El próximo domingo 14 de noviembre va a celebrarse en Otxarkoaga otra edición del Lenin Eguna. No es un anacronismo de adoración cuasi religiosa de un cadáver embalsamado. Al contrario: es una jornada de debate sobre la actualidad mundial y vasca de una de las personas más odiadas por la cosmovisión burguesa, si no la […]
El próximo domingo 14 de noviembre va a celebrarse en Otxarkoaga otra edición del Lenin Eguna. No es un anacronismo de adoración cuasi religiosa de un cadáver embalsamado. Al contrario: es una jornada de debate sobre la actualidad mundial y vasca de una de las personas más odiadas por la cosmovisión burguesa, si no la que más. La civilización es la síntesis social de un modo de producción, y por ello mismo la civilización capitalista es irreconciliable con Lenin y con todo lo que significa. Esta es la primera cosa sobre la que tenemos que reflexionar: ¿por qué el capital odia a Lenin? Porque la revolución bolchevique destruyó el nudo gordiano del sistema, la unidad entre propiedad privada y Estado, y esta conquista humana trascendental es imperdonable para la burguesía de todos los tiempos. Sobre Marx cae a diario un diluvio de tergiversación y mentira, y a Engels lo aparcaron hace tiempo, pero a Lenin le han negado incluso el derecho a la historia: debe desaparecer cualquier referencia a sus ideas porque el sistema no puede correr el mínimo riesgo de que alguien lo lea. Abrir un libro de Lenin es atacar materialmente la dominación del capital, y eso no se puede permitir. Pero la razón última debemos buscarla no tanto en Lenin como individuo sino en su entronque en la corriente comunista del socialismo. Un error profundo de las izquierdas es haber aceptado la trampa del individualismo metodológico burgués: comparamos a Marx con Ricardo como «pensadores», «economistas», «sociólogos», etc., para evitar el verdadero debate que no es otro que el veredicto histórico sobre la lucha a muerte entre el socialismo y el capitalismo, veredicto que da la razón al socialismo pese a todos sus errores y a todas sus derrotas.
La irreductibilidad de Lenin radica en que formó parte elemental de una práctica colectiva antagónica con la esencia del sistema burgués. Y lo hizo desarrollando la dialéctica de contrarios en todas las facetas de la vida: desde muy pronto comprendió la importancia creciente de las luchas de liberación nacional dentro de la lucha internacionalista, y jamás dejó de profundizar en ella, siendo una de sus decisivas aportaciones. Nada de la historia desde 1900, cuando quedó impresionado por la desesperada resistencia del pueblo chino a la invasión zarista, es comprensible sin la interacción creciente entre la emancipación de los pueblos y la solidaridad internacionalista. Esta capacidad es una de las razones que explican por qué pudo sintetizar mejor que nadie las riquísimas novedades teóricas y políticas sobre el imperialismo realizadas por otros marxistas y socialistas a comienzos del siglo XX, que ridiculizan hasta el sonrojo a la supina idiotez de la economía política burguesa. Desde luego que no han transcurrido en balde los casi cien años desde que se publicó su obra sobre el imperialismo, pero este siglo confirma la validez del método teórico formado por la fusión del antiimperialismo, el internacionalismo y el independentismo socialista. El siglo XXI mejorará esta teoría, ya lo está haciendo, porque la mundialización imperialista necesariamente exige el aplastamiento de los pueblos y de sus clases trabajadoras, reactivando así una y mil veces la tendencia objetiva a la agudización de las luchas de todo tipo.
Como marxista, Lenin supo siempre que las tendencias objetivas sólo desarrollan su potencial liberador si van guiadas internamente por las tendencias subjetivas, por las organizaciones revolucionarias que, con su militancia, mantienen el relativo equilibrio siempre inestable y propenso a la ruptura entre la realidad y la voluntad, organizaciones que deben ser parte interna del pueblo trabajador, nunca sectas mesiánicas y burocráticas. El análisis concreto de la realidad concreta es el método por excelencia de Lenin para guiar la interacción entre la práctica y la teoría. Hoy necesitamos este método, como lo hemos necesitado en situaciones idénticas a las actuales, para evitar tanto el optimismo exagerado de la voluntad como el pesimismo derrotado que surge de una limitada visión de la realidad. Pero el análisis de lo concreto exige de dos apoyaturas imprescindibles: la autocrítica y la formación teórica. Lenin, en cuanto bolchevique, aplicó este método incluso asumiendo quedar en minoría, porque la mayoría no siempre tiene la razón. Ahora bien, la paciencia política asentada en un método sólido de análisis le permitía a él y sobre todo a su grupo dentro del partido, demostrar la corrección de sus ideas, tanto cuando éstas eran denunciadas como reformistas y o bien de ultraizquierdistas. Lenin nunca actuó en solitario porque siempre estuvo integrado en un colectivo que le alimentaba teóricamente, y sin el cual él nunca hubiera sido lo que fue.
La autocrítica y el enriquecimiento teórico asientan su agilidad táctica dentro de la fidelidad a los objetivos. La flexibilidad en la táctica y en los medios, que muchos ignorantes han reducido a simple oportunismo, siempre fueron en él unidos a una lúcida adecuación estratégica a los fines irrenunciables. Los bolcheviques, y Lenin, eran una organización polivalente, capaz de adaptarse a las nuevas exigencias coyunturales tras una rigurosa investigación de los cambios en el contexto; y muy especialmente, capaz de crear nuevas situaciones a partir de pequeñas tendencias difusas pero visibles para una organización teórica y políticamente formada. Fue una tarea de años crear esta organización, destrozada varias veces por la represión zarista pero siempre recuperada en las peores condiciones. Los informes policiales del inicio de la guerra mundial advierten que los bolcheviques eran los más peligrosos para el imperio aunque eran los más reducidos, muy pocos. La corrección estratégica y la flexibilidad táctica, y el profundo conocimiento de la agudización de las contradicciones, permitieron a este grupito llegar a lo que llegó, y dejar a la humanidad trabajadora ese monumento a la sabiduría que son los cuatro primeros congresos de la Internacional Comunista.
Para nuestra Euskal Herria, Lenin nos aporta dos usos muy actuales, como mínimo. Uno es la importancia de la organización como fuerza material inserta en el complejo siempre móvil formado por las contradicciones objetivas, la tendencia a la espontaneidad y a la autoorganización, y las contradicciones subjetivas. La organización debe ser una fuerza activa en este tenso complejo efervescente, aportando el sentido de la continuidad histórica en la lucha por los objetivos irrenunciables. Y a la vez, debe ofrecer una explicación sobre por qué y cómo engarzar el denominado «programa máximo» con el «programa mínimo» en cada lucha cotidiana, en cada barrio, escuela, taller, fábrica, movimiento popular y social, etc. El otro es la exigencia del rigor teórico. En los últimos años han proliferado toda serie de modas intelectuales sobre la definitiva desaparición de la lucha de clases y del pueblo trabajador, sobre la muerte de las vanguardias políticas, sobre la irrupción de la «multitud», etc.; junto a esto, reaparecen viejas expresiones eurocomunistas y socialdemócratas sobre la «sociedad civil», la «transversalidad», la «pluralidad», etc. Modas ideológicas pulverizadas por la desnuda realidad de la crisis estructural, que ni siquiera imaginaron que tal desastre podría suceder porque elucubraban en el vacío etéreo de la «globalización». No es la primera vez en la historia del socialismo, ni será la última, que ocurre esto. Lenin vivió dos experiencias idénticas en el fondo y la organización a la que pertenecía las superó poniendo los pies en el suelo. La creación de una República Socialista Vasca debe sustentarse en la actualización crítica de las experiencias revolucionarias de la humanidad trabajadora, o fracasará.
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