El otro día un profesor de filosofía me comentó que proyectaba fragmentos de los Diálogos de Platón en la pantalla, a través del Power Point, con el propósito de que los estudiantes, confundiéndolos con imágenes, se entretuvieran leyéndolos. El pobre profesor, disculpándose, justificó el método: «Sólo se fijan en las imágenes». Naturalmente, a él mismo […]
El otro día un profesor de filosofía me comentó que proyectaba fragmentos de los Diálogos de Platón en la pantalla, a través del Power Point, con el propósito de que los estudiantes, confundiéndolos con imágenes, se entretuvieran leyéndolos. El pobre profesor, disculpándose, justificó el método: «Sólo se fijan en las imágenes». Naturalmente, a él mismo le parecía aberrante. Primero, porque así se descartaba la lectura directa de los libros, y en segundo lugar, porque como profesor de filosofía sabía a la perfección que si algo va directamente en contra del pensamiento platónico es la desecación de los conceptos en imágenes.
El joven profesor había advertido que su método encajaba con las tendencias de la Universidad actual
No tenía, por tanto, duda dicho profesor de que un redivivo Platón se pondría las manos en la cabeza al ver sus clases, si es que no la emprendía a bastonazos con el proyector de ídolos. De todos modos, hablando con más calma de esta innovadora didáctica, quedó claro que había otras razones que impulsaban al profesor, además de la confesa idolatría de los estudiantes, que no hacen sino trasladar a la Universidad la idolatría general.
Este profesor, joven y necesitado de promoción profesional, había advertido que su método encajaba con las tendencias y requisitos de la Universidad actual. Me dio detalladas explicaciones que ayudan a comprender el perfil del profesor en el inmediato futuro. Me enseñó, por ejemplo, unos formularios dedicados a la evaluación del profesorado en los que aparentemente el mérito mayor radicaba en la capacidad del docente para la renovación tecnológica, sin que la publicación de libros, y cosas así, pareciera tener la menor importancia. Nuestro profesor se había renovado tecnológicamente y soltaba pedazos del Fedro en la pantalla para ver si pillaba a los estudiantes.
Pero era evidente que, para sobrevivir en la Universidad, además de la renovación tecnológica, era necesario acumular grandes conocimientos sobre el lenguaje administrativo. La comprensión de los requisitos exigidos por las distintas administraciones -estatal, autonómicas y universitarias- ofrecía más obstáculos que los textos de Kant o Heidegger. Ningún ser ajeno a la Universidad podría entender el galimatías de validaciones, acreditaciones, habilitaciones y demás jerga que forma parte del universo mental del profesorado.
Supongo que, obligado por las circunstancias, el profesor de filosofía había luchado con los sucesivos boletines oficiales y se había convertido en un gran experto en galimatías. No sé si esta lucha a brazo partido con los textos sagrados de la burocracia había ido en detrimento de sus obligaciones para con Aristóteles o Nietzsche. Ni siquiera tuve que preguntárselo porque enseguida me aclaró que, en el momento de ser valorados sus méritos, el saber burocrático tendría tanta importancia, si no más, que el saber intelectual. Él no estaba de acuerdo, pero «las cosas son así», decía.
Tampoco era un gran amante de las reuniones y sin embargo iba a todas -«a todas», subrayaba- porque no podía permitirse el lujo de quedarse al margen del engranaje. Cierto que había un exceso de las reuniones en las que a menudo las disquisiciones eran mucho más oscuras y complejas que las de las teologías bizantinas. Pero no había más remedio que asistir porque las cosas eran así y, además, podían contar para el currículo.
No se detenían aquí las tribulaciones del joven profesor de filosofía, quien tenía poco tiempo para adentrarse en los vericuetos de Hegel o Kierkegaard porque tenía que buscar afanosamente revistas de impacto donde publicar papers ¿Qué diablos es todo eso?, preguntarán las almas poco avezadas en el actual espíritu universitario. Un paper es un escrito -valioso o no, depende- que un profesor escribe para que lo lean cuatro gatos de su gremio y, si puede ser, nadie más. Una revista de impacto es una revista especializada que puede tener o no valor científico -depende- y que con frecuencia, sobre todo en el ámbito de las humanidades, es un puro portavoz gremial. Publicar papers en revistas de impacto es el paraíso de quien aspira a hacer carrera universitaria. El aludido profesor de filosofía proclama que le gustaría escribir ensayos de otro tipo, más creativos, pero éstos contarían escasamente para el currículo. «Las cosas son así».
Como en los mejores relatos kafkianos, hay algo fatal en esta afirmación ¿Quiénes son los que hacen que las cosas sean así?, ¿los políticos?, ¿los pedagogos? ¿cerebros perezosos agazapados bajo el no menos kafkiano Proceso Bolonia? Nadie lo sabe a ciencia cierta. Y menos este esforzado profesor de filosofía que corre inquieto de un lado para otro sin horas para dedicar a sus filósofos. Ahora una reunión; ahora un análisis hermenéutico del boletín oficial, ahora la persecución de revistas de impacto, ahora un toque de renovación tecnológica. Y al llegar a clase se pondrá a explicar el mito de la caverna con el Power Point, a sabiendas de que Platón lo hubiera suspendido sólo con verle hacer eso.