Recomiendo:
0

¿Por qué Juan de Mairena?

Fuentes: Rebelión

Creo que pocos libros me han enseñado a pensar tan profunda y radicalmente como «Juan de Mairena»; decía Montalbán que Mairena era quizás el más liberal de todos los liberales que hubo nunca en este tragicómico país, en donde discrepar sobre todas aquellas bobadas que suelen metérsele en la cabeza a la masa y a […]

Creo que pocos libros me han enseñado a pensar tan profunda y radicalmente como «Juan de Mairena»; decía Montalbán que Mairena era quizás el más liberal de todos los liberales que hubo nunca en este tragicómico país, en donde discrepar sobre todas aquellas bobadas que suelen metérsele en la cabeza a la masa y a sus representantes políticos es y seguirá siendo considerado como un síntoma de arrogancia o prepotencia, cuando no de locura. Los borregos son y serán así toda su vida: cuando balan y ríen juntos cogen mucha fuerza, y si alguna oveja negra decide pensar y decidir por sí misma, sentirán aún más placer en ridiculizarla. El miedo y la ignorancia, que suelen ir de la mano, no perdonan a la apertura mental y a la falta de certezas o verdades opiáceas. Tanto en nuestra vida cotidiana como a altas esferas. Tanto en anónimas pero reales historias cotidianas como en públicas manifestaciones de principios, el loco es y seguirá siendo aquel o aquellos que no barren hacia el sol que más calienta. La psiquiatría tranquiliza mucho a aquellos individuos demasiado seguros de su propia cordura, por eso el loco nunca será escuchado por el mero hecho de haberse ganado, por unánime y unilateral consenso, y sin juicios previo, la etiqueta de «loco»; y así, por arte del birlibirloque y el consenso semántico aceptado en masa, el loco de turno y sus sólidas razones suelen quedar casi siempre relegadas al cajón de las verdades que conforman el culo y la trastienda de una sociedad hipócrita, incapaz de reírse de sí misma y de las medias-verdades que considera como sagradas e insustituibles.

En «Juan de Mairena» hay, ¿empezamos? : Una profunda crítica a quienes creen verdadero aquello que les reporta alguna utilidad : «por eso hay tantos hombres capaces de comulgar con ruedas de molino». Un muy erótico y vivificante elogio de la blasfemia : «la blasfemia forma parte de la religión popular. Desconfiad de un pueblo donde no se blasfema», «prohibir la blasfemia con leyes punitivas, más o menos severas, es envenenar el corazón del pueblo, obligándole a ser insincero en su diálogo con la divinidad». Una crítica de la hiper-especialización del conocimiento en nuestras obsoletas universidades : «cuando el saber se especializa, crece el volumen total de la cultura. Esta es la ilusión y el consuelo de los especialistas. !Lo que sabemos entre todos!. !Oh, eso es lo que no sabe nadie!». Una sanísima reivindicación del escepticismo no dogmático, «la gracia del escéptico consiste en que los argumentos no le convencen. Tampoco pretende él convencer a nadie». Un no menos sanísimo choteo de la paranoia futurista y de la idea de progreso en las autodenominadas izquierdas : «nuestros políticos llamados de izquierdas, un tanto frívolos, rara vez calculan cuando disparan sus fusiles de retórica futurista, el retroceso de las culatas, que suele ser, aunque parezca extraño, más violento que el tiro». Una perspicaz y sabia intuición sobre la desventaja con la que parte la política concebida como proyecto y no como larvado oportunismo : «claro es que en el campo de la acción política, el más superficial y aparente, sólo triunfa quien pone la vela donde sopla el aire; jamás quien pretende que sople el aire donde pone la vela». Otra no menos afortunada reflexión sobre las modas en el mundo de la in-cultura: «en política, como en arte, los novedosos apedrean a los originales». Una crítica al reformismo por el mero gusto del reformismo. Un desprecio del espíritu de gravedad y del lirismo forzado : la prosa no debe escribirse demasiado en serio. Cuando en ella se olvida el humor -bueno o malo- se da en el ridículo de una oratoria extemporánea, o en esa que llaman prosa lírica, tan empalagosa. Una crítica de la crítica destructiva : «-¿podría usted resumir lo dicho en pocas palabras?-, -que no conviene confundir la crítica con las malas tripas-«. Un desprecio del esnobismo intelectual : «desconfiad de los autodidactos, sobre todo cuando se jactan de serlo». Un sentido del humor a prueba de bomba, que desmitifica incluso esa tendencia a engrandecer, en occidente, a los «grandes hombres» del pensamiento : «la costumbre de Sócrates de echarse a la calle y de conversar en la plaza con el primero que topaba, revela muy a las claras al pobre hombre que huye de su casa, harto de sufrir la superioridad intelectual de su señora». Un desprecio de la autosuficiencia intelectual, incapaz de arriesgarse o de apostar por algo : «Los hombres que están de vuelta en todas las cosas son los que no han ido nunca a ninguna parte. Porque ya es mucho ir; volver !nadie ha vuelto!». Una advertencia sobre el deseo de aplauso y fama : «huid de escenarios, púlpitos, plataformas y pedestales. Nunca perdáis contacto con el suelo; porque sólo así tendréis una idea exacta de vuestra estatura». Una honesta apelación a la docencia como un aprender caminar solito : «Para los tiempos que vienen, no soy yo el maestro que debéis elegir, porque de mí sólo aprenderéis lo que tal vez os convenga ignorar toda la vida: a desconfiar de vosotros mismos». Una crítica de la estética como ética : «a la ética por la estética, decía Juan de Mairena, adelantándose a un ilustre paisano suyo».

Y así hasta el infinito, creo que podría pasarme unas dos horas delante del libro y no terminaría de encontrar verdaderas joyas para estimular el cerebrito y el corazón, esos dos órganos que, últimamente, en pleno estado de by-pass senti-pensante, no suelen entrenarse demasiado. Este país es así, y me atrevería a decir que el resto también, en mayor o menor grado: a los que piensan sin medida o en serio, se les suele llamar locos o incluso «intelectuales», como si hubiese que sentirse culpable de hacer precisamente eso: usar el cerebro, desoxidarlo, engrasarlo. A los que sienten de verdad el estado de decrepitud moral y ética en el mundo de la in-cultura y en las instituciones políticas, como mínimo, se les llama susceptibles. El caso es permanecer en el nivel de populista estupidez de los políticos «full-time» y de los millones de ciudadanos-consumidores que les votan sin haberse leído ni su programa, sin haber reflexionado sobre la contradicción entre las promesas que fueron aplaudidas en masa hace años y los hechos concretos del presente inmediato, sin reflexionar sobre sus verdaderos intereses inmediatos y los «intereses» que las fábricas de opinión pública les venden. Pensar sí, pero por la línea y las pautas socialmente aceptadas. Sentir y enfadarse, también, pero sólo para consolarse de vez en cuando con que no se es tan indolente como se necesita serlo día a día, para tener una vida social lo más armónica e hipócrita posible.

No se habla mucho de Juan de Mairena. No. Menos se habla de Montalbán, que adoraba este libro, y a quien se le dedicaron menos de cinco minutos en un telediario el día de su muerte, cuando le reventó el pecho en un aeropuerto de Bangkok. Recuerdo que escuché la noticia de su muerte cuando cursaba segundo de sociología. Aquel día me di cuenta de la injusticia y del silencio al que suelen estar condenados quienes se sacrifican toda su vida por llevar un poco de luz, de justificado y realista inconformismo al mundo. Me imagino que el no comulgar con ruedas de molino acaba pasando factura, y al final, no es cierto ni aquello de que la muerte trata a todos por igual, habida cuenta de que uno de los mejores comunicadores, columnistas y analistas críticos de la globalización y de la corrupción global del mercado de la des-información que hemos tenido en España… se mereció sólo cinco minutos y un acaramelado y frío pésame colectivo en telediario.

Hace poco, en «Claves de razón práctica», Emilio LLedó dedicó un merecido homenaje al más liberal de los liberales, el alter-ego de Antonio Machado, el liberal que a todos nos gustaría ser : Juan de Mairena. Cuarenta años de culturicidio, aislamiento y autismo franquista, seguidos de treinta años de democracia silenciosamente desmemoriada y televisada, no dan para muchos Mairenas, todo hay que decirlo. Emilio LLedó, por cierto, admiraba a ese incombustible y honestísimo marxista, filósofo de la ciencia y lógico llamado Manuel Sacristán, que también tenía a «Juan de Mairena» como uno de sus libros de cabecera, y que mantuvo también relaciones con Montalbán en el PSUC catalán. Emilio LLedó, que aún recibiendo no pocos premios de manos de los funcionarios de la «alta» cultura y la política, sigue reivindicando el derecho a la infelicidad y el pesimismo constructivo, como el pesimismo optimista de Antonio Gramsci, que inspira e inspiró a tantos marxistas o liberales impenitentes como Javier Muguerza, incluso.

Ya que hablamos de pesimismos constructivos, cabría resaltar también el pesimismo impenitente -pero orgulloso y riguroso en los argumentos- de José Vidal Beneyto, que no deja de alegrarnos los sentidos con sus fantásticas columnas en El país. Un pesimismo que también bebe de esa flema liberal que necesitamos en este país con urgentísima, urgentísima necesidad, para escapar del asfixiante partido de la partitocracia políticamente correcta y del pensamiento único a escala local y planetaria. También Francisco Fernández Buey, aprendiz, como él se dice, de Manuel Sacristán, contribuye a poner los puntos sobre las ies desde una izquierda que, ya hace mucho, mucho tiempo, ha dejado las buenas ideas, el análisis, la ética y el horizonte emancipatorio por las ideas «útiles», el oportunismo más indigerible, la confusión y la desorganización más pueril, el relajo ético más exasperante y la pereza mental más imperdonable. Existe inteligencia y luz en este país de locos, aunque haya que buscar con lupa y llamar muchas veces a la puerta.

Ya nos gustaría a muchos, de todos modos, que en la península, en Europa y en el resto del mundo… se tuviese a «Juan de Mairena» como programa de mínimos para nuestra vida cotidiana, eso querría decir que, por fin, en la triste y loca historia de España, el pensamiento y el vivir, libres ya de eternas verdades y dogmas para llenar consuelos, es aún posible.