«¡Los niños primero!» suele decirse. Y durante la artificialmente manipulada guerra de Irán-Irak en que se desangraron en forma inútil ambos países, esa consigna se cumplió en forma literal: eran niños los que iban al frente… para detectar las minas -pisándolas, claro-. Este patético ejemplo muestra lo que, en buena medida, sigue siendo la actitud […]
«¡Los niños primero!» suele decirse. Y durante la artificialmente manipulada guerra de Irán-Irak en que se desangraron en forma inútil ambos países, esa consigna se cumplió en forma literal: eran niños los que iban al frente… para detectar las minas -pisándolas, claro-. Este patético ejemplo muestra lo que, en buena medida, sigue siendo la actitud del mundo adulto con respecto a la niñez: no siempre se la comprende como la semilla del futuro.
La riqueza de las sociedades no está en sus recursos naturales. La verdadera riqueza está en el capital humano. Un país desarrollado es el que tiene la población más preparada. Japón, con escasos recursos naturales, o Cuba, bloqueada y agredida, son sociedades infinitamente más ricas que, por ejemplo, la de Brasil, o la de la India, donde sobran las riquezas de la geografía. La pobreza de las naciones no está en la falta de tierra cultivable o en la ausencia de, por ejemplo, petróleo; está en el escaso desarrollo humano. Y es una verdad lapidaria que la pobreza genera pobreza. Eso no es nada nuevo, por cierto; pero conviene no olvidarlo nunca si queremos aportar algo en la lucha contra las injusticias. Un pueblo se desarrolla no cuando entra en el consumismo voraz sino cuando es dueño de su propio destino, cuando fomenta su espíritu crítico. En otros términos: cuando su población está realmente preparada.
Terminar con la pobreza no es, en absoluto, algo sencillo ni rápido. Muchos países pobres del Tercer Mundo que en décadas pasadas recorrieron la senda del socialismo, si bien pudieron crear cuotas de mayor justicia en el reparto de su renta nacional, no han podido aún superar esa lacra de la pobreza en tanto fenómeno económico-social y cultural. De hecho, funciona como círculo vicioso: la pobreza (que no es sólo material: es una suma de carencias materiales y espirituales) no permite el desarrollo integral y sin él no puede haber mejoramiento en la calidad de vida. Si la educación, la formación de capital humano, son la clave para superar la pobreza, los sectores pobres son justamente los que menos acceso tienen a esas posibilidades. Y donde con mayor elocuencia se ve el fenómeno es en la niñez pobre.
La Organización Internacional del Trabajo (OIT) señala que para el año 2006 a nivel mundial trabajan alrededor de 352 millones de menores de edad. De éstos, 246 millones participando en formas de trabajo infantil que deben erradicarse por ser altamente peligrosas o entrañar explotación; 187 millones de estos niños o niñas tienen entre 5 y 14 años de edad. Por otro lado, 180 millones de niños ejercen las peores formas de trabajo infantil, y al menos 8 millones realizan actividades de prostitución o trabajo forzoso, incluyendo en esta última cifra aquellos que, sin ser trabajadores en sentido estricto, participan en conflictos armados.
Un niño o niña o un adolescente trabajando constituyen un síntoma social; hablan no sólo del presente de la comunidad a la que pertenecen, sino también de su porvenir. El por qué un menor trabaja está indisolublemente ligado a la situación de pobreza. En cualquier país donde se da el fenómeno, siempre hay que entender el mismo en la lógica de ‘ayuda’ al presupuesto familiar. En las áreas urbanas, según estimaciones de la OIT igualmente, su trabajo puede aportar entre un 20 y un 25 % del ingreso del hogar al que pertenece. Y en áreas rurales, donde su trabajo no se traduce monetariamente en forma directa, la ayuda es inestimable porque sin ella -tanto en las faenas agrícolas como en el ámbito doméstico- no se podrían sostener las familias.
Por lo tanto el trabajo infantil llena una acuciante necesidad; eliminarlo significa privar a una enorme cantidad de población adulta de una ayuda que, de no tenerla, se vería sumida irremediablemente en la indigencia total. Por lo que estamos ante un complejo círculo vicioso: poblaciones pobres-familias pobres- padres con pesadas cargas familiares-niños que deben trabajar-niños que no acceden a la educación formal-futuros adultos sin capacitación-nuevas familias pobres-continuidad de las poblaciones pobres. Círculo, entonces, muy difícil de romper. ¿Por dónde empezar?
Como dice la Comisión Económica para América Latina (CEPAL): ‘Desactivar los mecanismos de reproducción de la pobreza precisa de políticas de inversión social que amplíen y potencien el capital humano’. Eso está claro; pero de no potenciarse el capital humano, de no capacitarse en función de un desarrollo humano integral y sostenible -como sucede con la masa crítica de niños y niñas que a muy corta edad ya están trabajando y no completarán sus estudios, ni siquiera los primarios- no se ven entonces posibilidades reales de poder superar la pobreza. El capitalismo, claro está, sigue necesitando de esos sectores pobres (mano de obra poco calificada que le asegura altas tasas de rentabilidad) por lo que no se le ve salida al problema dentro de sus marcos. Hay que buscar, entonces, nuevas vías: léase socialismo.
Un menor que trabaja tiene hipotecado su futuro, y por lo tanto el de su sociedad. La relación es inversamente proporcional: a mayor cantidad de horas trabajadas menor cantidad de horas de estudio. Por tanto: el trabajo infantil puede salvar del hambre aquí y ahora -como de hecho sucede- pero cercena a futuro las posibilidades de desarrollo.
Por otro lado, en sí mismo el trabajo infantil es cuestionable por otro cúmulo de razones. Que un niño o niña a cierta edad desarrolle alguna tarea doméstica, o aprenda el oficio de sus padres, puede ser un gran aliciente, tanto personal como colectivo. Es una forma de contribuir a la socialización, puede ser una manera de ir generando un espíritu de responsabilidad, de solidaridad incluso. Pero el trabajo al que nos referimos no es ése precisamente: se trata de algo realizado en un clima de dependencia con todas las cargas que sobrelleva un trabajador -cumplimiento de horarios, exigencias, a veces una gran cuota de peligro- en una edad en que ningún ser humano está preparado para ello, aunque la urgencia de la vida fuerce a soportarlo. Es eso lo que se denuncia como cuestionable: un menor que trabaja pierde, además de su estudio, la posibilidad de disfrutar su infancia, de jugar, de la magia de ser niño; es decir: sufre. Si queremos decirlo en forma simplificada: la niñez es la preparación para la adultez. Por tanto, un niño debe ser niño y no un adulto en pequeño.
Adicionalmente, y reforzando la historia de que el hilo se corta por el lado más delgado, el trabajo infantil se desenvuelve siempre, comparado con el de los adultos, en condiciones de mayor precariedad. Muchas veces está invisibilizado como tal, y en general no goza de prestaciones laborales ni derechos específicos, y aunque haya normativas al respecto, dado que es un grupo mucho más vulnerable por su misma condición de ‘pequeño’ (prejuicio con el que deberíamos terminar alguna vez), resulta más ‘fácil’ para el empleador saltarse las legislaciones.
Luchar contra el trabajo infantil es luchar contra una grosera forma de explotación. Está claro que la pobreza es un círculo vicioso, y desde la pobreza es más urgente encontrar soluciones puntuales, aquí y ahora, que posibiliten comer todos los días y no pensar en términos de largo plazo. Pero ahí está la cuestión: un niño trabajador, al igual que un niño puesto en la calle, un niño que mendiga o que se droga, un niño transgresor, nos muestra que todavía falta muchísimo por trabajar en pro de la justicia. Los moldes del capitalismo definitivamente no permiten encontrarle salida al problema.
Como dijo UNICEF, quizá sin aportar mayores soluciones dado que su misma situación institucional se lo impide, pero sin dejar de tener razón en la formulación: ‘El mundo no resolverá sus principales problemas mientras no aprenda a mejorar la protección e inversión en el desarrollo físico, mental y emocional de sus niños y niñas’.