A casi diez años de las revueltas que tuvieron lugar en Argentina, principalmente en la ciudad de Buenos Aires y en el conurbano, nos topamos con las acampadas en distintas ciudades del territorio español. La asociación ente ambas experiencias parece por momentos evidente y por momentos rebuscada. Según se lean las similitudes o las diferencias […]
A casi diez años de las revueltas que tuvieron lugar en Argentina, principalmente en la ciudad de Buenos Aires y en el conurbano, nos topamos con las acampadas en distintas ciudades del territorio español. La asociación ente ambas experiencias parece por momentos evidente y por momentos rebuscada. Según se lean las similitudes o las diferencias podrían decirse muchas cosas.
Entre tantos hilos posibles, encuentro que existe una resonancia muy significativa entre ambas experiencias. No estoy nombrando una causalidad, sino una reverberación. En diciembre de 2001 había trazos de Cochabamba, de Seattle y de Génova que, más que antecedentes, eran algo así como nodos de una onda sonora que se amplifica con la reverberación. Ya la experiencia zapatista había vuelto a poner en discusión las ideas emancipativas que parecían muertas luego del avance mundial del neoliberalismo como patrón cultural hegemónico de la posmodernidad.
Ahora en las acampadas resuenan todas estas experiencias de ruptura. La primera lectura más o menos generalizada, en el seno de las organizaciones de carácter emancipativo, e incluso en tantas opiniones de café, es que todo terminará en la nada. «Como en 2001», se repite una y otra vez. Encuentro dos formas generalizadas de referirse a 2001: como un fracaso, o como una crisis. Sin embargo, somos varios los que sostenemos que allí ocurrió otra cosa, otra cosa que se ubica en el punto ciego de las miradas tradicionales de las políticas hegemónicas y revolucionarias, otra cosa que no sólo no terminó en nada, sino que aún no terminó. Esto recién empieza.
De modo que quisiera repasar algunos puntos que son claves para repensar aquella experiencia, y que bien pueden aportar al pensamiento de las experiencias actuales.
1- Pedirle peras al olmo.
En estos momentos se promociona, casi publicitariamente, la revuelta española como una Spanish Revolution. Se discute acerca de los alcances que esta «revolución» pudiera tener, cuánto habrá de cambiar las condiciones materiales de la sociedad, qué tan burgueses son sus adherentes, cómo convertir el proceso en un proceso «verdaderamente revolucionario». Lo mismo se discutía de aquél fenomenal «Que se vayan todos«.
Y entonces aparecen las primeras profecías autocumplidas del fracaso. Entre el principio de deseo y el principio de realidad, la ansiedad suele producir fracasos. En otras palabras, más que evaluarse las situaciones desde dentro, desde las potencias que se despliegan efectivamente en la situación, se hacen evaluaciones trascendentes con la pretensión de alcanzar de forma inmediata sueños teleológicos, aspiraciones enlazadas con fines de última instancia, con «posiciones de máxima».
Si alguien creía que las asambleas de los años 2002 y 2003 iban a constituirse como órganos de gestión social, política o económica, capaces de desplazar la estructura política del Estado, seguramente se habrá decepcionado. Pero el punto es preguntarse hasta dónde cabía semejante pretensión. ¿En función de qué argumentos, de qué observaciones, podía decirse tal cosa? Como contraparte, se leía la pura agregación de motivos, ordenados todos en descontentos individuales más o menos mezquinos, asociados a intereses económicos pequeñoburgueses. Por un lado, la excesiva pretensión del deseo. Por otro la reducción pragmática a las determinaciones materiales según intereses constituidos, propios de la estructura inmediatamente anterior al estallido de la revuelta. Pero en ningún caso (o casi en ninguno) se observa el aspecto político del asunto, lo que tuvo de disrupción frente a la política del momento.
Y es que la experiencia de 2001, tanto como la de estos días en España, como las anteriores ya citadas, fueron experiencias políticas, no económicas ni sociales. No es que no hubiera ni haya aspectos económicos y sociales. Tampoco digo que no puedan evaluarse ciertos factores económicos o sociales como disparadores de semejantes experiencias. Pero hay algo que cambia, hay algo nuevo, y la novedad, precisamente, es política.
¿Qué es lo que hace que, frente a situaciones de conflictividad social, con los argumentos que sea, se tome una u otra posición? ¿Por qué se sale a la calle o no se sale? Y, sobre todo, ¿por qué se sale de una forma o de otra?
Se puede responder a las primeras dos preguntas dando preeminencia a las fallas gubernamentales y a la intensidad de los conflictos (lo cual llamaré el paradigma de la crisis), o incluso al trabajo sostenido de las militancias emancipativas en los tiempos inmediatos anteriores (lo cual llamaré el paradigma del fracaso). Pero la tercera pregunta no tiene respuesta posible con las herramientas previas de la situación de que se trate, salvo que se pretenda oscurecer las novedades que surgen, ahí donde surgen, suponiendo que deberían surgir en el abstracto de las doctrinas trascendentales de la filosofía política.
La dinámica al interior de todos los casos nombrados, están atravesadas por discursos y prácticas que marcan el aspecto fundamental de lo que ocurre, marcan la diferencia de lo que ocurre respecto de lo que otras veces ha ocurrido y respecto, sobre todo, de lo que podía esperarse que ocurra antes de que ocurra. Voy a listar cinco aspectos que se me hacen los más relevantes al respecto, y que encuentro coincidentes tanto en el caso de 2001 como en el de ahora (posiblemente extensibles también a los anteriores):
1- prácticas horizontales descomponiendo patrones de representación política («ni sindicatos ni partidos»),
2- aspectos ciertamente igualitarios (todos hablando en nombre propio y cualquiera pudiendo hablar),
3- dinámicas solidarias y autogestionarias, administrando colectivamente los esfuerzos y la satisfacción de las necesidades,
4- apelación a la construcción de espacios colectivos a partir de las diferencias existentes, esto es, rechazo de las hegemonías igualizantes en la búsqueda de una igualdad a partir de las diferencias,
5- ocupación concreta y efectiva de espacios públicos, es decir, de los espacios que simbolizan la existencia de un sujeto colectivo presente y no representado («uso público del espacio público», se decía no hace tanto en Tigre, cerca de Buenos Aires, o «la calle es nuestra», como marca de la intervención comunicacional, mayoritariamente artística, en las calles)
Como cabe esperar de cualquier movilización popular, ambos procesos han sido habitados por contradicciones a veces exasperantes. Que gritos como el «Que se vayan todos» soporte sentidos como la petición de un recambio de autoridades que sean más representativas de la opinión pública, puede enloquecer a cualquiera. Lo mismo ocurre cuando la ruptura con el orden representativo a través de la presentación de las personas en los espacios públicos, rechazando cualquier intermediación institucional, se hace en nombre de más y mejor representatividad. Consignas inmediatamente anteriores, como el «no les votes», resultan ser estratagemas para trasladar la acumulación del bipartidismo a estructuras representativas menores. Y es que la potencia no garantiza un efecto, ni mucho menos puede interpretarse una acción libre y colectiva (esto es, una acción popular sin dirigencias ni conducciones) como si se tratase de una operación estrictamente racional. Se trata de movimientos habitados por inconsistencias, por contradicciones y por una multiplicidad de motivos diferentes, de estímulos diferentes, de prospectivas diferentes, que confluyen en acciones comunes. Por eso es que de nada sirve analizar los motivos o los anhelos, sino que el enfoque debe centrarse en los fenómenos y en lo que tengan de potentes frente al actual orden de las cosas.
2- La crisis como causa
El proceso de restauración de las políticas representativas a partir de 2002 en Argentina, consistió en un par de estrategias destinadas a estructurar las asambleas e incluirlas en los esquemas anteriores a su existencia, de forma tal que lo que hubo de novedad desaparezca progresivamente. Por eso cabe decir que tanto la intervención de organizaciones como la Corriente Clasista y Combativa, el Polo Obrero, la Federación Tierra y Vivienda, Barrios de Pie, Movimiento libres del Sur, etc, accionaron reactivamente, operaron en contra de la ruptura que efectivamente se había producido, ya sea para apropiarse de aquél proceso, para sacar algún provecho de él, para detenerlo o simplemente por creer que la institucionalización de las asambleas sería efectiva para alguna acción política trascendente, luego de asumir que tal trascendencia es útil y necesaria para las transformaciones sociales y políticas.
En cualquier caso, la reacción restauradora acabó siendo protagonizada y claramente capitalizada por la confluencia de sectores políticos y económicos que conformaron lo que cabe nombrar como kirchnerismo. Esta restauración consiste en retrotraer los análisis y discursos políticos al momento anterior de la ruptura, y nada mejor para eso que interpretar esa ruptura como una crisis. Desde el punto de vista de una crisis, solamente cabe esperar la variación de ciertos factores en el seno de una continuidad. Es decir que no se remite a algo que se rompe, a la inscripción de una novedad suficientemente radical como para operar un cambio, sino a la falla de un sistema o de una estructura que hay que subsanar en su defensa. La crisis, cuando es superada, fortalece, y cuando no es superada ya no es una crisis, sino un cambio.
De modo que nombrar el proceso de 2001 como una crisis es ocultar cualquier novedad que haya aparecido en aquél momento. Lo mismo ocurre ahora, cuando se identifica la revuelta española con una crisis del sistema político y económico. De hecho, siendo que efectivamente pueden nombrarse como detonadores los conflictos económicos y políticos, tanto en 2001 como ahora, se concentran los análisis en los detonantes para no mirar en qué detonó, es decir, cuáles fueron y son las formas en las que se accionó a partir de esos detonantes.
Una marca muy característica en Argentina, es la campaña del gobierno del kirchnerismo en general, que sostiene que a partir de la gestión kirchnerista se produjo una «reconciliación del pueblo con la política» y «una creciente movilización de la juventud». Esta campaña consiste en apropiarse de la movilización popular (nombrada como efecto de la crisis económica) y de la política misma, como si no hubiera otra política que la representativa, y como si pudiera llamarse política a la gestión administrativa de intereses económicos y sociales. Cuando se sostiene que «la juventud» (primera operación representativa) antes gritaba que se vayan todos y ahora milita en política, se está exponiendo muy claramente la estrategia y el posicionamiento reaccionario (podríamos decir oscuro) del progresismo kirchnerista. Lo que se dice es: 1- la juventud existe como un todo propietario de saberes, voluntades y acciones, 2- el grito que se vayan todos es un grito de frustración que aleja a quienes gritan de la política, 3- la política es la gestión de intereses constituidos y no existe ni puede existir otra política, 4- la única acción política consiste en asumir la representación de partidos, dirigentes y conductores, 5- el desorden producido por la crisis de 2001 reclamaba el orden del Estado administrado por un buen gobierno (esto es, un gobierno representativo del pueblo y de la identidad nacional).
De modo que el progresismo kirchnerista, como corresponde a los corporativismos nacionalistas, viene a decirnos que nuestra acción política consistente en rechazar la representación haciéndonos presentes y buscando (con mayor o menor éxito) formas propias para la toma de decisiones colectivas, nunca existió. Viene a decirnos que la ruptura del marasmo sumiso de la década de los 90 la generó un gobierno que supo conducir la voluntad general. Viene a decirnos que nuestro destino es ser corderos de un rebaño dirigido por políticas de Estado. Viene a decirnos que los jóvenes eran estúpidos, pero que gracias a ellos ahora son peronistas. Viene a decirnos, por fin, que antes fuimos objeto de la crisis, y ahora somos objeto de la gubernamentalidad y, encima, que eso es bueno. Esto es lo que se llama construcción de realidad desde la hegemonía del Estado, a través de todos sus Medios de Formación de masas, como bien nombrara García Calvo a los mal llamados medios de comunicación. Este es el discurso hegemónico de la «crisis de 2001», en el que todo se reduce a que los intereses económicos de la nación fueron afectados por al mal desempeño de los dirigentes, de la «clase política». ¿Acaso no es lo mismo que se dice de la revuelta española? No solamente ha sido efectivo ese discurso en Argentina, sino que ha llegado al punto de constituir la principal contradicción de las acampadas.
Si consideramos que las revueltas han sido producidas por la crisis, un breve análisis sintáctico nos muestra a las claras que el sujeto activo de la situación se halla del lado de la estructura social. Es como pensar que todos los goles son culpa del arquero. Es evidente que este mecanismo solamente sirve para oscurecer cualquier aparición posible de un sujeto colectivo. Según se esté posicionado ideológicamente en una posición o en otra, existirán deseos relacionados con revolucionar la sociedad, con reformarla o conservarla, pero en cualquier caso se estará mirando más a los propios anhelos que a las acciones que dinamizan las situación. Lo cierto es que si algo puede ocurrir en términos disruptivos, será necesariamente inexplicable según las condiciones previas a su aparecer, es decir, según las herramientas propias de aquello que se rompe.
Desde las miradas emancipativas, tenemos que asumir que nuestras propias categorías también serán posiblemente estériles para abordar ciertos procesos disruptivos y, sobre todo, tenemos que asumir que no toda ruptura vendrá en la dirección que soñamos, ni tendrá necesariamente por argumento y motor lo que estamos queriendo construir. Esto no implica que la ruptura no exista, ni mucho menos que no podamos recoger de ella, cuando aparece, los aspectos que hallemos positivos. Pero el punto más interesante es que en la lectura que hagamos de un proceso vivo estaremos inscribiendo en él un factor condicionante. Si apremiados por anhelos revolucionarios, o asustados por voluntades conservadoras, volcamos el contenido de nuestra anterioridad en análisis tendientes a interpelar una situación específica como si fuera un caso de las situaciones generales, como si cada revuelta fuera un caso de todas las revueltas, estaremos conspirando en arruinar lo que pueda haber de novedad.
3- La potencia de las miradas
Tenemos dos formas de abordar estos procesos: desde la propia situación en la que ocurren y desde la forma en que ocurren, o desde la exterioridad de anhelos y doctrinas y desde la anterioridad que establece pretensiones y necesidades. El primer camino nos llevará a indagar la potencia disruptiva de estos procesos tal y como son frente a las condiciones en las que ocurren. El segundo nos llevará por los paradigmas del fracaso y de la crisis.
Ahora mismo en España hay un movimiento que, plagado de contradicciones, consiste fundamentalmente en un cuestionamiento en acto de la representación tal y como estaba operando hasta ahora. Los aspectos que enumeré más arriba dan cuenta de una mirada válida y necesaria, y que viene a sostener la potencia disruptiva que tiene tal presentación. Si pensamos en 2001, veremos que aquellas revueltas y asambleas han dejado huellas, y que las huellas dependen en todo de cómo las indaguemos, y, principalmente, de cómo las sostengamos. Otra forma de plantear lo mismo es: de las múltiples huellas que el fenómeno social que nombramos «diciembre 2001» ha dejado como consecuencia de su aparecer, habremos de sostener las que reconocemos como propias y las que sean social, política, o económicamente productivas. Según nos posicionemos de una o de otra manera frente a esas huellas, habremos de asumir posiciones emancipativas, reactivas o reaccionarias.
Quienes piensan que en 2001 debía haber una revolución social, sostienen el fracaso. Quienes piensan que en 2001 existió el peligro de la descomposición social y la transformación del sistema, sostienen la crisis. Quienes pensamos que en 2001 ocurrió la presentación de los comunes por fuera de las políticas de representación, sostenemos la ruptura. Pienso que esta última posición es la que resulta claramente emancipativa, en tanto que nos habilita a persistir en aquella ruptura cada vez, y que nos permite advertir la resonancia productiva en fenómenos aparentemente inconexos o estériles.
Hoy por hoy podemos advertir una secuencia que va dando forma a las novedades políticas del cambio de siglo. No hay razón para pensar que 2001 ya pasó. 2001 es el nombre que damos, al menos algunos por acá, para esta novedad que aparece, para esta secuencia que nadie puede decir que haya terminado. Hasta ahora 2001 no hizo más que comenzar. 2001 no es una fecha, es un nombre, y eso que nombra es la reverberación de acontecimientos políticos que confluyen en dar cuerpo a la ruptura de una lógica política, que es la lógica de la representación. 2001 es el nombre de un vacío que no deja de aparecer, y que como tal dice más de la estructura que se rompe que de lo que habremos de hacer con eso. Cuando aparece ese vacío, ese no-lugar que en lo político se instala como sitio al que nada de lo existente pertenece, habremos de decidir cómo haremos nuestra realidad, y habremos de posicionarnos ya sea sosteniendo la ruptura o reaccionando contra ella. Negar el aparecer de este vacío, en nombre de la esterilidad y del fracaso, o en nombre de la crisis, es, aunque nos pese, decidir que todo siga como estaba.
Las contradicciones de la revuelta en España, principalmente la más contundente, esa que consiste en romper la representación en nombre de la representación, no debe confundirnos a la hora de pensar lo que ocurre. Digo que no debe confundirnos porque lo que ocurre, en tanto ruptura, es un exceso que excede, incluso, las proclamas producidas en su seno. Es lo mismo que pasó con la consigna «que se vayan todos». Lo que importa no es tanto la dirección que tiene el bote, o la que se dice que tiene, sino más bien el efecto que produce en el río su andar, y las huellas que en la orilla dejan las olas a su paso. De otra manera estaríamos esperando que una realidad soñada aparezca un día de buenas a primeras, colectando una voluntad social a partir de una minoría militante.
Quienes perseveramos en pensar la sociedad para cambiarla de cuajo, quienes perseveramos en la idea del comunismo anárquico, no podemos pretender, en la plenitud de la sociedad democrática y capitalista que habitamos, ser otra cosa que una minoría. No estamos en la España del 36. Ni siquiera en la Argentina de los años 20. Estamos en un mundo en el que ciertos rasgos de rebelión aparecen en cada ruptura que ocurre frente a los lazos sociales vigentes. Si despreciamos lo que se rompe por suponer que debería romperse otra cosa, estaríamos dejando pasar los acontecimientos que advienen en aquellos sitios donde la estructura social aparece inconsistente, mientras que lo emancipativo consiste, al contrario, en profundizar cada ruptura según las ideas sociales, políticas y económicas que soportan nuestro hacer emancipativo.
2001 no fue un fracaso porque no era una revolución. 2001 es cada nueva ruptura que podamos hacer sosteniendo sus huellas en la búsqueda de una política de la presentación, una otra política sin Estado, una política del simpoder
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