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¿Podemos vivir sin convenciones?

Fuentes: Koinonia

El filósofo Ludwig Wittgestein enseñaba que nuestra comunicación no pasa de ser un gran juego de palabras. No hay relación directa entre palabras y cosas. Las palabras son inventadas arbitrariamente. Su sentido es fruto de una convención, todo depende del uso que hacemos de ellas. Y las convenciones se establecen a partir de algo arbitrario. […]

El filósofo Ludwig Wittgestein enseñaba que nuestra comunicación no pasa de ser un gran juego de palabras. No hay relación directa entre palabras y cosas. Las palabras son inventadas arbitrariamente. Su sentido es fruto de una convención, todo depende del uso que hacemos de ellas. Y las convenciones se establecen a partir de algo arbitrario.

En un aula de Munich escuché, hace años, la siguiente historia, que da que pensar. Había un profesor que, tras su jubilación, se aburría mucho porque todo le parecía vulgar y sin gracia. La mesa era siempre la mesa; las sillas, las sillas; la cama, cama; el cuadro, cuadro. ¿Por qué no podría ser diferente? Los brasileños a la casa la llaman casa; los franceses la llaman maison, los alemanes Haus y los ingleses home. Y decidió dar otros nombres a las cosas, ya que en ese campo todo es realmente arbitrario.

Así, a la cama la llamó cuadro; a la mesa, alfombra; a la silla, despertador; al periódico, cama; al espejo, silla; al despertador, álbum de fotografías; al armario, periódico; a la alfombra, armario; al cuadro, mesa, y álbum de fotografías, espejo. De esa manera, el hombre se quedaba bastante tiempo en el cuadro, a las nueve tocaba el álbum de fotografías, se levantaba y se ponía encima del armario para no enfriarse los pies, luego sacaba la ropa del periódico, se vestía, miraba hacia silla en la pared, se sentaba en el despertador junto a la alfombra y hojeaba la silla hasta encontrar la mesa de la hija.

Aquel hombre encontraba todo aquello muy gracioso. Las cosas comenzaron de hecho a cambiar. Se entrenaba todo el día para recordar las significaciones nuevas que daba a las palabras. Todo se llamaba de otra manera. Ya no era un hombre más en pie, y el pie era una mañana y la mañana era un hombre. Y continuó dando significaciones diferentes a las palabras: tocar la campanilla se diría poner, tener frío se diría mirar, estar acostado se diría tocar, estar de pie se diría tener frío, y poner se diría hojear.

La cosa quedó entonces así: para nuestro hombre, el pie siguió bastante tiempo tocando el cuadro, a las nueve puso el álbum de fotografías, el pie tuvo frío y hojeó el armario para no mirar hacia la mañana. Y el jubilado se divertía con las nuevas designaciones que atribuía a las palabras. Hizo tanto que acabó realmente olvidando el lenguaje normal con el que las personas se comunican entre sí.

Cuando conversaba con los otros, tenía que hacer mucho esfuerzo, porque solamente le venían a la mente los sentidos que había dado a las palabras. A su cuadro, los otros lo llamaban cama; a la alfombra, mesa; al despertador, silla; a la cama, periódico, a la mesa, cuadro y al espejo álbum de fotografías.

Se reía mucho cuando oía que las personas decían: «Hoy voy a asistir al juego de apertura de la copa mundial de fútbol», o «qué frío hace hoy»… Se reía porque ya no entendía nada.

Pero lo triste de la historia es que nadie lo entendía, y él tampoco entendía ya a nadie.

Por esa razón, decidió no decir nada más. Se retiró a su casa, y ya sólo hablaba consigo mismo, y se entendía.

Pregunta: ¿Se puede vivir juntos y comunicarnos sin crear convenciones? ¿Hasta qué punto podemos inventar sentidos a nuestro propio capricho?