George Orwell compite con méritos sobrados entre los grandes escritores del siglo XX, pero su obra alcanza a veces una profundidad y una clarividencia que lo sitúan en la nómina, mucho más selecta, de los profetas que iluminaron las claves de aquel tiempo de tinieblas.
Inevitablemente ninguneado, o vilipendiado, por los que hacen de la historiografía un oficio axiomático y de esquemas prefabricados, su figura se agiganta a medida que ganamos perspectiva sobre una centuria que no encontramos forma mejor de definir que como “orwelliana”, una era marcada por la entronización de la mentira como artilugio supremo al servicio del poder.
Ante tanta lucidez, no podemos dejar de preguntarnos cuáles fueron las experiencias que condicionaron a este autor emblemático. Es por eso que hay que dar la bienvenida a la versión castellana de la biografía que Bernard Crick le dedicó en 1980 y que contiene la aproximación más minuciosa que existe a su vida y su obra. El libro lo publica El Salmón, e incorpora también una “Mínima apología de Orwell” de Alfonso Berardinelli, que sirvió de prólogo a la edición italiana, así como el texto “George Orwell ante sus calumniadores”, que funge de epílogo. La traducción es de Salvador Cobo y Sebastián Miras.
Infancia y estudios en Inglaterra (1903-1921)
Eric Arthur Blair nació en Motihari (Bengala) en 1903. Su padre era un funcionario colonial inglés del Servicio Civil de la India, concretamente del Opium Department, que inspeccionaba la producción y almacenamiento de la droga hasta su exportación a China. Eric fue criado por su madre en Inglaterra, como era costumbre en aquel tiempo. Sus problemas respiratorios comienzan pronto, y es un niño imaginativo, que inventa historias, huye de la gente y ama a los animales. St. Cyprian, la escuela anglicana de monjas en la que estudia interno, con matrícula reducida, hasta los trece años, resulta ser para él una triste experiencia de inferioridad social, acoso e incomunicación, recordada después, de forma un tanto exagerada, en Ay, qué alegrías aquellas (1947), un tratado sobre cómo no debe ser la educación.
Los estudios continúan en Eton, donde Eric va a permanecer becado de los catorce a los dieciocho años. No se lamentará luego demasiado de esta época, pero siempre despreciará el elitismo y culto al dinero del selecto college. No fue un típico alumno, sino un esnob y revolucionario, crítico de oropeles y poderes, que se sentía abocado a un futuro de escritor. Su rendimiento académico fue mediocre, peor que en St. Cyprian, donde solía andar entre los primeros. Tras graduarse, y sin ánimos ni expediente para seguir carrera en Oxford por medio de una beca, Eric opta por ingresar en la Policía imperial, con lo que cumplirá su sueño de regresar a Oriente.
Policía en Birmania (1922-1927)
Eric supera los exámenes del India Office y es destinado a Birmania. Llega a Rangún en noviembre de 1922 y el tren lo lleva a Mandalay, el centro de operaciones de la policía territorial. Sus compañeros lo describen como un joven larguirucho, agradable en el trato pero muy reservado, que prefiere leer a la vida social. Van a ser años de aburrimiento, mientras contempla el despertar del sentimiento nacionalista en el país y él mismo progresa, lenta pero consistentemente ,en su personal rechazo del imperialismo.
Sus experiencias de estos años las reunirá tiempo después en la novela Los días de Birmania (1934), y relatos como Un ahorcamiento (1931) o Matar un elefante (1936), en el que narra cómo se vio en la obligación de sacrificar a un animal aparentemente inofensivo pero que había dado muerte a un hombre; el lance le da ocasión para diseccionar las alienadas relaciones sociales del universo colonial.
En 1927, durante el permiso por sus primeros cinco años de servicio, decide renunciar, sobre todo “porque no me gustaba encarcelar personas por hacer lo que yo mismo hubiera hecho en sus circunstancias”.
Abriéndose camino como escritor (1928-1937)
Los años siguientes, Eric trata de desarrollar una carrera de escritor con escaso éxito, vive en diversas ciudades y sufre penurias económicas; elabora textos que en gran parte acabará desechando y publica sólo unos pocos artículos, en inglés y francés, que firma E. A. Blair. En 1929 padece una grave neumonía en París, y ese mismo año regresa a Inglaterra. Allí continúa escribiendo y logra ver impresos algunos relatos, mientras trabaja como maestro.
Sin blanca en París y Londres (1933) es su primera obra extensa en ver la luz, y para no avergonzar a su familia con sus andanzas de vagabundo decidió usar un nom de plume: George Orwell, elegido por su eufonía. En 1934, sufre otra neumonía y poco después acepta un empleo en Hampstead, en una librería de viejo. En 1935 conoce a Eileen O’Shaughnessy, una psicóloga con la que contraerá matrimonio al año siguiente.
En esta época, aparte de sus trabajos sobre Birmania antes citados, publica otras obras: La hija del reverendo (1935), una novela experimental que acabará repudiando; Que no muera la aspidistra (de 1936 y traducida también como Venciste, Rosemary), semiautobiográfica y en el fondo una reflexión sobre el compromiso literario y contra la omnipotencia del dios-dinero; y El camino a Wigan Pier (1937), reportaje sobre las condiciones de los obreros y mineros en el norte de Inglaterra, seguido de sus ideas personales sobre la lucha de clases, que resultan esenciales para conocer su pensamiento político, cercano en esos momentos al Independent Labour Party.
España (1937)
Eric siente la trascendencia del combate contra el fascismo que en el verano de 1936 se desencadena en nuestra piel de toro, y a finales de ese mismo año viaja a Cataluña. Alistado en las milicias del POUM es enviado al frente de Aragón y después, de permiso en Barcelona, participa en los Hechos de Mayo al lado de los insurrectos. Regresa a las trincheras, pero es herido en la garganta y ha de volver en junio a la ciudad, donde vive los excesos represivos estalinistas contra el POUM. El hecho de que éste sea considerado un partido fascista asquea profundamente a quien ha luchado con sus militantes, codo con codo, en el frente. Al fin, declarado médicamente inútil para el servicio, abandona el país acompañado de su esposa que había acudido a reunirse con él.
Los meses que George Orwell pasó en España resultan imprescindibles para comprender su evolución posterior como intelectual y escritor. Aquí sufrió en su propia carne la venenosa mentira como argumento supremo en los conflictos ideológicos, y comenzó a adivinar los contornos de ese mundo casi irreal de conceptos invertidos y pervertidos que describirá minuciosamente en sus últimas obras y acabará siendo conocido por su nombre.
Guerra mundial y últimos años (1938-1950)
De regreso en Inglaterra, Orwell trabaja en Homenaje a Cataluña (1938), recopilación de sus experiencias y reflexiones sobre la guerra española. Con la salud deteriorada, busca refugio luego en Marruecos, y allí da forma a Subir a por aire, novela publicada en 1939, una crónica corrosiva y cómica de la vida inglesa, rutinaria hasta en una era de desastres.
Con el comienzo de la guerra mundial, aunque es declarado no apto para el servicio, Orwell se las arregla para colaborar con la Guardia Nacional y participa en transmisiones de la BBC, al tiempo que escribe numerosos artículos y reseñas en la prensa. 1945 es el triste año del fallecimiento de Eileen en el quirófano mientras era sometida a una histerectomía, y el de la publicación de Rebelión en la granja, sátira sobre la corrupción de los ideales socialistas en manos de Stalin, con caricaturas de los principales protagonistas de la historia europea en aquel momento. El libro fue rechazado por cuatro editoriales hasta su aceptación por Secker & Warburg.
Finalizada la guerra, Orwell prosigue con sus ensayos y artículos. Es por fin un escritor conocido, pero su salud flaquea y ello le lleva a establecerse en la isla de Jura, en las Hébridas, en 1947. En aquel retiro trabaja en 1984, la gran distopía del siglo XX, que aparece en 1949 y le trae un éxito clamoroso del que va a disfrutar muy poco. En enero del año siguiente, una hemorragia asociada a la tuberculosis que padecía provoca su fallecimiento en el hospital del University College de Londres con cuarenta y seis años de edad.
La lista de Orwell
En abril de 1949, nuestro protagonista, ya muy enfermo, dirige una carta a su amiga personal Celia Kirwan, una atractiva joven a la que cortejaba, cuñada de su también amigo Arthur Koestler y a la sazón funcionaria del Foreing Office. Ella está organizando en ese momento una campaña contra la propaganda estalinista que se desarrolla en Inglaterra, y Orwell, buen conocedor del universo cultural, trata en la misiva de ayudarla en su labor facilitándole nombres de personas que a su juicio estarían gustosas de colaborar en su proyecto. Se ofrece asimismo a entregarle otra lista de intelectuales y artistas a los que considera de ideas próximas a los comunistas y que en su opinión no tiene sentido tantear para que participen en él.
La carta mencionada fue publicada en The Guardian el 11 de julio de 1996, y dio lugar a una furiosa campaña de desprestigio contra nuestro autor, que fue tildado por ella de chivato, traidor y delator. El texto “George Orwell ante sus calumniadores” de las Éditions de l’Encyclopédie des Nuisances (1997), que sirve de epílogo a la biografía reseñada, analiza estas acusaciones y concluye que se trata sólo de insidias y difamaciones sin ninguna consistencia.
¿Fue Orwell un delator? No creo que esta pregunta pueda responderse de forma afirmativa, pero es cierto también que facilitar una lista de cripto-comunistas a una funcionaria del Foreing Office en un momento en que la “caza de brujas” era un horizonte cada vez más claro y había que prever represalias contra cualquiera que “oliera” a comunista, puede considerarse una grave imprudencia. La lista, revelada en 2003, incluía por ejemplo a Charles Chaplin, G. B. Shaw, John Steinbeck, Upton Sinclair u Orson Wells.
No hay que extraer, sin embargo, demasiadas consecuencias de este episodio tardío y confuso. Un año antes de la famosa carta, en marzo de 1948, en otra a George Woodcock, Orwell protestaba enérgicamente contra la proscripción de comunistas emprendida por la administración británica. Es ésta la postura que encaja mejor con toda la trayectoria vital de nuestro hombre.
Orwell al desnudo
Exhaustivo hasta la extenuación, Sir Bernard Crick no perdona detalle en su acercamiento biográfico a George Orwell. Así, sus 555 amplias páginas de densa escritura corren peligro de desanimar a algunos lectores, aunque otros, penetrados de la trascendencia de un hombre que ha marcado como pocos la historia del pensamiento político en el siglo XX, disfrutarán sin duda con la obra. El problema de estos textos tan irreductiblemente académicos es que lo fundamental y lo accesorio acaban confundidos y mezclados en una orgía de detalles que puede fácilmente agotar a los más inquietos.
Su experiencia en España hizo a George Orwell plenamente consciente del desafío que suponían para cualquier ideal emancipador la manipulación del pensamiento y la perversión del lenguaje que se habían instalado en la Rusia soviética en la era de Stalin. Enfrentado al reto de expresar literariamente estas ideas, surgieron sucesivamente una fábula satírica y una novela pesimista y distópica, trabajos que debemos considerar dos intentos de plasmar lo que le obsesionaba, el peligro que corría a su juicio la libertad humana en la era del auge de los totalitarismos.
Es cierto que estas dos obras recibieron un enorme apoyo como armas propagandísticas durante la Guerra Fría, y hay que reconocer que su caricaturización del totalitarismo más obvio ha servido para disculpar otros más sutiles que han acabado prevaleciendo. Sin embargo, más allá de esto, resulta indudable que estos textos permanecen vivos y preciosos como ejemplos paradigmáticos del uso torticero de los relatos y los discursos ideológicos, y son aplicables con provecho a la disección de cualquier poder.
Especialmente, el universo distópico de 1984 no deja de conmovernos e inquietarnos, con su argumentario sobre la potencialidad del lenguaje para manipular la conciencia. El hecho de que esta obra haya regalado a todos los idiomas términos tan esclarecedores como: “Gran Hermano”, “policía del pensamiento”, “crimen de pensamiento”, “neolengua” o “dos minutos de odio”, es una buena prueba de esta trascendencia.
Escritor sencillo en un tiempo de vacuas sofisticaciones y alardes, Orwell sacó provecho literario de su propia experiencia cuando comprendió que su aportación sólo podría ser la transformación de la escritura política en un arte. Éste fue el desafío que lo llevó a iluminar como pocos las miserias del siglo que le tocó vivir.
Blog del autor: http://www.jesusaller.com/