Cuando se habla de «identidad» en el plano individual hay que hilar fino, no sólo no podemos recordar con detalle nuestra propia biografía personal sino que no pocas veces presentamos ante los demás una identidad funcional o a medida para actuar acorde a los siempre cambiantes e inciertos caprichos de la voluntad que, siempre, siempre […]
Cuando se habla de «identidad» en el plano individual hay que hilar fino, no sólo no podemos recordar con detalle nuestra propia biografía personal sino que no pocas veces presentamos ante los demás una identidad funcional o a medida para actuar acorde a los siempre cambiantes e inciertos caprichos de la voluntad que, siempre, siempre se proyecta hacia adelante y suele hacer, por lo general, poco caso de los mecanicismos históricos. La posibilidad de re-fundar un nuevo sentido, una nueva dirección, es, sin dudarlo, una de las capacidades más creadoras y esperanzadoras a las que se puede agarrar el ser humano en tiempos de incertidumbre. Y sí, siempre son tiempos de incertidumbre, a no ser para profetas y románticos incurables. Así pues, si la propia identidad personal está sujeta a cambios y no puede entenderse como algo trascendente, supra-personal, mecánico, estático, ¿cómo la sacrosanta voluntad político-institucional y la romántica cháchara melancólica que apela a la conservación de la identidad puede seguir teniendo tan fanáticos y poco flexibles defensores y creyentes?
Cuando se habla de identidad, por cierto, suele colarse también en el debate un concepto de esos que yo llamo concepto-bomba. Un concepto, desde luego, poco sujeto a claro consenso semántico entre la comunidad científica de turno. Aquí, en España, sino en casi todos los países del mundo, cada uno pronuncia la palabra cultura cuando quiere, como quiere y para lo que quiere, y al igual que cuando las razones no nos entran por su fundamento y recurrimos a la persuasora fuerza del patriotismo, recurrimos de igual manera a la persuasora fuerza de la cultura -a poder ser, la propia- y santas pascuas. Identidad y cultura, así pues, para los guardianes de las esencias patrias o incluso para aquellos literatos y antropólogos con afán de entomólogos o conservacionistas, van tan unidas como la uña y la carne. Pero eso no es todo. La identidad y la cultura, así como el supuesto deber político-institucional de conservarlas tal y como nos han sido dadas, configuran los cimientos afectivos de «lo propio». El propio estado nos premia como buenos ciudadanos si rendimos pleitesía con nuestra ciega obediencia a la «ley» y no discutimos sus fundamentos éticos o morales. También, por supuesto, tenemos que anclar nuestra sensibilidad a los propios fetiches simbólicos de la «propia» nación, para rematar la cuadratura del círculo.
La unidad político-administrativa en la que contribuímos con nuestros impuestos y se nos recompensa con ello, y los rasgos diferenciales de la cultura a la que pertenecemos, definida ésta por una lengua y una historia que debemos sentir como nuestra y de la que debemos formar parte, así pues, van configurando poco a poco nuestro sentido de comunidad, nuestro sentimiento de pertenencia, nuestro nosotros. Pensamos que podemos prescindir de estos meta-relatos, pero si éstos existen no es por mero arte de birlibirloque teórico, sino porque han formado parte de los sistemas de identificación heredados de nuestros padres. Hay un residuo antropológico y, para bien o para mal, tenemos que lidiar con esas estructuras de identidad heredadas aunque no sirvan para pensar un mundo en el que el contacto inter-cultural es irrefrenable.
Me sorprende también, por cierto, el hecho de que no pocas administraciones de la cosa cultural hagan siempre un apresurado trabajo de arqueología recuperando a algún grupo de hombres gloriosos y cívicamente virtuosos al que no vendría mal tomar como ejemplo para imitar el «destino» que a ellos los movía : algo así como un sutil patriotismo de pandereta en el que la selección cuidadosa del perfil que debería reunir el ciudadano virtuoso, así como su pensar y su sentir, tiene que ir por los mismos raíles por los que iba el pensar y el sentir de aquellos hombres tan injustamente olvidados. Por desgracia, este sutil heroísmo patrio sigue calando todavía en la gente, supongo que por esa atávica necesidad que tenemos de buscar referentes para imitarlos y huir de la angustia e incertidumbre de la existencia
Así pues, ya no sólo tenemos que identificarnos con la lengua y el Estado, sino que además tenemos que buscar inspiración existencial en los individuos, en las personalidades, en los «héroes» de la patria. Patria es el Estado, es la lengua, es, también, la historia política y el ejemplo individual de estos hombres preclaros y políticamente activos que, en el pasado, dieron cierto ejemplo que, supuestamente, no vendría mal «recordar» -del latín re-cordare: pasar de nuevo por el corazón- y tener presente.
Bien, ya no es sólo, pues, el Estado, sino también la lengua y, como siempre, la memoria histórica, contada, como no, desde arriba, lo que debería configurar nuestro sistema de identificación personal, íntimo, subjetivo, y también, al mismo tiempo, colectivo, público, objetivo. El «yo» y el «nosotros» cerrado herméticamente en una identificación, un anclaje supuestamente mecánico y necesario que no se puede poner en duda y del cual no se puede prescindir. Un meta-relato poliédrico, un espíritu de comunidad construido con historiografía, filología y antropología sintética, de laboratorio político, digámoslo así. Un perfecto bálsamo contra la soledad y el vacío anclado en el miedo. Corren malos tiempos y hay que estar muy seguro de «quien se es». El escepticismo, a estas alturas, puede que llegue a ser incluso constitucionalmente prohibido y perseguido, y ya se sabe que el escepticismo más o menos radical puede degenerar en el noble y elegante arte de la crítica a la verdad aceptada por convencionalismo, utilidad o autoridad política, social y científico-académica de la mayoría.
Como colofón, la bandera, y como no, el himno, apelando al espíritu de unidad; así, la educación sentimental para la masa ávida de sentido va asentando poco a poco su fermento en el espíritu de trinchera, el mejor de los alimentos antropológico-afectivos posibles para predisponer a «los nuestros» contra los «otros» o incluso contra el individuo disidente. Es, sin duda, una fantástica aritmética, una infalible gramática del odio aposentada sobre el glorioso e irrefutable espíritu de unidad. Una eficacísima metáfora identitaria construida por el poder. Y hablar de poder, es, fue y quien sabe si seguirá siendo -no soy futurólogo-, reflexionar y analizar los discursos y las prácticas de las élites, las clases dominantes que, en inciertos y contingentes contextos históricos, tratan por todos los medios de perpetuarse a través de las más diversas tácticas de conductismo político. ¿Teoría de la conspiración? No. Evidencia sociológica e histórica irrefutable a lo largo de la historia, a poco que se analice sin prejuicios, con perspectiva de totalidad, casi todos los sistemas sociales conocidos y construidos por el hombre. Recalco. Casi todos.
Con una mirada no necesariamente erudita, pero sí analítica y fría, alejada de nuestra atávica necesidad de sentirnos parte de alguna parte, podemos concluir sin duda que el Estado, la unidad político-administrativa, con su laberíntico entramado burocrático, fue impuesto por la fuerza y no sin precedentes claramente violentos, sangrientos. Sin violencia contra el orden realmente existente en la sociedad feudal, hoy no habría Estado. Así pues, tendríamos que concluir que la «universalidad» bajo la que hablan sus representantes, universalidad meramente discursiva, como a la que apelaba la burguesía liberal en la revolución francesa, necesitó de las bayonetas y la violencia activa contra el orden realmente existente en la propia geografía : y para hacer que el «nuevo orden» sea inexpugnable, hacía falta un ejército para mantenerlo.
Un ejército, por supuesto, que actúe bajo la justificación de obedecer a la «autoridad legal» de quienes detentan el aparato de Estado. El instrumento científico que elabora esa justificación, en el plano discursivo, es la «ciencia» del derecho. La institución física, real, tangible, desde la que se ejerce esa autoridad, son las administraciones y los pasillos del entramado burocrático del Estado, así como el ejército. A día de hoy creo que podemos ya empezar a reflexionar también seriamente sobre el enorme poder persuasivo, poder blando -esto es, no pro-activo, no violento- pero poder, al fin y al cabo, que ejercen los medios de comunicación, las instituciones educativas, la universidad y las instituciones religiosas jerárquica y burocráticamente organizadas, así como el marketing político y la publicidad que reproduce machaconamente los valores funcionales para perpetuar y re-crear las cada vez más insostenibles pautas y demandas de consumo. A mi modo de ver, y aunque no hubiesen seguido rígidamente la ortodoxia metodológica del marxismo, creo que la atenta lectura de los sociólogos de la Escuela de Frankfurt, por ejemplo, podría ayudarnos a hacer más perspicaz, analítica y rigurosamente una buena crítica de la «cultura» -entiendo ésta por un conjunto de ideas que justifican determinadas prácticas, la organicidad entre el decir y el hacer- y del no menos poderoso mercado de la cultura en el capitalismo realmente existente.
Y del Estado, el derecho y la cultura como dominio, me gustaría pasar a la lengua.
Está hoy demostrado que, no sin negación y hasta persecución de la diversidad socio-lingüística real existente en la geografía francesa, no sin esta negación, digo, pudo llegar a ser el francés la lengua oficial de esa maquinaria burocrática parida con la violencia, el Estado. La lengua -hoy instrumento de «identidad» para el nacionalismo epistemológico y lingüístico, que distorsiona todo análisis allí donde mete las narices con sus sucias fauces-, erróneamente asociada a un difuso concepto llamado cultura, no deja de estar libre de las siempre asimétricas relaciones sociales de poder : que el Inglés o el español tengan millones y millones de hablantes no es, desde luego, un azar histórico. Y, todo hay que decirlo, tampoco es un hecho socio-lingüístico empírico-positivo que demuestre su superioridad como lenguas.
Allí donde hubo y hay gran mercado, hay también un poder político-administrativo que gestiona y facilita su expansión sin freno. Allí donde hay poder político-administrativo, hay Estado, y hablar de la o las clases que lo dirigen y se alternan recíprocamente en su mando, aún representando públicamente un conflicto de intereses que a veces ni existe, es necesariamente hablar y tener que hablar y comprender el PODER, el cómo se ejerce, bajo qué filosofía y para qué y sobre quien se ejerce o se quiere ejercer. Y sí, allí donde hay poder hay siempre anhelo de control sobre la sociedad civil y los recursos naturales y humanos que ponen en funcionamiento al gran mercado. Estos recursos, son, por así decirlo, la química, el motor de la economía.
Allí donde hay poder hay voluntad de homogeneización y paranoia, la ciega paranoia, la ciega sensibilidad para lo que yo llamaré aquí las diversidades problemáticas, las identidades problemáticas para el poder que incomodan al ojo homogeneizador de la racionalidad burocrática, impersonal y omnímoda de las administraciones, cegadas por la lógica mercantil del gran mercado al que sirven. La diferencia y la diversidad, para el poder, es siempre bienvenida : es la infantil ceremonia de la confusión, el crisol y el melting-pot de culturas que, tanto puede acomodarse al statu-quo como convertirse en aquello que Manuel Castells denominaba, en el segundo volumen de su famosa trilogía -«El poder de la identidad», volumen 2-, una identidad-proyecto, una identidad pro-activa y políticamente organizada, con demandas y materiales culturales concretos, demandas y materiales culturales que son el fermento del contra-poder que empieza a surgir contra la ciega lógica burocrático-militar y mercantil de la mal llamada globalización neoliberal.
Por puro pragmatismo, los imperios necesitan escoger a una lengua en la que expresar su ciega lógica práctica. Lo que está claro es que es sólo un instrumento a su servicio. Al final, acaba asociándose erróneamente la lengua al ejercicio del poder en sí mismo. La lengua de «ellos». La lengua de ellos, los que niegan y desprecian nuestra periférica y anónima lengua. La lengua de «ellos», que forman parte del otro universo cultural, del otro mundo, un mundo hostil que nos odia y no reconoce nuestra diferencia.
En una macabra y peligrosísima asociación lógica de conceptos que no tienen porque asociarse ni tienen vínculo necesario alguno, y llevados por el furibundo y comprensible rencor del colonizado, se construye una frontera imaginaria en la que se percibe parcial y distorsionadamente a los «otros» como una totalidad cultural plenamente diferente y autosuficiente que niega nuestra identidad. Y sí, es cierto, bajo el furibundo racismo y el miedo a la alteridad que late bajo la macabra cosmovisión de los imperios, es lógico que la necesidad de resistir a su demoníaca mirada totalizadora termine por identificarse exclusivamente con la lengua con la que se resiste a tal mirada. Al final, el resultado de esto es el confundir el acto de resistencia al imperio, como poder económico, cultural y político-administrativo. Confundir ese acto, digo, con la identificación subjetiva con la lengua en la que se pronuncia, colectivamente, un furibundo y necesario NO a la ciega voluntad del imperio por hacer al otro y a los otros a su imagen y semejanza.
Por desgracia, el residuo psicológico y antropológico que dejan años y años de dominio político, económico y cultural llevado al extremo, hasta la más exasperante y ciega crueldad, hasta el punto incluso de aspirar a la aniquilación física del disidente, hasta el extremo de negarle su humanidad, acaba convirtiéndose en desdén y hasta odio por todas aquellas personas que hablan en el idioma en el que la élite del imperio trataba de negar ni más ni menos que el derecho del colonizado a resistir a su afán de dominio. Por desgracia, el rencor del colonizado, que también ciega, no recuerda ya a quienes, en la misma lengua en la que el imperio se pavoneaba de su dominio, expresaban su más vehemente y visceral desprecio por los abusos de una administración borracha de poder, odio y dinero. Aquellos que eran incluso perseguidos por «anti-patriotas» en su propio país por defender un elemental sentido de la justicia y la dignidad humana.
Los daños psicológicos, en un plano colectivo, comunitario, así como las burdas mentiras y distorsiones salidas de la dificultad e imposibilidad para reflexionar, reconocerse y analizar profundamente las cosas en contextos de gran tensión social y ansiedad colectiva. La brutal lógica binaria del «o ellos o nosotros» que produce la incansable máquina de producir odio, confusión y mentira de los imperios, necesita años, décadas, incluso, para recordar sin maniqueísmos y para que los afectados de ambos lados, tantos los que sufrieron en carne viva la tortura y la negación de su dignidad como personas, como los que hicieron todo lo posible por denunciar la brutalidad desde el otro lado, empiecen a verse como lo que realmente eran antes de odiarse : Seres humanos, simplemente seres humanos.