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Por una revolución emocional de la izquierda

Fuentes: Rebelión

Hay una verdad incómoda que atraviesa nuestras relaciones familiares, nuestra cotidianidad y nuestras organizaciones políticas: nadie ha vivido lo mismo, aunque haya compartido el mismo espacio.

Cada hijo fue criado por una versión distinta de sus padres. Cada hermano habitó una familia diferente, con sus propios silencios, gestos, ausencias y formas de amor o desamor. Cada persona de una pareja tuvo contextos dispares de educación emocional… y,  sin embargo, en muchas familias se impone un relato único, una narrativa común que decide cómo fueron las cosas. “Nuestros padres eran así”, “todos vivimos lo mismo”, “no exageres”. Pero no. Nadie vivió lo mismo. Y negar esa diferencia es una forma sutil —y devastadora— de violencia emocional.

Ahora bien, ¿qué tiene esto que ver con la izquierda? Pues todo.

Porque si no somos capaces de respetar la singularidad en lo íntimo, ¿cómo vamos a construir consensos en lo colectivo? Si no sabemos convivir con versiones distintas de la historia en nuestra propia casa, ¿cómo vamos a aceptar la pluralidad en nuestras luchas sociales?

La izquierda y su vieja trampa

La izquierda lleva décadas atrapada en una paradoja: quiere transformar el mundo, pero no logra transformar sus propias dinámicas internas. Se fija más en las diferencias que en las posibilidades de encuentro. Se atrinchera en lo identitario, en lo doctrinario, en lo programático. Y olvida que la política no es solo ideología: es vínculo, es afecto, es reconocimiento mutuo.

Cada organización de izquierdas —y cada militante— debería preguntarse: ¿cuántas veces hemos invalidado la vivencia del otro en nombre de la “verdad histórica”? ¿Cuántas veces hemos exigido unanimidad para avanzar, en lugar de construir desde la diversidad?

El consenso no es uniformidad

Construir consensos desde la diferencia no significa renunciar a los principios. Significa reconocer que hay muchas formas legítimas de vivir, de luchar, de narrar el mundo. Significa aceptar que el disenso no fragmenta: complejiza. Que la pluralidad no debilita: enriquece.

La izquierda necesita no solo una revolución tal y como se ha venido entendiendo, sino una revolución emocional. Una que parta del respeto a la subjetividad, a la experiencia, al relato propio. Una que entienda que el “para mí”, “en mi opinión”,  no es una amenaza, sino una puerta. Que el “yo lo viví así” no es resentimiento, sino justicia emocional.

¿Y ahora qué?

Si queremos cambiar este modelo de sociedad —patriarcal, neoliberal, autoritario, extractivista— tenemos que empezar por cambiar nuestros propios modelos de relación. No podemos exigir al mundo lo que no practicamos entre nosotros. No podemos hablar de democracia sin practicarla en lo cotidiano. No podemos hablar de justicia sin reconocer las heridas que hemos causado en nombre de la causa.

La izquierda no necesita más manifiestos. Necesita más escucha. Más humildad. Más ternura política. Sí, más ternura política, más abrazos que empujones o insultos. Porque solo desde ahí podremos construir algo que no sea una suma de siglas, sino una comunidad real.

Y eso empieza por aceptar que nadie vivió lo mismo. Que cada historia cuenta. Que cada diferencia importa. Y que el consenso no se impone: se teje pacientemente en el reconocimiento de la posible verdad del otro. Así que podríamos comenzar a: 

1) Construir consensos desde la diferencia, no como amenaza sino como riqueza creativa, debiera ser un objetivo necesario y urgente para la izquierda. Al igual que promover una cultura política que valore la pluralidad como fuente de creatividad social, evitando la homogenización ideológica: no todos deben pensar igual para caminar juntos. Y pregunto: ¿es posible construir una sociedad sana pensando todos de igual manera? Yo creo que no, y ejemplos sobran en la Historia.

2) Practicar mucho más la escucha activa y el diálogo horizontal, como un imperativo para llegar a una sociedad más equilibrada y justa. Crear espacios donde las voces disidentes no solo sean toleradas, sino bienvenidas, fomentando metodologías participativas que permitan construir sentido común desde abajo.

3) Construir marcos éticos compartidos porque, aunque haya diferencias táccticas o ideológicas, se pueden compartir valores como la justicia social, la dignidad, la equidad… usando todos estos valores como punto de partida para alianzas amplias. 

4) Revisar el lenguaje político, evitar jergas excluyentes o academicismos que alejan a sectores populares y usar narrativas que conecten con experiencias concretas y afectos comunes. 

5) Tejer alianzas intersectoriales, vincular luchas feministas, ecologistas, sindicales, antirracistas… sin diluir sus especificidades y reconocer que el el conflicto no es un obstáculo, sino parte del proceso de articulación. 

6) Descentralizar el protagonismo como forma de diluirlo, romper con lógicas caudillistas, dirigistas o verticales que impiden la construcción colectiva y apostar por liderazgos múltiples, rotativos y comunitarios.  

7) Educar para la convivencia política impulsando procesos formativos que enseñen a debatir, a disentir sin romper, recuperando la pedagogía popular como herramienta para el consenso desde abajo. 

8) Construir agendas mínimas comunes, identificando los puntos de convergencia que permitan avanzar sin exigir unanimidad, priorizando lo urgente sin renunciar a lo estratégico. 

9) Cuidar los vínculos humanos. La política también es afectiva: cuidar los espacios, los cuerpos, los tiempos. Practicar la ternura como forma de resistencia y construcción. 

10) Aceptar el disenso como parte del consenso. No todo acuerdo implica eliminar el conflicto: se puede convivir con él. El consenso puede ser dinámico, parcial, temporal… y aún así valioso.

Lo dicho, igual tenemos que comenzar a pensar que si queremos conseguir un horizonte utópico de revolución social, quizás tengamos que hacer un revolución emocional para destierre los sectarismos, dogmatismos, exclusiones y uniformizaciones que tanto daño no han hecho y reconocer que la diferencia es enriquecedora porque no hay arco iris sin la suma de muchos colores. 

Txema García, periodista y escritor

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.