertas al surgimiento de la gran industria moderna. El euro puede acelerar la crisis tanto como antes aceleró el auge, pero no crea ni el uno ni el otro». ¿Es el caso en tu opinión? «Las crisis, las desigualdades que existen entre las naciones de la UE y, sobre todo, entre las clases sociales, no nacen con la moneda única sino que la han acompañado desde que se creó la Comunidad Europea del Carbón y el Acero (CECA) en los años 50 del pasado siglo, porque son inherentes al capitalismo», añaden para completar su razonamiento. Por eso, concluyen, «debemos tener claro que nuestros problemas no radican en la existencia de una moneda común europea ni, por tanto, la solución se encontrará en abandonarla. Culpar de la actual crisis al euro es tan absurdo como responsabilizar a las viviendas de la burbujas inmobiliarias». ¿Concluyes lo mismo?
Por supuesto que es mi opinión y es lo que vengo reiterando a lo largo de la entrevista, el problema del euro no es sólo el euro, es la institucionalidad y las políticas que le dan sustento. Si esas políticas, esas instituciones y los valores y objetivos que le dan cuerpo se modificaran en un sentido progresista y transformador el euro dejaría de ser un problema y nosotros dejaríamos de plantear la necesidad de tener este debate. Pero, de momento, uno y otros han ido de la mano en un proyecto destinado a conformar la Europa del Capital y no la Europa de los Ciudadanos y eso es una realidad evidente frente a la que no caben muchas interpretaciones.
Por eso mismo me sorprende el reproche que nos hacen a quienes propugnamos la salida del euro diciendo que no entendemos que la moneda no es el problema y que sólo pretendemos acabar con su expresión sin entrar a las raíces del problema de fondo. El reproche se parece mucho al que haría un economista neoclásico cuando afirma que la economía real y la economía monetaria no tienen nada que ver y que pretendemos acabar con un problema real desde la perspectiva monetaria. Nada más lejos de nuestro diagnóstico y de nuestra propuesta.
Otra cosa es que para que el mensaje llegue y se plantee en la sociedad la necesidad del debate utilicemos la salida del euro como consigna; pero, yo al menos, siempre atribuyo a mis interlocutores una capacidad de ir más allá de la mera consigna para entrar al fondo del debate sin necesidad hacer todo esto explícito.
Para ellos, les cito de nuevo, «la moneda única sería una baza fundamental en una Europa en la que la izquierda y la clase trabajadora tomase las riendas del poder». No parece una afirmación insensata, incluso algo tautológica dado el presupuesto. ¿Cuál es tu opinión?
Una afirmación curiosa habida cuenta de que la izquierda (entiendo que se refiere a la izquierda transformadora que se encuentra ideológicamente más allá de la socialdemocracia) nunca ha tenido las riendas del poder en Europa y que la situación de la clase trabajadora en Europa nunca se ha encontrado más deteriorada en lo que conciencia e identidad de clase se refiere, sin que ello merme un ápice el hecho incontestable de que la relación salarial sigue siendo la piedra de toque esencial del sistema capitalista.
Plantear que el sujeto político revolucionario en Europa en estos momentos puede ser la «clase trabajadora», cuando una de las principales victorias del neoliberalismo ha sido su desideologización, desestructuración y la disolución de los elementos que configuraban su identidad de clase es, cuanto menos, asumir que tenemos aún una larga travesía del desierto por delante pero sin querer explicitarlo. Las identidades de clase son mucho más fácil destruir que construir y ese es, necesariamente, el requisito previo para que las premisas de la afirmación que me planteabas tengan algún viso de credibilidad. Como escribía hace unos días Ulhrich Beck, estamos en momentos revolucionarios sin revolución y sin sujeto revolucionario. Más desesperanzador no puede ser el contexto.
Por otra parte, es curioso que se le reconozcan a «la moneda única» virtudes y potencialidades cuando «la izquierda y la clase trabajadora» tomen las riendas del poder y negárselas diciendo que el problema no es la moneda cuando planteamos la necesidad de debatir sobre la salida del euro.
«Aunque no lo pretendan, quienes proponen reformar las instituciones europeas o salir del euro tienen algo en común: buscan una salida sin cuestionar el sistema». Unos, prosiguen nuestros amigos, continuando con la misma UE con cambios y otros «volviendo al redil de los viejos estados nacionales, al proteccionismo y a las políticas keynesianas». Pero, señalan, «no encontraremos una salida intentando regresar a un pasado inexistente». Nuestra alternativa, señalan, «sólo puede ser europea e internacionalista». ¿A ese redil queréis volver? ¿Defendéis el proteccionismo y el keynesianismo?
Yo no creo que la discusión es a qué redil queremos volver sino en qué redil ni queremos ni podemos estar; por lo tanto, la cuestión no es el tamaño del redil sino su naturaleza. Y, tal y como he dicho más arriba, también creo que en el redil en el que nos encontramos actualmente no hay margen alguno para políticas realmente transformadoras; a lo sumo lo hay para políticas paliativas de tanto dolor y sufrimiento social que está generando esta crisis, pero no para alterar el sistema como tal.
Por lo tanto, plantear que lo que hay que hacer es modificar el sistema como un todo y que, además, hay que hacerlo en el marco supranacional donde, precisamente, el capital financiero e industrial es más poderoso es la mejor forma de invocar el inmovilismo.
Me parece hasta cruel para quienes sufren ahora plantear que la alternativa solo puede ser europea e internacionalista. ¿Qué hubiera ocurrido en América Latina si Chávez, por ejemplo, hubiera dicho que la alternativa de Venezuela solo podía ser latinoamericanista e internacionalista y que mientras las condiciones no estuvieran dadas no se podía avanzar? ¿Estaríamos hablando de lo mismo en estos momentos? Basta con recordar que lo primero que hizo Chávez fue recuperar soberanía en un marco en el que las políticas neoliberales de ajuste estructural habían desmantelado todos los resortes del poder público y democrático para, al tiempo que se avanzaba en las mejora de las condiciones de vida de la población, plantear y profundizar el proyecto internacionalista.
En Europa ese salto parece que es inviable: o internacionalismo europeísta o barbarie. Yo creo que deberíamos ser conscientes de que mientras nos movemos en el terreno de los maximalismos y de las opciones puras e impolutas la gente sufre cada día y, sobre todo por eso, tiene todo el derecho del mundo a discutir sobre si se puede avanzar hacia la transformación social librándose de las cadenas opresoras de una en una.
¿Qué sucedería si el Estado español abandonase el euro? ¿Nos permitiría recuperar la «soberanía económica»? Preguntan los autores de la ponencia. Si por ello entendemos quién decide la política económica del Estado español, la única soberanía económica hasta la fecha la ha ejercido la burguesía española, con mayor o menor acuerdo con la catalana y la vasca desde la caída de la dictadura franquista. Con alguna excepción, la mayoría del pueblo nunca ha tenido ninguna «soberanía económica». De verdad, insisten, «¿alguien nos pretende convencer, desde la izquierda, de que los tiempos de Mariano Rubio representaban la soberanía económica?». ¿Vosotros estáis convencidos de que esos tiempos representaban esa soberanía?
Volvemos a una lectura reduccionista, excesivamente simplista, de la propuesta e, incluso, a un uso erróneo de los conceptos: una cosa es la soberanía económica y otra el poder.
Una cosa es que el Estado vuelva a recuperar la soberanía sobre los instrumentos de la política económica y otra muy distinta es en manos de quiénes estén los resortes del poder y, por tanto, el propio Estado y la capacidad de decisión sobre esos instrumentos.
Nadie está diciendo que con la recuperación de la soberanía económica se recuperen los resortes del poder, pero sí que la ruptura con el euro abre el horizonte de lo políticamente posible, incluido el cambio en la correlación de fuerzas a nivel estatal. Un cambio que bien podría alterar radicalmente la naturaleza del Estado y el ejercicio del poder que éste despliega o bien podría, al menos, permitir un mayor control sobre los resortes del poder estatal por parte de la ciudadanía.
Muchos ciudadanos, les cito de nuevo, «ponen el acento en que restaurar la peseta, y la posibilidad de realizar devaluaciones beneficiaría las exportaciones españolas y sería la base de la recuperación». Pero, señalan, «en los años 80 el Banco de España tenía la capacidad de emitir moneda y el Gobierno podía decidir devaluaciones de la misma, y eso no evitó que la «reconversión» arrasara la industria. Ni las devaluaciones competitivas ni los aranceles aduaneros impidieron que el paro fuera crónico desde finales de los 70, ni que llegase a los 3,9 millones de desocupados a principios de 1994, el 24’55% de la población activa». En síntesis: la precariedad laboral y los recortes en los derechos sociales empezaron mucho antes de la implantación del euro. ¿No tienen razón acaso? ¿El euro no es posterior al desastre social en el que continuamos inmersos?
Creo que a esta respuesta ya respondía al inicio cuando hablábamos de las responsabilidades por la situación actual.
Me parece que esta situación es el resultado de un continuo que viene desde la incorporación de España a la Comunidad Económica Europea. Desde entonces, el marco de las políticas aplicadas han producido, en términos generales, un desmantelamiento de la estructura productiva en un país que carece de patrón de desarrollo claro, definido, autosostenible y de futuro.
Además, esta economía ha alimentado sus años de crecimiento previos a la crisis actual con una burbuja inmobiliaria sustentada sobre un endeudamiento que ahora se revela inasumible y, por lo tanto, la apariencia de opulencia en la que parecíamos vivir se ha demostrado completamente ficticia.
En cualquier caso, y especialmente frente a estos últimos acontecimientos, lo que no puede negarse es que el euro ha contribuido de forma decisiva a facilitar esa dinámica insostenible. Me basta con un dato para demostrarlo: en el año 1992, cuando la economía española tenía un déficit comercial del 3% del PIB tuvo que devaluar la peseta varias veces hasta que ésta perdió en torno a un 20% de su valor; en el año 2007, antes de que estallara la crisis, el déficit comercial de la economía española llegaba al 10% del PIB y, sin embargo, ese desequilibrio estructural de la economía española -que con una moneda nacional habría tenido que ser corregido mucho antes- no se consideró preocupante porque estábamos, precisamente, en el marco del euro y nuestros euros eran, se suponía, tan buenos y potentes como los de los alemanes.
Para no cansarte más ni cansar más, la última. Además, sostienen Alberto Arregui, Jordi Escuer y Carlos Sánchez Mato, «es un callejón sin salida, pues no es posible que todos los países resuelvan sus problemas a base de exportar más y lograr tener superávit, como la actual crisis atestigua. Lo que se pretende no es otra cosa que emular a la burguesía alemana». ¿Es eso lo que se pretende? Me cuesta creerlo.
Sinceramente, comentar juicios de intenciones de esa naturaleza, teniendo en cuenta la trayectoria política e intelectual de muchas de las personas que firman el Manifiesto, me parece absolutamente innecesario y la afirmación se descalifica por sí misma.
¿Quién ha dicho que el nuevo patrón de desarrollo que pudiera salir de la ruptura con el euro no podría ser más autocentrado, basado en economías de cercanías y menos dependiente de la exportaciones y más dependiente de la satisfacción de las necesidades de nuestros ciudadanos y ciudadanas a través de la producción nacional o local? Yo creo que, puestos a elucubrar, sería en mayor medida ésta la opción por la que la mayor parte de los firmantes del Manifiesto, si no todos, se decantaría.
Gracias, muchas gracias. Lo podemos dejar aquí si te parece.
Me parece.
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