La habitabilidad material del mundo es sobre todo una cuestión de confianza. La pugna y la sospecha son siempre secundarios o reactivos; y la economía y la política, que determinan su curso, explotan la credulidad constructiva de una humanidad a la que sorprenden una bombilla fundida y una cañería vacía, pues esperamos ingenuamente que se […]
La habitabilidad material del mundo es sobre todo una cuestión de confianza. La pugna y la sospecha son siempre secundarios o reactivos; y la economía y la política, que determinan su curso, explotan la credulidad constructiva de una humanidad a la que sorprenden una bombilla fundida y una cañería vacía, pues esperamos ingenuamente que se encienda la luz al presionar el interruptor y salga agua al abrir el grifo. Todo se sostiene con una cierta estabilidad, y todo se reproduce con una cierta continuidad, gracias a la ilusión individual de que, mientras nosotros dudamos, el otro sabe lo que se trae entre manos; y de que, si nosotros confeccionamos chapuzas provisionales, nuestro compañero, nuestro vecino, nuestro fontanero, saben bien lo que se hacen. Estamos seguros de que los padres saben cuidar a sus hijos, de que el paseante no nos va a mentir si le preguntamos la hora, de que el médico quiere curarnos, de que el puente no va a caerse, de que la silla va a soportar nuestro peso, de que el picaporte va a ceder a nuestro empuje. Si Gian Battista Vico, el filósofo italiano dieciochesco, tenía razón y «sólo conocemos de verdad lo que nosotros mismos hacemos», hay que admitir que nuestra vida cotidiana consiste -y sólo es posible por ello- en una radical confianza en lo desconocido, en una fe ciega en millones de desconocidos que han levantado nuestras casas, instalado nuestros teléfonos, fabricado nuestros coches, construido nuestras carreteras (y preparado, desde que somos pequeños, nuestras comidas, remendado nuestros vestidos, curado nuestras heridas).
La confianza es lo primero. Y la primera confianza tiene que ver con la naturaleza. Confiamos en que volverá a salir el sol, en que el suelo no desaparecerá bajo nuestros pies, en que el aire llegará a nuestros pulmones, en que las montañas no se vendrán abajo, en que el agua correrá entre los guijarros del torrente.
Puede parecer de entrada paradójico, pero lo contrario de la confianza es la religión, al menos en sus versiones extremas, que son muchas veces laicas. El cristianismo -al igual que el resto de las doctrinas cosmofóbicas- sospecha de las apariencias; es decir, de las cosas que aparecen; es decir, de las cosas que parecen ellas mismas: el mundo es una pantalla donde se proyectan sólo sombras y los objetos que introduce vanidosamente el hombre deben ser disueltos en el único principio constituyente: Dios. Esta primacía mística del «momento constituyente» es compartida por la religión y por el capitalismo y algunas veces ha sido y sigue siendo reivindicada también por la izquierda. El Marx juvenil, por ejemplo, confundía «cosificación» y «fetichismo» y condenaba, como Kohelet y San Jerónimo, los objetos manufacturados mismos como fuente de alienación negativa. Pero no hay nada malo en «alienar», ni siquiera industrialmente, nuestro trabajo vivo; no hay nada malo en que la energía biológica o mental se «cosifique» para convertirse precisamente en «cosa»: una silla, un coche, un puente, una ley, una institución. Una parte de la izquierda, en nombre de la participación, contra la idea de «representación», insiste en el carácter liberador de los procesos inacabados, de las obras en construcción, de las criaturas siempre crudas que hierven y hierven sin terminar nunca de hacerse.
El peligro no es la confianza en lo desconocido, la confianza en los desconocidos. Esa debe seguir siendo la base de un mundo cuya división del trabajo y complejidad tecnológica, con independencia de su orientación económica, nos pone cada vez más a merced de los otros. Entre la arqueología y la biología, está la sociedad, compuesta a partes iguales de cosas hechas y cosas por hacer, de decisiones ya tomadas y decisiones por tomar. La ciencia tiene que estar siempre en construcción; una casa no. La vida -la lucha misma- tiene que estar siempre sin hacer del todo: una camisa o un cuento no. Los científicos más rigurosos confían en los albañiles que han levantado las cuatro paredes de su laboratorio y los revolucionarios más incansables confían en que el guiso que cuecen en el fogón estará preparado antes del triunfo de su causa. No me parece mal que el trabajo vivo de los zapateros se convierta -el más hermoso cuento de hadas- en zapatos; no me parece mal que nuestros zapatos los haga un zapatero y nuestras casas un albañil y nuestras lavadora un obrero especializado. Lo que me parece mal -lo que está mal- es que el zapatero, el albañil y el obrero no sean dueños de sus cuerpos, de sus instrumentos de trabajo, de sus cabezas y, por lo tanto, del tiempo necesario para desconfiar, no de los fontaneros, los electricistas y los mecánicos, sino de las causas de esta privación. No me parece mal que la libertad viva de los ciudadanos -la magia más maravillosa- se convierta en leyes, instituciones y parlamentos. Lo que me parece mal -lo que está mal- es que nuestras leyes no nos defiendan, nuestras instituciones no nos protejan y nuestros parlamentos no nos representen y que, por este motivo, hayamos acabado desconfiando, no de sus secuestradores, sino de la política misma. Y que precisamente por eso hayamos aceptado convertir en una «especialidad» lo que, al contrario de lo que ocurre con las naves y los zapatos y según el reparto que hizo Zeus de los saberes in illo tempore, es la única cosa -la política- que todos podemos conocer y que no debemos dejar en manos de desconocidos.
El capitalismo se reproduce socialmente, en la medida en que todavía es sociedad , gracias a la confianza radical de los humanos en las cosas visibles y en los desconocidos invisibles que las han hecho. Debemos proteger esa confianza para tiempos mejores y protegerla precisamente de una fuerza siempre constituyente, siempre destituyente, que disuelve sin parar todo lo visible, que desacredita y vuelve amenazadores a los desconocidos y que, por eso mismo, cuestiona los fundamentos mismos del mundo y su supervivencia. Hoy -como lo prueba la inútil y agorera cumbre de Copenhague- está a punto de ocurrir lo más increíble: que dejemos de creer no sólo en la hora que marcan nuestros relojes y en las medicinas que prescriben nuestros médicos sino también, más radicalmente aún, en la estabilidad de la tierra, en la seguridad del aire y hasta en la próxima salida del sol.
Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.