En un acontecimiento a mi parecer inusitado, Luis Valdez, autor de obras como Zoot Suit, Soldado Raso, Bernabé o El venado momificado, compartió foro con personajes tan diversos de la autonombrada «comunidad teatral» que actualmente están al frente de proyectos tal vez irreconciliables: Enrique Cisneros, mejor conocido como «El Llanero Solitito» (hoy «Solidario»), subcomandante barbado […]
En un acontecimiento a mi parecer inusitado, Luis Valdez, autor de obras como Zoot Suit, Soldado Raso, Bernabé o El venado momificado, compartió foro con personajes tan diversos de la autonombrada «comunidad teatral» que actualmente están al frente de proyectos tal vez irreconciliables: Enrique Cisneros, mejor conocido como «El Llanero Solitito» (hoy «Solidario»), subcomandante barbado del Centro Libre de Experimentación Teatral y Artística, CLETA; Mariano Leyva, patriarca del otrora contestatario grupo de teatro Mascarones, famoso también entre los círculos de mexikatiauis que pululan, entre otros sitios, la Universidad Anauak de Ocotepec, Morelos; Lourdes Pérez Gay, directora de Marionetas de la Esquina y dama predilecta de los presupuestos en materia teatral del sexenio carrilloleista, de tan triste y salinista memoria; Rodolfo Obregón, director en turno del, para algunos, más rimbombante que nada Centro Nacional de Investigación Teatral «Rodolfo Usigli», o Antonio Crestani, actual director del noemilenarista Centro Universitario de Teatro de la UNAM.
Sin embargo, a treinta años de que Luis Valdez pisara suelo mexicano por última vez desde su participación en el V Festival de los Teatros Chicanos – I Latinoamericano, una mejor manera para presentarlo quizás sea dando una probadita de la vigencia del discurso estético y político de su quehacer teatral. Cuando hace más de un lustro nos preparábamos para llevar Las dos caras del patroncito, primero a tierras chiapanecas y luego al Segundo Encuentro de Teatro Comunitario de la Región de los Volcanes, Lalo «El Guajolote», amigo de Luis Valdez desde 1970, ex mascarón y co-fundador del Grupo Cultural Zero, nos contaba cómo llegaban los actores de Teatro Campesino a bordo de unas trocas para irrumpir a media jornada la pizca con los ahora famosos Actos, de los cuales formaba parte Las dos caras…, antes que la tira o los pistoleros del patrón llegaran a arrestarlos por revoltosos y a golpear a aquellos que hubieran dejado de lado la labor para ser parte de lo que pronto se convirtió en un movimiento sin precedentes.
La escenografía era prácticamente nula y todo dependía del trabajo del actor, apoyado en su vibración corporal y la del puñado de instrumentos con que se acompañara. Había ocasiones, decía Lalo, que ni siquiera podía oírse lo que los actores dialogaban; pero el cuerpo y el manejo de las máscaras, redondeado con aquellos carteles que colgando del cuello decían «patroncito», «contratista» o «migra», lo decían todo, o casi. No tardamos en comprobarlo. La tarde que en medio de la cancha de básquetbol del entonces Aguascalientes 2 zapatista, el de Oventik, fuimos soltando una a una las palabras escritas en colectivo por Teatro Campesino y puestas en orden por Luis Valdez, los rostros tzotziles cubiertos en su mayoría por paliacates se fueron, también uno a uno, iluminando; no importaba que nosotros habláramos en una castilla que poco o nada les decía, el lenguaje era tan claro que fue imposible que no se identificaran con el campesino y aguantarse la carcajada cuando, con la máscara del patroncito, le ordena a Charly, el migra, que se lleve preso al verdadero patroncito después de darle una cucharada de su propio chocolate.
Es así, hombro con hombro de las luchas populares y los movimientos sociales, como imagino a Luis Valdez y a su teatro; no junto a tanto adulador que, con motivo de su homenaje en Puebla, habla de aquellos sesentayocheros años mozos, pero guarda silencio y cierra los ojos para tomar el dinero que les ofrecen «los dueños del poder» a cambio de perder su dignidad y la memoria.
Por supuesto que no lo digo por todos. Me dio gusto ver a Toño Crestani y Enrique Cisneros, representantes de dos maneras radicalmente opuestas de hacer teatro en este país; lo mismo que a José Manuel «El Topo», Fernando «El Fantasma» y Lalo «El Guajolote», mascaroneros y zeros que mantienen en alto su apuesta por el teatro popular sin perder de vista que el teatro, antes que nada, es eso: teatro, y que ello lleva a cuidarse de no caer en ideologizaciones que sirvan de pretexto para cubrir carencias profesionales. A todos ellos los aprecio y admiro. No podría decir lo mismo de quienes se visten de indigenistas o teatreros independientes tras haber vivido bajo el abrigo gubernamental de regímenes autoritarios y represivos, como Leyva y Pérez Gay. Pero, bueno, en tiempos de «democracia electoral» todo mundo, como dijera El Sup se corre al centro.
En fin, la visita a tierras mexicanas de Luis Valdez, amén de las comidas con unas cuantas vacas sagradas de la «comunidad teatral» (nótese el entrecomillado), sucede en un momento en el que todos los sectores de la sociedad hemos sido convocados, querámoslo o no, a definirnos de cara a un proceso político que se vislumbra de grandes proporciones, lo mismo en el plano electorero que en el de la participación ciudadana en el más amplio de sus sentidos. Es allí donde cabe como anillo al dedo que un hombre de teatro nos recuerde que para no vendernos, para no rendirnos, se necesitan cuatro cosas: disciplina en el trabajo, excelencia artística, educación vibrante e independencia económica.