Ha caído en mis manos un Manual de solución de controversias elaborado por Bruce Patton para la Facultad de Derecho de Harvard. El documento podría servir de piedra de toque para todo lo que no está funcionando en el proceso de la confluencia, una estrategia política que tiene en los Ganemos territoriales su punta de […]
Ha caído en mis manos un Manual de solución de controversias elaborado por Bruce Patton para la Facultad de Derecho de Harvard. El documento podría servir de piedra de toque para todo lo que no está funcionando en el proceso de la confluencia, una estrategia política que tiene en los Ganemos territoriales su punta de lanza más reconocible, y en la que se encuentran involucradas, de forma más o menos activa, una amplia hetereogenidad de organizaciones sociales y políticas. Sin embargo, a pesar de esta diversidad, no cabe duda de que la particular implantación de IU y Podemos en la esfera política de nuestro país les ha otorgado una responsabilidad de primer orden en el resultado del proceso, de la misma manera que en Barcelona el peso específico de la negociación ha recalado en gran medida sobre la figura carismática de Ada Colau. El documento de Patton plantea siete elementos para la solución de una controversia, define lo que sería un buen resultado, y establece criterios para la preparación y el buen desarrollo del proceso. Repasar una por una las preguntas que sintetizan cada uno de estos elementos, nos ayudará a extrapolar estas herramientas de mediación al curso político de la confluencia:
1) Intereses: ¿Cuáles son nuestros intereses? ¿Cuáles son los de ellos? ¿Hay algún tercero cuyos intereses debamos considerar? ¿Qué intereses son comunes, cuáles son diferentes y cuáles son encontrados? En apariencia, desde una lógica de unidad popular, la respuesta a estas preguntas no debería constituir ningún problema. Sin embargo, es fácil constatar que no ha sido así, lo que nos permite adivinar que los intereses que están por debajo de la negociación no son aquellos tan básicos que denotan los ejes de coordenadas arriba/abajo o izquierda y derecha. La contradicción es evidente: ¿Por qué los agentes implicados no han sido capaces de ponerse de acuerdo en torno a los intereses que presumiblemente promueven? Y si se han puesto de acuerdo, ¿cómo explicar que teniendo los mismos intereses no hayan sido capaces de alcanzar otros acuerdos?
2) Alternativas: ¿Cuál es nuestra mejor alternativa a un acuerdo negociado? ¿Cuál puede ser la de ellos? ¿Podemos mejorar nuestra «mejor alternativa»? ¿Podemos empeorar la de ellos? ¿Cómo se podrían probar las expectativas potencialmente irreales? Una vez más, la fuente del problema es que no se ha utilizado una lógica de construcción popular. A la hora de pensar en la «mejor alternativa», se ha reducido la pregunta a la mejor alternativa en las urnas, subordinando la estrategia de la concienciación y la movilización a la del cálculo electoral. Pero esto es un error, porque una fórmula electoralmente exitosa no conlleva necesariamente un proceso paralelo de construcción popular, con lo cual lo que hoy se conquiste en las urnas, mañana puede caer derribado como un castillo de naipes. Si hay una expectativa que pudiéramos describir como «potencialmente irreal», es precisamente la de creer que basta con ganar unas elecciones para transformar la sociedad, y esto es lo que los perdedores del proceso de la confluencia (electoralmente hablando) no han conseguido poner sobre la mesa: que la verdadera cuestión que está en juego no es la condensación de los votos en una papeleta, sino la condensación del pueblo en torno a una alternativa social y política. Se ha reducido lo cualitativo a lo cuantitativo. Y por tanto, si sólo se trata de números, la negociación está abocada a resolverse mucho más cerca de los gráficos de las encuestas que de los procesos deliberativos de las plazas.
3) Opciones: ¿Qué acuerdos o partes de un acuerdo posibles podrían satisfacer los intereses de las dos partes? ¿De qué manera podrían usarse los intereses diferentes para crear valor? El problema aquí, no es que las partes no hayan sido capaces de encontrar un acuerdo que satisfaga los intereses de ambas, es que ni siquiera lo han intentado realmente. Si concentramos nuestra atención en torno a los dos actores más relevantes del proceso, IU y Podemos, la pregunta que deberíamos hacernos es si ambas partes han recalado en algún momento en la necesidad de valorar los intereses de la otra parte, y no sólo porque centrándonos únicamente en nuestros propios intereses es imposible cerrar ningún acuerdo, sino porque además, la premisa de cualquier buen acuerdo es que los intereses de todas las partes deberían estar igualmente representados. Podemos no ha mostrado una preocupación sincera por aquellos aspectos que interesan a IU, descartando que alguno de estos intereses pudiera resultar positivo, e incluso agregar valor, en relación a su propio proyecto político. E IU ha jugado a la defensiva, intentando salvar sus intereses ante el tsunami de Pablo Iglesias, pero sin contemplar seriamente lo que esta irrupción podría suponer para mejorar sus propias condiciones de partida. Ponerse en la piel del otro, esforzarse por valorar intereses distintos a los nuestros, es algo que prácticamente ha brillado por su ausencia. Pero esto es algo imprescindible, y no por razones sentimentales, sino porque a lo mejor los intereses de la otra parte son valiosos en sí mismos. De cara al futuro, las organizaciones implicadas en el proceso de la confluencia deberían preguntarse con honestidad si han sido capaces, en algún momento de las negociaciones, de ponerse en la piel del otro, de valorar realmente los intereses de la otra parte no como un problema o una amenaza, sino como elementos positivos en torno a los que construir un proyecto común. Porque de eso trata, en definitiva, la confluencia.
4) Legitimidad: ¿Qué criterios externos podrían ser probablemente relevantes? ¿Qué patrones podría aplicar un juez? ¿Qué «debe» regir un acuerdo? ¿Qué argumentarán ellos? ¿Tenemos una buena respuesta, que acepte el argumento de ellos y luego sume elementos al mismo? ¿Qué necesitaremos cada uno de nosotros para poder justificar un resultado ante nuestros mandantes? Una batería de preguntas como esta tampoco debería ser difícil de contestar, si ponemos en el centro de nuestra atención los objetivos confesos de la confluencia. El problema es que a menudo ha pesado más que estos objetivos la lógica de la reproducción de las estructuras de las organizaciones implicadas, de manera que cuando se trataba de buscar criterios externos, se ha tenido mayormente en cuenta, primero, los criterios internos de cada una; segundo, qué argumentos podrían convencer a la propia estructura, entendiendo por tal más a las estructuras de la direcciones que a la composición real de la bases; y tercero, que estos criterios, que ya no eran externos, sino internos, conformaban el índice de la agenda popular, convirtiendo a los intereses de las cúpulas, de cada cúpula, en un trasunto objetivo del interés del pueblo.
5) Compromisos: ¿Cuál es nuestra autoridad? ¿Cuál es la de ellos? ¿Cuáles serían algunos compromisos ilustrativos y bien elaborados? ¿Cuáles serían buenos productos de esta reunión? ¿Cuáles son los mecanismos para cambiar los compromisos en el tiempo? ¿Cuáles son los mecanismos para solucionar controversias? De aquí podríamos extraer varias reflexiones. Pero preferimos centrarnos en la cuestión de la autoridad, que tiene que ver con la legitimidad. Atrincherado en su carga retórica y en el resultado de las encuestas, Podemos se ha instalado en una posición autorreferencial que se otorga legitimidad a sí misma, como en el trilema de Münchhausen, un personaje curioso que afirmaba haber escapado de una ciénaga tirando de su propia coleta (nunca mejor dicho). Y es que a veces, da la impresión de que se pretende legitimar popularmente los argumentos de Podemos en base a que Podemos se identifica con la voluntad popular, de manera que la prueba de validez de los argumentos de Podemos termina siendo que es Podemos quien lo dice. Lamentablemente, en otras ocasiones es IU, pertrechada detrás de una retórica distinta, pero igualmente en conexión privilegiada con los intereses del pueblo, aquí, la clase trabajadora, la que pretende fundamentar la legitimidad de sus argumentos sobre una posición de autoridad. El problema radica en que en ambos casos no se ha logrado escapar a la tentación de la autorreferencialidad, lo que ha impedido investir de autoridad a una fuente externa que permitiera resolver las controversias internas. Ese es el extraordinario papel que le ha tocado jugar a Ada Colau en Barcelona. Su intervención ha sido providencial para el resultado de la confluencia, pero delegar este tipo de papeles en figuras carismáticas nunca constituye una solución definitiva. La única estrategia perdurable para salir de la autorreferencialidad es socializar la fuente de la legitimidad del discurso, lo que implica ampliar los ámbitos de deliberación y decisión más allá de las puertas cerradas de los despachos. La confluencia empezará a funcionar cuando dejemos de hablar del pueblo y la clase trabajadora, porque sea el pueblo y la clase trabajadora quienes se expresen por sí mismos.
6) Relación: ¿Qué relaciones importan? ¿Cómo se encuentra ahora cada una de ellas? ¿Cómo desearíamos que fuera? ¿Qué podemos hacer para salvar la diferencia a bajo costo y riesgo? ¿Por dónde deberíamos empezar? Los anteriores epígrafes nos permiten sintetizar nuestra respuesta a estas preguntas con otras preguntas: ¿Qué importancia se le ha dado a consolidar la relación del movimiento político con el movimiento social? ¿Qué papel han jugado las relaciones internas de cada organización en la determinación de su postura en la confluencia? ¿Realmente se ha priorizado la construcción de una nueva forma de relación popular, o estábamos presenciando más bien una pugna en torno a quién se apropiaba de una forma nueva de representación del pueblo?
7) Comunicación: ¿Qué queremos saber de ellos? ¿Cómo podemos mejorar nuestra manera de escuchar? ¿Qué queremos comunicar? ¿Cuál es la manera más persuasiva de hacerlo? ¿Cuál es nuestra agenda y nuestro plan para la negociación? ¿Qué criterio quisiéramos utilizar en el proceso de negociación? ¿Cómo debemos manejar los inevitables desacuerdos? Ni que decir tiene que la comunicación ha fracasado estrepitosamente. Pero ello es una consecuencia inevitable de cuanto llevamos dicho hasta ahora. La disposición de escucha tenía que brillar por su ausencia a partir del momento donde cada parte ha dado por supuesto que ya lo sabía todo de la otra parte, porque el problema no ha sido la dificultad de responder a la pregunta de qué se quiere comunicar, sino de si realmente se quería comunicar algo. Se ha buscado, en su lugar, la manera más persuasiva de no comunicar nada. Porque todos los indicios apuntan a que la confluencia ha sido más una estrategia impuesta desde fuera de las organizaciones políticas que desde dentro, donde ha primado más la retórica que las buenas obras, siempre lastradas por la preocupación de cómo podría alterar la confluencia al equilibrio de las relaciones internas o a las perspectivas de crecimiento electoral.
Después de una atenta lectura del resto del documento de Patton, solo de forma negativa, en el capítulo de los enfoques arquetípicos, encontramos algo parecido a las estrategias de negociación que han presidido la confluencia, a caballo entre el regateo (o danza de posiciones), el ultimátum y la amenaza. La negociación para solucionar problemas y la creación de un círculo de valor, si bien han irrumpido de cuando en cuando, a la postre, han quedado solapadas por las tres estrategias mencionadas. ¿Y a dónde ha conducido esto? El regateo produce acuerdos arbitrarios, crea una relación de enfrentamiento, y normalmente, abre una dinámica que conduce al desequilibrio. Las amenazas, a veces camufladas de advertencias, solo son capaces de generar una escalada de la controversia. Y no digamos el ultimátum. Cuando uno lee las preguntas que recogen los siete elementos de la negociación, e intenta responderlas a tenor de cómo se ha desarrollado el proceso de la confluencia, es difícil no dejarse llevar por la decepción. Solo Ada Colau, gracias a esa suerte de espada de Alejandro para cortar nudos gordianos que parece haberle otorgado el movimiento social, ha conseguido que la tan ansiada confluencia se dirija a un puerto seguro. Pero nos encontramos todavía ante una situación en ciernes, cuyas implicaciones son demasiado amplias como para darla por zanjada en base a los acontecimientos de última hora. Los cauces de la negociación han sido más líquidos que formales (rara vez los actores se llamaban por su nombre), lo que ha lastrado una definición más adecuada de las responsabilidades y la transparencia de los procedimientos de toma de decisiones. Sacar a la luz todas estas dificultades debería constituir un objetivo importante para todos aquellos que consideran a la confluencia como la mejor forma de hacer frente a la actual crisis social y política. Una conclusión parece imponerse: que el proceso de negociación, bajo la pátina de un asamblearismo radical, se ha desplegado en realidad sobre un escenario bien distinto, mucho más opaco e impermeable a los esfuerzos y aspiraciones de todos aquellas personas que han invertido horas de trabajo y buena voluntad en la construcción de las plataformas por la confluencia. Ellas no son las responsables de la deriva del proceso, sino la solución, de manera que cualquier orientación de futuro deberá pasar por aumentar su empoderamiento para democratizar las estructuras de los partidos y trasladar el control del proceso a su verdadero protagonista, llámese el pueblo, la ciudadanía o la clase trabajadora.
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