Mis padres nacieron entre polvo, grietas y silencio, en aquella Galicia profunda del tardofranquismo, en familias cuyo asidero vital era el día a día, Dios, o el mero instinto de supervivencia -llámenlo ustedes como quieran-. Mi madre paseaba descalza por caminos de lodo y piedra gastada, persiguiendo, con un palo de madera, la única fuente […]
Mis padres nacieron entre polvo, grietas y silencio, en aquella Galicia profunda del tardofranquismo, en familias cuyo asidero vital era el día a día, Dios, o el mero instinto de supervivencia -llámenlo ustedes como quieran-. Mi madre paseaba descalza por caminos de lodo y piedra gastada, persiguiendo, con un palo de madera, la única fuente de subsistencia de mi abuelo : la vaca, ese tótem sagrado. Su madre falleció en el parto, pero le siguió rápidamente una segunda madre, que falleció también -absurdos de la vida- al caerse de una higuera. A la segunda madre le siguió también una tercera. Mi abuelo, a pesar de sus modales aparentemente rudos y viriles, nunca pudo soportar la soledad. Mi madre no se desanimó; siguió cogiendo la hoz, siguió caminando por pistas de tierra y siguió persiguiendo a sus vacas, con la insólita y misteriosa alegría de quien se acostumbra, sin saberlo, a las adversidades. Aunque lo que hoy llamamos adversidad, en otros tiempos, no dejaba de ser mera costumbre.
Mi padre nació en una humilde familia numerosa del interior. Su padre era una persona ciertamente indiferente y sencilla. Su madre, sin embargo, era una persona excesivamente dramática y piadosa. Excesivamente católica. Lo que hoy se entiende por ser católico creo que no pasaría de una beata y sentimentalista declaración de principios, sin fines prácticos o vitales. Creo que tampoco pasaría de la ignorante beatería de las familias más pudientes. Aquellas que, por desgracia, son las que nos acaban gobernando.
Mi secreta admiración por mi abuela paterna no radica en haber sido católica, sino en haber sido católica practicante y en haber sido más tolerante y comprensiva que muchas mujeres que hoy llamamos «modernas». Su inteligencia nunca consistió en una acumulación aparentemente útil de conocimientos, sino en la sutil capacidad para conocer, intuitivamente, a las personas. A ella no se le ocurriría nunca decir, como a algunos científicos sociales de hoy en día, que no hay empleo porque las leyes naturales del mercado lo impiden. Mas bien diría que no lo hay porque Jesucristo no ha resucitado todavía para tirar de las orejas al ministro de trabajo. Esta es una explicación menos científica, cierto, pero no por ello menos cierta.
Mi abuela paterna siempre tuvo esa innata capacidad para ver lo infinito en lo cotidiano, para dar sentido a todo suceso aparentemente trivial : para la abuela, cocinar no es guisar pavos para llenar el estómago. No. Cocinar es guisar pavos para reunir a tus hijos. Hoy, en nuestros muy esquizofrénicos y modernísimos tiempos, confundimos alarmantemente medios con fines. Ninguno de mis tíos, por cierto, ha tenido vocación religiosa. No les ha hecho falta, pues han tenido siempre los platos de mi abuela, que son el mejor rezo para alcanzar la dicha. No todas las abuelas son santas, pero las hay que, como mi abuela, están muy cerca de serlo, y además, sin pretenderlos. En el fondo, este país, lo que siempre ha necesitado es una inversión de roles : las abuelas deberían administrar el dinero público, para emanciparse de la abnegada pesadez de las tareas culinarias, y ciertos varones de la alta política, deberían dedicarse a freir huevos, para librarnos de sus ideas.
Mi padre siempre ha sido de esas personas cuyo sentido común le ha llevado siempre a cometer verdaderas locuras; se adentró en las profundidades del monte Gallego para rescatar a mi madre de la hoz y las intrascendentes conversaciones con sus vacas. Dicen que lo hizo por amor, y eso, hoy día, es una cordura que muchos locos no están dispuestos a poner en práctica. La idea del rescate, por cierto, no fue muy del agrado de mi abuelo materno, que lo recibió, según dicen, con una escopeta y cara de muy pocos amigos. Pero mi padre, erre que erre, con esa cabezonería que caracteriza a todo hombre vital y sano, se la llevó a casa de su familia y le dio alojamiento.
No tengo ninguna duda de que algunas feministas me acusarían de estar reproduciendo algo así como los reaccionarios códigos del amor romántico. Ese amor en el que la amada está desvalida e indefensa y el amante acude siempre, raudo y veloz, a rescatarla. Siento decepcionarlas, porque no hay nada de idealización romántica en este relato, lo que pasa es que, como estamos muy acostumbrados a querer ser hombres de nuestro tiempo, hombres modernos (sic), no queremos darnos cuenta de que no pocas de nuestras modernísimas ideas no dejan de ser burdas idealizaciones de la desgarradora realidad presente, y cometen la imprudente prepotencia de negar la realidad de tiempos y sucesos pasados. Aún peor, cometen la imprudencia de negar la necesidad de recordar.
Tomar decisiones cuerdas no es tan fácil como parece, siempre hay algún loco que insiste en decirnos que estamos perdiendo la cabeza, lo cual es ciertamente molesto. A mi padre no le bastó con internarse en las faldas del Monte Faro a robarle la hija a un campesino con malas pulgas, poco dinero y escopeta, cuya hija se dedicaba a cuidar vacas, sembrar patatas y rozar tojos de vez en cuando. No, no le bastó con eso : se casó con ella, y con el tiempo, poco después de parirme, emigraron a Suiza. No sé si huyendo de la escopeta de mi abuelo, no sé si a tejer la vida con el sudor de sus manos, no sé si buscando el digno trabajo que aquí no había ni -ciertamente- hay todavía.
Mi infancia en Suiza, a pesar de bipolares transtornos de ida y vuelta, ha ido solidificando, poco a poco, la convicción de que uno puede encontrar razones para sentirse orgulloso, tanto de haber nacido en un país, como de haber llegado a otro. Por supuesto, y sin ningún género de duda, puede encontrarlas también para odiar, no sólo el país de origen, sino también el país de acogida. Además, uno no es de donde ha nacido, sino de donde desea vivir. Yo no escogí vivir en Galicia, nací -cosa distinta- en ella. Tampoco escogí vivir en Suiza, que hasta que se demuestre lo contrario, si los emigrantes no escogen, sus hijos, tampoco. Para mí, Suiza siempre será silencio, tranquilidad y serena felicidad, porque ese suele ser el estado de ánimo de un niño sano. Recuerdo que, poco después de la transición, aún se seguía -y aún se sigue- con la soporífera cantinela del orgullo nacional, mientras yo, en Suiza, maldecía justificadamente al imbécil de mi vecino por su repetida insistencia en amenazarme con sus pistolitas de petardos : él era hijo de una murciana, y creo que, desde aquellas, me he ido convenciendo, serena y profundamente, de que el mundo está lleno de idiotas : el ser Vasco o Polaco no nos justifica moralmente, por mucho que pueda diferenciarnos culturalmente.
La labor pedagógica de toda escuela debe ser fomentar valores humanos, no nacionales. Uno puede admirar a Dostoievsky por ser un gran escritor, pero no por ser ruso. Uno puede admirar la catedral de Burgos por ser gótica, pero no por ser Española. Uno puede deleitarse observando el mar, por ser mar, pero no por ser mar francés. No dudo que buena parte de los hombres que viven y trabajan en esta pequeña canica del universo a la que llamamos tierra… no dudarían en afirmar, con toda la serenidad que Dios da a ciertos locos, que las olas del mar Francés son totalmente diferentes a las del mar Inglés.
Uno puede -y debe- resaltar diferencias, comparando lugares entre sí, pero también puede -y debe- ver similitudes, como si éstas formasen parte de un todo. Supongo que esta forma de pensar me convierte en un loco, a los ojos de ciertos chauvinistas, pero es una locura más sana. No he dudado nunca de ello. La matria es, guste o no guste, el deseo de dignidad y justicia.