Que nadie se llame a engaño. El planeta sigue siendo el pastel que unos pocos pretenden repartirse, en tanto los más, famélicos, salivantes, asisten al banquete únicamente por migajas lanzadas a su regazo. Pero algo ha cambiado. Si dos décadas atrás, con la implosión de la Unión Soviética, parecía que la tríada imperial USA-Japón-Unión Europea medraría […]
Que nadie se llame a engaño. El planeta sigue siendo el pastel que unos pocos pretenden repartirse, en tanto los más, famélicos, salivantes, asisten al banquete únicamente por migajas lanzadas a su regazo.
Pero algo ha cambiado. Si dos décadas atrás, con la implosión de la Unión Soviética, parecía que la tríada imperial USA-Japón-Unión Europea medraría casi en solitario por los siglos de los siglos, hoy el resurgir de Rusia como actor principal en las dinámicas internacionales constituye uno de los elementos fundamentales de lo que analistas tales Tiberio Graziani (Rebelión) consideran evidente fase de transición a la necesaria multipolaridad.
Multipolaridad, sí. Equilibrio recobrado o en vías de rehacerse, luego de una progresiva expansión norteamericana impulsada por guerras dizque humanitarias en los Balcanes, Irak, Afganistán, cuyas verdaderas causas se revelan como por carambola en el libro The Grand Cheesboard (El gran tablero de ajedrez, 1998), de Zibniew Brzezinski, asesor del presidente James Carter para Seguridad Nacional: «Una potencia que domine Euroasia controlaría las dos terceras partes de las regiones más avanzadas y económicamente productivas del mundo. En Euroasia, hay aproximadamente tres cuartas partes de los recursos energéticos conocidos en el mundo.»
Por suerte también los rusos saben leer en inglés. E incluso en caso contrario les bastaría con mirar en derredor. Como señala Clara Weiss en artículo traducido al español para La Haine por Felisa Sastre, el hecho de que la zona haya devenido el epicentro de las rivalidades económicas, políticas, y conflictos militares que involucran a los Estados Unidos y Rusia responde, entre otras razones, a que Azerbaiyán, Georgia y Armenia resultan puentes entre la riqueza natural de Asia Central y Europa y el mar Negro. Por algo desde los años 90 Washington ha intentado granjearse influencia en el ámbito mediante alianzas que permitan, verbigracia, debilitar con proyectos de gasoductos alternativos los vínculos de Moscú y la harto dependiente Europa.
Y casi lo logra. Recordemos que la «revolución rosa» de Georgia (2003) fue instigada por la Casa Blanca, con el fin de salvaguardar los intereses del Tío Sam en ese recodo del orbe. Ello condujo a una intensificación de las tensiones por la supremacía geopolítica que derivó (2008) en un encontronazo cruento entre los dos integrantes de la antigua URSS. La fulminante victoria de las tropas del Kremlin significó apenas un componente en un plan que incluye la alianza estratégica con China, así como lazos de diversos tipos con Kazajstán y países cercanos. En ese contexto, la derrota de Irán representaría para EE.UU. el medio con que destrabar el acceso excluyente a los recursos de Asia Central y el Oriente Medio. Por ende, tanta algarabía acerca del supuesto potencial atómico ofensivo de los persas. Y la arremetida contra Siria, cuya inferioridad militar con respecto a Turquía obliga a concluir que el despliegue de los cohetes Patriot en esta colindante nación apunta más bien a la eliminación de las instalaciones nucleares de los ayatolas, ubicadas a 500 kilómetros.
De ingenua, cuando menos, hubiera pecado la Federación Rusa de no vetar la invasión contra el Gobierno de Bashar al Asad en el Consejo de Seguridad. De tonta, si sus buques no se mantienen frente a la base de Tartus. Y si en lo adelante se abstiene de «menudencias» como la declaración en plena disposición combativa en el 2012 de más de cien emplazamientos de cohetes intercontinentales Topol M y Yars, y la creación antes del 2022 de un misil balístico que sobrepujará a todos sus análogos del orbe…
Por nuestra parte, no creemos que esto refleje un presunto belicismo retomado. Ni ínfulas de superpotencia reconstruida. A ojos vista se trata de la adecuación del sistema de defensa a una realidad de amargo regusto. Como se pregunta el entendido Txente Rekondo, ¿acaso Moscú no perdió ingentes cantidades de dinero al no conseguir renegociar deudas por obra y gracia del embargo contra Irak y la posterior caída del régimen de Saddam Hussein? ¿Y en Libia? Además, ¿alguien de sano juicio esperaría que el presidente Vladimir Putin se aviniera a contemplar inmutable cómo Occidente arrebata al gigante sus intereses económicos (venta de armas, comercio, oleoductos) y militares (uso de las bases de Tartus, Lakatia)?
Sin duda alguna, la mayoría de los ataques propagandísticos contra Rusia obedecen al anhelo de alterar el peso creciente de esta en un mundo donde los imperios no se resignan a que el pastel se reparta más equitativamente. A que los famélicos dejen de asistir al banquete solo por migajas en el regazo. Mientras, algunos continúan aprendiendo inglés.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.